Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Estas excentricidades habían extendido el renombre de El Vikingo lejos de su área y el local estaba constantemente repleto.

Decambrais se desplazó, con la cerveza en alto, hasta la mesa en la que Joss se había instalado.

– ¿Puedo hablar con usted un momento? -preguntó sin sentarse.

Joss alzó sus ojillos azules sin responder, masticando su carne. ¿Quién se había ido de la lengua? ¿Bertin? ¿Damas? ¿Lo enviarían a paseo, Decambrais y su habitación en alquiler? ¿Iba a darse el gusto de decirle que su presencia de bruto no era deseada en el hotel de las alfombras? Si Decambrais se atrevía a insultarlo, él le soltaría todos los desechos. Con una mano le hizo signo de que se sentase.

– El anuncio 12 -empezó Decambrais.

– Ya lo sé -dijo Joss, sorprendido-, es especial.

Así que el bretón se había dado cuenta. Aquello simplificaba el asunto.

– Tiene hermanitos -dijo Decambrais.

– Sí. Desde hace tres semanas.

– Me preguntaba si los habría conservado.

Joss rebañó la salsa con el pan, tragó y después se cruzó de brazos.

– ¿Y si lo hubiera hecho? -dijo.

– Me gustaría releerlos. Si no le importa -añadió ante la expresión obstinada del bretón-, se los compro. Todos los que tenga hasta ahora y los que vengan.

– Entonces, ¿no es usted?

– ¿Yo?

– El tipo que los ha metido en la urna. Me lo preguntaba. Podría haber sido su estilo, todas esas frases antiguas que no se entienden. Pero si quiere comprármelas es que no son suyas. Lógicamente.

– ¿Cuánto?

– No los tengo todos. Sólo los cinco últimos.

– ¿Cuánto?

– Un anuncio leído -dijo Joss enseñando su plato-, es como una costilla de cordero roída: ya no tiene valor. No lo vendo. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos unos bandidos.

Joss le lanzó una mirada de entendimiento.

– ¿Entonces? -relanzó Decambrais.

Joss titubeó. ¿Se podía negociar razonablemente una habitación contra cinco hojas de papel sin pies ni cabeza?

– Parece que una de sus habitaciones ha quedado libre -murmuró.

El rostro de Decambrais se quedó inexpresivo.

– Ya tengo ofertas -respondió muy bajo-. Esas personas tienen prioridad sobre usted.

– De acuerdo -dijo Joss-. Guárdese su cháchara. Hervé Decambrais no quiere que un bruto como yo venga a hollar sus alfombras. Se dice más rápido así, ¿no? Hay que tener estudios para entrar ahí dentro o hay que ser una Lizbeth y dudo que ni lo uno ni lo otro sea nunca mi caso.

Joss vació su vaso de vino y lo volvió a posar violentamente sobre la mesa. Después se encogió de hombros y se calmó de golpe. Habían pasado por otras parecidas los Le Guern.

– De acuerdo -prosiguió sirviéndose otro vaso-. Guárdese su habitación. Puedo entenderlo, después de todo. Ninguno de los dos es el tipo del otro y además ya estoy harto. ¿Qué se puede hacer ante eso? Puede tener esos papeles, si tanto le interesan. Pase esta tarde por la tienda de Damas. Antes del pregón de las seis y diez.

Decambrais se presentó a la hora en Roll-Rider. Damas estaba ocupado regulando los patines de un joven cliente y su hermana lo saludó desde la caja.

– Señor Decambrais -dijo en voz baja-, si pudiese decirle que se pusiera un jersey. Va a coger frío, no está bien de los bronquios. Sé que tiene una gran influencia sobre él automáticamente.

– Ya se lo he dicho, Marie-Belle. Lleva un tiempo hacerle entender.

– Lo sé -dijo la joven mordiéndose el labio-. Pero si pudiese intentarlo de nuevo.

– Le hablaré en cuanto sea posible, lo prometo. ¿El marino está aquí?

