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Fred Vargas: Huye rápido, vete lejos

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Fred Vargas Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza? En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Adamsberg se volvió lentamente.

– Cabo Favre -anunció el hombre.

– Aquí -dijo Adamsberg con voz tranquila- va a hacer algunos descubrimientos que van a sorprenderle, cabo Favre. Aquí las mujeres no son un redondel con un agujero en el medio y si esa noticia le asombra, no lo dude, trate de averiguar más. Debajo encontrará las piernas, los pies y arriba un busto y una cabeza. Trate de imaginarlo, Favre, si es capaz.

Adamsberg se dirigió hacia su despacho esforzándose por grabar el rostro del cabo. Mejillas llenas, nariz gruesa, cejas hirsutas, cara de gilipollas, igual a Favre. Nariz, cejas, mujeres. Favre.

– Cuénteme -dijo, apoyándose en el muro de su despacho, frente a la joven que se había instalado a medias sobre una silla-. ¿Tiene niños?, ¿está sola?, ¿dónde vive?

Adamsberg garabateó las respuestas en un cuaderno, el nombre, la dirección, para tranquilizar a Maryse.

– Esos cuatros han sido pintados sobre las puertas, ¿verdad? ¿En una sola noche?

– Sí. Estaban sobre todas las puertas ayer por la mañana. Unos cuatros así de grandes -añadió separando las manos unos sesenta centímetros.

– ¿Sin firma? ¿Sin iniciales?

– Sí. Hay tres letras debajo, pintadas en más pequeño. CTL. No. CLT.

– ¿También negras?

– También.

– ¿Nada más? ¿Nada sobre la fachada? ¿En el hueco de la escalera?

– Sólo sobre las puertas. En negro.

– Esa cifra ¿no está un poco deformada? ¿Como una sigla?

– Ah, sí. Puedo dibujarla, se me da bien.

Adamsberg le tendió su libreta y Maryse se aplicó en representar un gran cuatro cerrado, con tipografía de imprenta, de rasgos gruesos, con patas en la base como una cruz de Malta y con dos barras sobre la vuelta.

– Ya está -dijo Maryse.

– Lo ha hecho al revés -dijo suavemente Adamsberg cogiendo el cuaderno.

– Porque está al revés. Está al revés, con el pie ancho y con estas dos pequeñas barras en un extremo. ¿Lo conoce? ¿Es la marca de unos ladrones? ¿CLT? ¿O qué?

– Los ladrones marcan las puertas tan discretamente como pueden. ¿Qué la asusta?

– La historia de Alí Babá, creo. El asesino que marcaba las puertas con una gran cruz.

– En esa historia, sólo marcaba una. La mujer de Alí Babá marcaba las otras para despistarlo, si no me equivoco.

– Es verdad -dijo Maryse tranquilizada.

– Es una pintada -dijo Adamsberg acompañándola a la puerta. Chavales del barrio, probablemente.

– Nunca he visto este cuatro en el barrio -dijo Maryse en voz baja-. Nunca he visto pintadas en las puertas de los pisos. Porque las pintadas son para que las vea todo el mundo, ¿no?

– No hay regla fija. Lave su puerta y no lo piense más.

Después de la partida de Maryse, Adamsberg arrancó las hojas de su cuaderno y las arrojó a la papelera hechas una bola. Después volvió a ponerse en la misma posición de pie, apoyado en el muro, meditando sobre la manera de limpiar la cabeza de los tipos como Favre. No era fácil, había un vicio de forma muy profundo, el sujeto apenas era consciente. Sólo esperaba que todo el grupo de homicidios no fuese idéntico. Sobre todo porque contaba con cuatro mujeres.

Como cada vez que se ponía a meditar, a Adamsberg se le iba la cabeza rápidamente y alcanzaba un vacío próximo a la somnolencia. Emergió con un ligero sobresalto después de diez minutos, buscó en sus cajones la lista de los veintisiete adjuntos, exceptuando a Danglard, y se esforzó en memorizar los nombres, recitándolos en voz baja. Después, al margen, anotó: Orejas , Brutalidad , Noël,yNariz,Cejas,Mujeres,Favre.

