Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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Adamsberg asintió. Completamente perdido. No habían pasado veinte minutos desde que había entrado en el cuarto de baño. Un hambre brutal hizo rugir su vientre.

– Si busca al chico, está en mi salón, curándose las manos.

46

El equipo de Danglard seguía a la ambulancia, el de Voisenet se encargaba de la investigación en la casa. Adamsberg había encontrado a Zerk sentado en el salón de la vecina, no más tranquilo que ante Paole, rodeado de cuatro policías arma en ristre. Tenía las manos envueltas en gruesos trapos que la señora Bourlant había sujetado con imperdibles.

– De él -dijo Adamsberg levantando a Zerk por un brazo- me encargo yo. Un antidolor, señora Bourlant, ¿tiene eso?

Le había hecho tomarse dos pastillas y lo había empujado delante de sí hasta el coche.

– Ponte el cinturón.

– No puedo -dijo Zerk enseñando las manos vendadas.

Adamsberg asintió, tiró del cinturón, lo abrochó. Zerk se dejaba hacer, mudo, traumatizado, como estúpido. Adamsberg conducía en silencio, eran casi las cinco de la madrugada, iba a amanecer. Dudaba. Limitarse al caso, técnicamente, o abordar las cosas a bocajarro. Una tercera solución, la que le sugería Danglard, era arribar con sutileza y elegancia. A la inglesa al fin y al cabo. Pero no estaba equipado para practicar ese tipo de arribada. Vagamente desanimado, un poco exhausto, dejaba ir el coche. ¿Qué más daba hablar o no hablar? ¿De qué servía y con qué objeto? Podía dejar a Zerk irse hacia su vida sin pestañear. Podía llevarlo hasta el fin del mundo sin decirle una sola palabra. Podía dejarlo allí. Torpemente, con sus manos vendadas, Zerk había sacado un cigarrillo. Ahora era incapaz de encenderlo. Adamsberg suspiró, hundió el encendedor del coche y se lo ofreció. Con una mano cogió el segundo móvil. Weill lo llamaba.

– ¿Lo despierto, comisario?

– No me he acostado.

– Yo tampoco. Nolet ha encontrado al testigo, un compañero de clase de Françoise Chevron y de Emma. Ha echado el guante a Carnot hace media hora. Se dirigía armada al piso del compañero.

– Hay noches así, Weill, en que los humanos tienen hambre. Arnold Paole ha sido detenido hace una hora. El doctor Paul Josselin. Estaba rajando a Zerk en la casa de Garches.

– ¿Algún estropicio?

– Zerk tiene las manos laceradas. Josselin está en el hospital de Garches con una bala en el vientre, no mortal.

– ¿Disparó usted?

– La vecina. Sesenta años, un metro cincuenta, cuarenta kilos y un 32.

– ¿Dónde está el chico?

– Conmigo.

– ¿Lo lleva a su casa?

– En cierto modo. No puede usar las manos, todavía no es independiente. Diga a Nolet que bloquee el domicilio de Françoise Chevron, intentarán como sea sacar a Emma Carnot del pantano y hundir en él al marido de Chevron. Dígale también que tenga a Carnot en secreto durante cuarenta y ocho horas. Ni una declaración, ni una línea. La niña va a juicio pasado mañana, y no quiero que hayan jodido a Mordent para nada.

– Evidentemente.

Zerk le pasó la colilla con expresión interrogante, y Adamsberg la apagó en el cenicero. De perfil, a la luz de la mañana que subía, como siguiendo sin voluntad ideas imprecisas, Zerk se le parecía, con su nariz aguileña y su barbilla huidiza, hasta el punto de que cabría preguntarse cómo podía ser que Weill no se hubiera fijado nunca. Josselin había asegurado que era un imbécil.

– Me fumé todos tus cigarrillos en Kiseljevo -dijo Adamsberg-. Los que habías dejado en mi casa. Todos menos uno.

– Josselin habló de Kiseljevo.

– Allí es donde murió Peter Plogojowitz en 1725. Donde se construyó el panteón de sus nueve víctimas y donde Josselin me encerró.