– En la trastienda -dijo Marie-Belle indicándole una puerta.

Decambrais se inclinó bajo las ruedas de las bicicletas suspendidas, se deslizó entre las hileras de planchas y entró en el taller de reparación, lleno de ruedas de todos los calibres del suelo al techo. Una esquina de la mesa de trabajo estaba ocupada por Joss y su urna.

– Le he puesto eso en el extremo de la mesa -dijo Joss sin volver la cabeza.

Decambrais cogió las hojas y las revisó rápidamente.

– Y aquí está la de esta noche -añadió Joss-. En primicia. El pirado apura el ritmo, ahora recibo tres al día.

Decambrais desplegó la hoja y leyó:

– Y primeramente para evitar la infección procedente de la tierra, hay que guardar las calles limpias y las casas barriéndolas y quitando las inmundicias tanto humanas como de otros animales, teniendo principalmente cuidado con los mercados de pefcados, carnicerías, triperías en las que se hace ordinariamente acopio de excrementos sujetos a corrupción.

– No sé lo que son esos pefcados, que son como carne -dijo Joss, siempre inclinado sobre sus pilas.

– Pescados, si me permite.

– Venga, Decambrais, quiero ser amable con usted pero no se meta en lo que no le importa. Porque los Le Guern sabemos leer. Nicolas Le Guern ya hacía el pregón bajo el segundo imperio. No es usted quien para enseñarme la diferencia entre pefcados y pescados, Dios bendito.

– Le Guern, son copias de textos antiguos, del siglo XVII. El tipo los ha transcrito textualmente, con la ayuda de caracteres especiales. En aquella época, se escribían las eses aproximadamente como las efes. De tal manera que el anuncio de mediodía, no era cuestión de perfona ni de fofas o de agua eftancada. Y menos aún de hacerlas fecar.

– ¿Cómo?, ¿eran eses? -dijo Joss alzándose y subiendo el tono.

– Eses, Le Guern. Fosa, agua estancada, secar, pescados. Viejas eses en forma de efes. Mírelas usted mismo, no tienen exactamente la misma forma si uno las examina de cerca.

Joss le arrancó el papel de las manos y estudió las grafías.

– Bueno -dijo con un mal tono-, admitámoslo. ¿Y qué pasa?

– Es para facilitar su lectura, nada más. No trataba de ofenderlo.

– Bueno, pues lo ha hecho. Tome sus malditos papeles y lárguese. Porque la lectura, no es por nada pero es mi trabajo. Yo no me meto en sus asuntos.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que sé bastante sobre usted, con todas esas denuncias que andan por ahí -dijo Joss señalando la pila de lo indecible-. Como me recordaba la otra noche el bisabuelo Le Guern, no sólo hay cosas bellas en la cabeza del hombre. Afortunadamente separo las lentejas.

Decambrais palideció y buscó un taburete para sentarse.

– Dios mío -dijo Joss-, no se alarme de esa manera.

– Esas denuncias, Le Guern, ¿las tiene todavía?

– Sí, las pongo con la basura. ¿Le interesan?

Joss rebuscó en su montón de restos y le tendió los dos mensajes.

– Después de todo, siempre es útil conocer al enemigo -dijo-. Un hombre alerta vale por dos.

Joss miró a Decambrais mientras desplegaba las notas. Sus manos temblaban y, por primera vez, sintió un poco de pena por el viejo letrado.

– Sobre todo no se asuste -dijo-, es el cabrón de turno. Si supiese las cosas que leo… La mierda hay que dejar que se la lleve el río.

Decambrais leyó las dos notas y las volvió a dejar sobre sus rodillas sonriendo débilmente. A Joss le pareció que recuperaba el aliento. ¿Qué había temido el aristócrata?

– No hay nada malo en hacer encaje -insistió Joss-. Mi padre hacía redes. Es lo mismo pero en más grueso, ¿no?

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