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Fred Vargas: Huye rápido, vete lejos

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Fred Vargas Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza? En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Una vez al año, durante el periodo vacacional del 11 al 16 de agosto, Joss ponía la urna en cala seca para repararla, limarla y pintarla de nuevo: de azul brillante por encima de la línea de flotación, de azul ultramar por debajo y el VientodeNoroisII pintado en negro sobre la cara delantera, con grandes letras cuidadosas, los Horarios sobre el flanco de babor y las Tarifas y Otrascondicionesaferentes a estribor. Había escuchado mucho esa palabra con motivo de su arresto y de su juicio posterior y la había asimilado con sus recuerdos. Joss consideraba que aquel «aferentes» daba cuerpo a su pregón, a pesar de que el letrado del hotel no estuviese de acuerdo. Un tipo del que no sabía muy bien qué pensar, este Hervé Decambrais. Un aristócrata sin duda alguna, con muchos aires, pero tan arruinado que tenía que subarrendar las cuatro habitaciones de su primer piso y aumentar sus pequeñas ganancias con la venta de manteles y la distribución, previo pago, de consejos psicológicos de pacotilla. Él vivía confinado en dos habitaciones del piso bajo, rodeado de pilas de libros que le comían el espacio. Hervé Decambrais había engullido millones de palabras, pero Joss no temía que aquello le produjese asfixia porque el aristócrata hablaba mucho. Tragaba y regurgitaba todo el día, una verdadera pompa, con partes complicadas, no siempre inteligibles. Damas tampoco captaba todo; aquello lo tranquilizaba sólo en parte porque Damas tampoco es que fuese una lumbrera.

Mientras desparramaba el contenido de la urna sobre la mesa para empezar a separar lo decible de lo indecible, Joss detuvo su mano encima de un sobre ancho y grueso, de un blanco marfileño. Por primera vez, se preguntó si el letrado no sería el autor de aquellos mensajes lujosos -veinte francos en el sobre- que llevaba recibiendo desde hacía tres semanas, los mensajes más desagradables de los últimos siete años. Joss desgarró el sobre, con el antepasado asomado sobre su hombro. «Cuida tus cojones, Joss, no hay sólo belleza en la cabeza del hombre.»

– Cierra la boca -dijo Joss.

Desplegó la hoja y leyó en voz baja:

Yentonces , cuandolasserpientes , murciélagos , tejonesytodoslosanimalesquevivenenlaprofundidaddelasgaleríassubterráneassalenenmasaaloscamposyabandonansuhábitatnatural:cuandolasplantasquedanfrutosylasleguminosasempiezanapudrirseyallenarsedegusanos(…).

Joss le dio la vuelta a la hoja para buscar una continuación pero el texto se detenía ahí. Sacudió la cabeza. Había desaguado muchas palabras espantadas pero aquel tipo batía todos los récords.

– Pirado -murmuró-. Rico y pirado.

Volvió a dejar la hoja y desgarró rápidamente los otros sobres.

III

Hervé Decambrais se presentó en el umbral de su puerta unos minutos antes del comienzo del pregón de las ocho y media. Se pegó al marco y esperó la llegada del bretón. Sus relaciones con el pescador estaban cargadas de silencio y hostilidad. Decambrais no llegaba a determinar el origen y las causas de aquello. Tenía tendencia a desviar la responsabilidad hacia aquel tipo rústico, tallado en granito, posiblemente violento, que había venido a perturbar el orden sutil de su existencia hacía dos años, con su caja, su urna grotesca y sus pregones que derramaban tres veces al día una tonelada de mierda indigente sobre la plaza pública. Al principio, no le había concedido importancia, convencido de que aquel tipo no aguantaría ni una semana. Pero todo aquel asunto de los pregones había funcionado de manera notable y el bretón se había hecho una clientela, llenando la sala día tras día, como quien dice; un verdadero fastidio.

Por nada en el mundo Decambrais hubiese dejado de asistir a aquel fastidio, aunque por nada en el mundo lo hubiera reconocido. Ocupaba, pues, su sitio cada mañana con un libro en la mano y escuchaba el pregón con los ojos bajos, pasando las páginas pero sin avanzar una sola línea en su lectura. Entre dos rúbricas, Joss Le Guern le lanzaba a veces una breve mirada. A Decambrais no le gustaba esa ojeada azul. Le parecía que el pregonero quería asegurarse de su presencia y que se figuraba que había terminado picando, como un vulgar pez. Porque el bretón no había hecho más que aplicar a la ciudad sus reflejos brutales de pescador, arrastrando en sus redes las oleadas de viandantes como si fuesen bancos de bacalao, igual que un verdadero profesional de la captura. Viandantes y peces eran la misma cosa en su cabeza de chorlito, prueba de esto es que los vaciaba para comerciar con sus entrañas.

