Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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Se duchó, dejó su arma y sus dos móviles junto a su cama, se tumbó todavía húmedo bajo el edredón rojo, echando de menos el azul desvaído de la krusma. Oyó la puerta del vecino abrirse, y a Lucio andar en el jardín. O sea que debían de ser entre las doce y media y las dos de la madrugada. A menos que Lucio no saliera para mear sino para preparar un nuevo escondite para las cervezas. Su hija María fingiría descubrirlo al cabo de dos meses, marcando una nueva etapa en su juego infinito. Pensar en Lucio, en Charme, en el edredón azul, cualquier cosa menos ver aparecer el rostro de Zerk. Es decir su cara de bruto, sus fanfarronadas, su ira sin concesión ni reflexión. Un buen chico, una voz de ángel, decía Veyrenc, pero no era lo que sentía Adamsberg. Aun así, varios elementos hablaban a favor de Zerk: el pañuelo sucio, los pies de Highgate demasiado viejos, las botas al alcance de todos debajo de la escalera. Pero los pelos de perro se erizaban alzando otro obstáculo considerable. Y Zerk sería un perfecto asesino de cera modelada entre las manos de un Paole. Repartiéndose el trabajo, uno en casa de Vaudel, otro en Highgate. Un dúo enfermo que asociaría al patológico y poderoso Arnold Paole y al joven descentrado y amputado de padre. Hijo de nada, hijo de poco, hijo de Adamsberg. Hijo o no, Adamsberg no sentía ninguna gana de mover un dedo por Zerk.

45

Un grillo nervioso lanzó un breve chirrido de angustia desde el suelo. Adamsberg identificó la vibración de su móvil, el que estaba corroído de carcoma, y lo recogió mientras consultaba sus relojes. Entre las dos cuarenta y cinco y las cuatro quince de la madrugada. Se pasó una mano por la cara para retirar el velo de sueño, consultó el aparato, que le transmitía dos mensajes. Pasó de uno a otro, enviados por la misma persona con tres minutos de intervalo. El primero decía Por , el segundo Qos. Adamsberg llamó enseguida a Froissy. Froissy nunca protestaba cuando se la despertaba de noche. Adamsberg pensaba que ella aprovechaba para comer un poco.

– Dos mensajes que no entiendo -le dijo-. Creo que son desagradables. ¿Cuánto tiempo necesita para identificar al propietario del móvil?

– ¿Para un número desconocido? Un cuarto de hora. Diez minutos si la cosa va bien. Más treinta para llegar a la Brigada, porque aquí sólo tengo dos microordenatas. Cuarenta minutos. Díctemelo.

Adamsberg anunció el número, turbado por una sensación de urgencia. Cuarenta minutos era demasiado tiempo.

– Éste se lo puedo dar ahora mismo -dijo Froissy-. Acabé de identificarlo ayer por la tarde. Armel Louvois.

– Mierda.

– Acabo de empezar a listar sus llamadas, no llama mucho. Nada nuevo desde hace nueve días, apagó el aparato la mañana de su huida. ¿Por qué lo habrá encendido otra vez? ¿Cómo se le ocurre señalarse? ¿Le ha dejado algún mensaje?

– Me ha enviado dos textos incomprensibles.

– Texti -corrigió maquinalmente Froissy, habiendo asimilado como los demás los tics eruditos de Danglard.

– ¿Puede localizármelo?

– Si no ha vuelto a apagar, sí.

– ¿Puede hacerlo desde su casa?

– Es más arduo, pero puedo intentar conectar.

– Inténtelo y hágalo deprisa.

Ella ya había colgado. Era inútil decir a Froissy que se diera prisa, expedía los trabajos con la rapidez de una mosca.

Adamsberg se vistió, recogió la cartuchera y los dos móviles. Se dio cuenta en la escalera de que se había puesto la camiseta del revés, la etiqueta le picaba en el cuello. Ya se la pondría bien más tarde. Froissy lo llamó cuando se estaba poniendo la chaqueta.

– En la casa de Garches -anunció Froissy-. Otro aparato emite desde el mismo sitio. Desconocido. ¿Intento identificarlo?

– Sí.

