El pregón había empezado y los anuncios se sucedían. Decambrais se dio cuenta de que se había perdido el principio, el bretón estaba ya en el anuncio n.° 5. Era el sistema. Uno retenía el número que le interesaba y se dirigía al pregonero «para los detalles complementarios aferentes». Decambrais se preguntaba dónde habría pillado Le Guern esta expresión de gendarme.
– Cinco -pregonaba Joss-: Vendogatitosblancosypelirrojos,tresmachos,doshembras.Seis:Alosquetocaneltambortodalanocheconsumúsicadesalvajesfrentealnúmero36,selesruegaqueparen.Haygentequeduerme.Siete:Sehacentrabajosdeebanistería,restauracióndemueblesantiguos,resultadoesmerado,recogidaydepósitoadomicilio.Ocho:QuelaElectricidadyelGasdeFranciasevayanatomarporelculo.Nueve:Sonuntimolosdeladesinsectación.Siguehabiendocucarachasyterobanseiscientosfrancos.Diez:Tequiero,Hélène.TeesperoenelGatoquebaila.Firmado,Bernard.Once:Hemostenidootroveranodemierdayahorayaestamosenseptiembre.Doce:Alcarnicerodelaplaza:lacarnedeayereraunasuelayyaeslaterceravezestasemana.Trece:Jean-Christophe,vuelve.Catorce:Policíasigualatarados,igualacabrones.Quince:Vendomanzanasyperasdejardín,sabrosasyjugosas.
Decambrais dirigió una ojeada a Lizbeth que escribía la cifra quince en su cuaderno. Desde que el pregonero pregonaba, uno encontraba excelentes productos por poco dinero y eso se revelaba ventajoso para la cena de los pensionistas. Había deslizado una hoja blanca entre las páginas de su libro y esperaba con el lápiz en la mano. Desde hacía varias semanas, tres quizás, el pregonero declamaba textos insólitos que no parecían intrigarle más que la venta de manzanas y de coches. Esos mensajes fuera de lo común, refinados, absurdos o amenazantes, aparecían ahora regularmente en la entrega de la mañana. Desde anteayer, Decambrais se había decidido a transcribirlos discretamente. Su lápiz, de cuatro centímetros de largo, cabía enteramente en la palma de su mano.
El pregonero abordaba el parte meteorológico. Anunciaba sus previsiones, estudiando el estado del cielo desde su estrado, con la nariz alzada, y completaba a continuación con un estado de la mar completamente inútil para todos aquellos que estaban agrupados en torno a él. Pero nadie, ni siquiera Lizbeth, se había atrevido a decirle que podía guardarse su sección. Escuchaban como en la iglesia.
– Tiempofeodeseptiembre -explicaba el pregonero, con el rostro vuelto hacia el cielo-, nodespejaráhastalasseisdelatarde,unpocomejoralatardecer,sideseansalirpuedenhacerlo,sinembargocojanunachaqueta,vientofrescoatenuándoseconelrocío.Estadodelamar,Atlántico,situacióngeneraldeldíadehoyyevolución:anticiclón1.030alsudoestedeIrlandacondorsalreforzándosesobrelaMancha.SectorcaboFinisterre,esteanoroeste5-6alnorte , de6a7alsur.Marlocalmenteagitadafuertepormarejadadeloestealnoroeste.
Decambrais sabía que la situación del mar llevaba su tiempo. Volvió la hoja para releer los dos anuncios que tenía anotados de los días precedentes:
Apieconmipajecillo(quenomeatrevoadejarencasaporqueconmimujersiempreestáholgazaneando)paraexcusarmepornohaberacudidoacenaracasadeMme.(…),que,yalosé,estáenfadadaporquenoleheprocuradolosmediosdehacersuscomprasabuenprecioparasugranfestínenhonoralanominacióndesumaridoenelpuestodelector ; peroesomedaigual.
Decambrais frunció las cejas, rebuscando de nuevo en su memoria. Estaba convencido de que este texto era una cita y que la había leído en algún lugar, un día, alguna vez, a lo largo de su vida. ¿Dónde? ¿Cuándo? Pasó al mensaje siguiente, fechado la víspera:
Talessignossonlaabundanciaextraordinariadepequeñosanimales , queseengendranenlapodredumbre , comolaspulgas , lasmoscas , lasranas , lossapos,losgusanos , lasratasysimilaresquepruebantantounagrancorrupciónenelairecomohumiditatenlatierra .
El marino había tropezado al final de la frase, pronunciando «humedtat». Decambrais había atribuido el fragmento a un texto del siglo XVII, sin mucha seguridad.
Citas de un loco, de un maniaco, eso era lo más probable. O bien de un sabihondo. O, si no, de un impotente que trataba de instaurar su poder destilando lo incomprensible, alzándose gozosamente por encima de la vulgaridad, hundiendo al hombre de la calle en su inmunda incultura. Sin duda estaba ahora en la plaza, mezclado entre el gentío, para alimentarse de las expresiones de estupefacción que provocaban los cultos mensajes que el pregonero leía con dificultad.
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