Volvió a salir para tomar ese café que el encuentro con Maryse le había hecho posponer. Aún no tenían máquina de café ni expendedor de comida, los hombres se peleaban para encontrar tres sillas y papel, los electricistas estaban instalando los enchufes para las baterías de los ordenadores. Acababan de empezar a colocar los barrotes en las ventanas. Sin barrotes no había crimen. Los asesinos se retendrían hasta la finalización de las obras. Más valía soñar fuera y socorrer a las jóvenes nerviosas en las aceras. O irse a pensar en Camille, a la que llevaba dos meses sin ver. Si no se equivocaba, su vuelta estaba prevista para mañana o para pasado mañana, ya no recordaba bien la fecha.

V

El martes por la mañana, Joss manipuló con mucha prudencia los posos del café, evitando todo gesto brutal. Había dormido mal, por culpa evidentemente de aquella habitación en alquiler que danzaba ante sus ojos, inaccesible.

Se sentó pesadamente a la mesa ante su tazón, su pan y su salchichón, examinando con hostilidad los quince metros cuadrados en los que vivía, los muros agrietados, el colchón en el suelo, el baño en el patio. Era verdad que con nueve mil francos hubiese podido permitirse algo mejor, pero enviaba todos los meses casi la mitad a su madre, en Guilvinec. Uno no puede sentirse cómodo y caliente si sabe que su madre tiene frío, la vida es así, así de simple y así de complicada. Joss sabía que el letrado no alquilaba caro, porque se trataba de una casa particular y porque no lo declaraba. Además, había que reconocer las cosas, Decambrais no era uno de esos explotadores que cobran un ojo de la cara por cuarenta metros en París. Lizbeth, por ejemplo, vivía allí gratuitamente, a cambio de las compras, de la cena y de encargarse del cuarto de baño común. Decambrais se ocupaba del resto, pasaba el aspirador y la fregona por las zonas colectivas y ponía la mesa para el desayuno. Había que reconocer que, a los setenta años, al letrado no se le caían los anillos.

Joss masticó lentamente su pan mojado, escuchando con una oreja la radio en sordina para no perderse el tiempo de la mar que anotaba cada mañana. La casa del letrado no tenía más que ventajas. Por un lado, estaba a un tiro de piedra de la estación de Montparnasse, en caso de emergencia. Por el otro, había espacio, radiadores, camas con jergón, entarimado de roble y alfombras con flecos usadas. En la primera época de su instalación, Lizbeth se había pasado varios días descalza sobre las cálidas alfombras, de gusto. También estaba la cena, evidentemente. Joss no sabía más que asar besugos, abrir ostras y sorber bígaros. Por eso, noche tras noche comía conservas. Bueno, claro, y estaba Lizbeth, que dormía en la habitación vecina. No, él nunca hubiese tocado a Lizbeth, nunca hubiese puesto sobre ella sus manos ásperas y con veinticinco años más. Y había que reconocerle también eso, Decambrais siempre la había respetado. Lizbeth le contó una vez una historia horrible, la de la primera noche en la que ella se echó sobre la alfombra. Pues bien, el aristócrata ni siquiera había pestañeado. Chapeau. Eso es lo que uno llamaría tener coraje. Y si el aristócrata tenía coraje, Joss también lo tendría, por qué no. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos bandidos.

Era ahí donde le dolía. Decambrais lo tenía por un bruto y jamás le cedería el tugurio, era inútil soñar con ello. Ni con Lizbeth ni con la cena ni con los radiadores.

Aún estaba pensando en ello mientras vaciaba su urna, una hora más tarde. Descubrió enseguida el grueso sobre color marfil que desgarró con los dedos. Treinta francos. Las tarifas aumentaban solas. Echó una ojeada al texto sin hacer el esfuerzo de leerlo hasta el final. Los parloteos incomprensibles de este pirado empezaban a cansarlo. Después separó mecánicamente lo decible de lo indecible. En el segundo montón, puso el mensaje siguiente: Decambraisesunmarica.Fabricaélmismosusencajes. Lo mismo que ayer pero al revés. No era muy original el tipo. Enseguida se ponía a dar vueltas en redondo. En el momento en que Joss abandonaba el anuncio entre los desechos, su mano titubeó, más largamente que la víspera. Alquíleme la habitación o suelto todo el paquete en el pregón. Chantaje ni más ni menos.

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