– Para eso tengo que ir a la oficina. Respuesta en una hora.

Adamsberg alertó a dos equipos, calculó. Serían necesarios treinta minutos como mínimo para que el primero se reuniera en la Brigada. Más el trayecto hasta Garches. Si salía ahora mismo, estaría allí en veinte minutos. Vacilaba, todo le decía que esperara. Trampa. ¿Qué coño hacía Zerk en casa del viejo Vaudel? ¿Con otro móvil? ¿O con el otro? ¿Arnold Paole? Y en ese caso, ¿qué buscaba Zerk? Trampa. Muerte segura. Adamsberg se subió al coche, apoyó los antebrazos en el volante. No lo habían conseguido en el panteón, y lo intentaban de nuevo allí, estaba claro. No acudir era lo sabio. Releyó los dos mensajes. Por, Qos . Giró la llave de contacto, pero luego apagó. Era una evidencia, el desarrollo coherente y normal. Con los dedos en la llave, trataba de comprender por qué otra certeza le recomendaba que fuera a Garches, una certeza desprovista de motivo que cautivaba su pensamiento. Encendió los faros y arrancó.

A medio camino, después del túnel de Saint-Cloud, se detuvo en el arcén. Por, Qos. Acababa de pensar -si eso podía llamarse pensar- en el uso por Froissy del ridículo término texti. Texti que le había llevado a por en un salto de pez. Estaba casi seguro. Había visto ese por en la pantalla de su móvil. Y era cuando tecleaba texti, cuando tecleaba la palabra «sms». Sacó el teléfono, marcó las tres letras, «s», «m», «s». Primero le salió Pop, y entonces hizo pasar las combinaciones: Por Pos Qos, Sos y por fin Sms.

Sos. SOS.

SOS que Zerk no había logrado enviar correctamente. Lo había intentado una segunda vez activando el aparato a ciegas, equivocándose de nuevo. Adamsberg colocó el girofaro y reanudó el camino. Si Zerk le hubiera tendido una trampa, habría escrito palabras comprensibles. Si Zerk no había sido capaz de teclear SOS era que no estaba en situación de ver la pantalla. Por lo tanto, había tecleado a oscuras. O con la mano en el bolsillo, a tientas, para no llamar la atención. No era una trampa, era una llamada de socorro. Zerk estaba con Paole, y hacía más de treinta minutos que había enviado esos mensajes.

– ¿Danglard? -llamó Adamsberg mientras conducía-. Tengo un SOS de Zerk escrito sin ver la pantalla. El asesino lo ha llevado al lugar del crimen, donde va a suicidarlo como es debido. Fin de la historia.

– ¿El padre Germain?

– Él no, Danglard. ¿Cómo quiere que Germain sepa que era una hembra? Es lo que dijo. No rodee la casa, no entre por la puerta. Le dispararía inmediatamente. Diríjase hacia Garches, le llamo luego.

Conduciendo con una sola mano, despertó al doctor Lavoisier.

– Necesito el número de la habitación de Émile, doctor. Es urgente.

– ¿Es Adamsberg?

– Sí.

– ¿Cómo me lo demuestra? -preguntó Lavoisier como el perfecto nuevo conspirador en que se había convertido.

– Joder, doctor, que no hay tiempo.

– Ni hablar -dijo Lavoisier.

Adamsberg sintió que el bloqueo iba en serio, Lavoisier se tomaba su misión a pecho. Adamsberg le había ordenado «ningún contacto», y el hombre seguía la consigna científicamente.

– ¿Qué tal si le digo el final de lo que murmuró Retancourt al salir del coma? ¿Todavía lo recuerda?

– Perfectamente. Le escucho.

– «Y morir de placer.» [7]

– De acuerdo. Le desvío la llamada porque el hospital se negará a pasarle con Émile sin mi intervención.

– Dese prisa, doctor.

Crujidos, timbres, ultrasonidos, y la voz de Émile.

– ¿Es por Cupido? -preguntó Émile alarmado.

– Está en plena forma. Émile, dime cómo se entra en la casa de Vaudel aparte de por la puerta principal.

– Por la de atrás.

– Me refiero a otro camino. Discreto, sin llamar la atención.

– No hay.

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