Pero Decambrais estaba atrapado y era demasiado buen conocedor del alma humana para ignorarlo. Sólo aquel libro que llevaba en la mano lo distinguía aún de los otros espectadores de la plaza. ¿Acaso no sería más digno dejar aquel maldito libro y afrontar tres veces al día su condición de pescado? ¿Es decir, de ser vencido, de hombre de letras arrastrado por el grito inepto de la calle?

Joss Le Guern iba con algo de retraso aquella mañana, algo muy poco habitual en él y, a través del ángulo exterior de sus ojos bajos, Decambrais lo vio llegar apurado y colgar sólidamente la urna vacía al tronco del plátano, aquella urna de color azul chillón bautizada pretenciosamente VientodeNoroisII. Decambrais se preguntaba si el marinero tenía la cabeza en su sitio. Le hubiese gustado saber si había bautizado de aquella manera todos sus bienes, si sus sillas y sus mesas también tenían nombre. Después miró cómo Joss manipulaba la pesada tarima con sus manos de estibador, la calaba sobre la acera con tanta facilidad como si hubiese manipulado un pájaro, saltaba encima con una zancada enérgica como si se subiese a bordo de un barco y extraía las hojas de su chaqueta marinera. Una treintena de personas esperaban, dóciles, entre las cuales sobresalía Lizbeth, fiel en su puesto, con las manos en las caderas.

Lizbeth ocupaba la habitación número 3 de su casa y, a guisa de alquiler, ayudaba al buen funcionamiento de su pequeña pensión clandestina. Era una ayuda decisiva, luminosa, irreemplazable. Decambrais vivía con la aprensión de que un día un tipo le arrebatase a su magnífica Lizbeth. Aquello terminaría por llegar, inevitablemente. Grande, gorda y negra, Lizbeth resultaba visible desde lejos. No tenía ninguna esperanza, pues, de poder esconderla de los ojos del mundo. Además, Lizbeth no tenía un temperamento discreto, hablaba alto y distribuía generosamente su opinión sobre todas las cosas. Lo más grave era que la sonrisa de Lizbeth, felizmente poco frecuente, provocaba en el otro un deseo irreprimible de arrojarse entre sus brazos, de apretarse contra su gran pecho y quedarse a vivir allí toda la vida. Tenía treinta y dos años, y un día él la perdería. Por el momento, Lizbeth arengaba al pregonero.

– Arrancas con retraso, Joss -decía con el cuerpo arqueado y la cabeza alzada hacia él.

– Lo sé, Lizbeth -contestó el pregonero, jadeante-. Fueron los posos de café.

Lizbeth tenía tan sólo doce años cuando la arrancaron de un gueto negro de Detroit, para arrojarla después en un burdel de la capital francesa. Durante catorce años había aprendido la lengua sobre las aceras de la Rue de la Gaîté. Hasta que la echaron, a causa de su corpulencia, de todos los peep-show del barrio. Llevaba diez días durmiendo sobre un banco de la plaza cuando Decambrais se decidió a ir a buscarla, en una noche de lluvia fría. De las cuatro habitaciones que alquilaba en el primer piso de su vieja casa había una libre. Se la ofreció. Lizbeth había aceptado, se había desnudado en cuanto entró y se había acostado sobre la alfombra, con las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, esperando que el viejo actuase. «Hay un malentendido», había mascullado Decambrais tendiéndole su ropa. «No tengo otra cosa con que pagarle», había contestado Lizbeth volviendo a levantarse, con las piernas cruzadas. «Aquí», había continuado Decambrais con los ojos clavados en la alfombra, «no doy abasto, con la limpieza, la cena de los pensionistas, las compras, el servicio. Écheme una mano y le dejo la habitación». Lizbeth había sonreído y Decambrais casi se arroja contra su pecho. Pero se encontraba viejo y estimaba que aquella mujer tenía derecho al reposo. Lizbeth había tenido su reposo: llevaba seis años allí y él no le había conocido ningún amor. Lizbeth empezaba a recuperarse y él rezaba para que aquello durase aún un poco más.

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