Adamsberg sintió una estela de frío helarle la espalda.

– Entonces era verdad -dijo Zerk.

– Sí. Tenía frío. Y cada vez que lo recuerdo vuelve el frío.

Adamsberg siguió dos kilómetros sin hablar.

– Cerró la puerta de la tumba y habló. Te imitó muy bien. «¿Sabes dónde estás, capullo?»

– ¿Se me parecía?

– Mucho. «Y todo el mundo sabrá que Adamsberg abandonó a su hijo y qué hijo era. Fuiste tú. Tú. Tú.» Era convincente.

– ¿Pensaste que era yo?

– Claro. Como el auténtico cabronazo que eras cuando fuiste a mi casa. Para pudrirme la vida. ¿No es lo que me habías prometido?

– ¿Qué hiciste en el panteón?

– Estuve asfixiándome hasta la mañana siguiente.

– ¿Quién te encontró?

– Veyrenc. Me había seguido para impedir que te atrapara. ¿Lo sabías?

Zerk miraba por la ventana, ya era de día.

– No -dijo-. ¿Adónde vamos? ¿A tu puta Brigada?

– ¿No ves que hemos dejado atrás París?

– Entonces ¿adónde vamos?

– Adonde deja de haber carretera. Al mar.

– Ah -dijo Zerk cerrando los ojos-. ¿Para qué?

– Para comer. Calentarnos al sol. Ver el agua.

– Me duele. Ese cerdo me ha hecho daño.

– No puedo darte más pastillas hasta dentro de dos horas. Intenta dormir.

Adamsberg detuvo el coche frente al mar, cuando la carretera se volvió arenosa. Sus relojes y la altura del sol indicaban más o menos las siete y media. Playa lisa, extensión desierta, ocupada por grupos de aves blancas y silenciosas.

Salió sin ruido del coche. El mar calmo y el azul intacto del cielo le parecían muy provocadores, mal adaptados a esos diez días de caos feroz. Tampoco adaptados al estado de cosas con Zerk, turbulencia, estupor que crecían como briznas de hierba atolondradas en un montón de escombros. Tendría que haber habido una tempestad salvaje en el océano y, esa mañana, un cielo brumoso en que no se distinguiera la línea del horizonte. Pero la naturaleza decide sola y, si imponía esa perfección inmóvil, él estaba dispuesto a absorberla durante una hora. De hecho, el adormecimiento lo había abandonado, se sentía completamente despierto. Se tumbó en la arena, aún fresca, apoyado en un codo. A esas horas, Vlad estaba todavía en la krusma. Revoloteando quizá por el techo de sus sueños. Marcó su número.

– Dobro jutro, Vlad.

– Dobro jutro, Adamsberg.

– ¿Dónde tienes el teléfono? Te oigo mal.

– Encima de la almohada.

– Acércatelo a la oreja.

– Ya está.

– Hvala. Di a Arandjel que la aventura de Arnold Paole se acabó esta noche. Aun así, creo que está contento, porque ha masacrado a los cinco grandes Plogojowitz. Plögener, Vaudel-Plog, Plogerstein y dos Plogan, padre e hija, en Finlandia. Y los pies de Plogodrescu. La maldición de los Paole llega a su fin y, según sus palabras, se van. Libres. En la colina de Jaichgueit, el árbol muere.

– Plog.

– Aun así quedan dos mascadores.

– Los mascadores no plantean problemas. Arandjel te dirá que basta con ponerlos boca abajo para que se hundan como una gota de mercurio hasta el fondo de la tierra.

– No tengo intención de encargarme de eso.

– Formidable -dijo Vlad sin venir a cuento.

– Díselo sin falta a Arandjel. ¿Te quedas en Kisilova para toda la eternidad?

– Me esperan mañana en una conferencia en Múnich. Vuelvo al camino recto, que, como bien sabes, no existe y, además, no es recto.

– Plog. ¿Qué quiere decir Loša sreća, Vlad?

– Significa «mala suerte».

Zerk se había sentado a unos metros de él, mirándolo pacientemente.

– Vamos al ambulatorio para tus manos -dijo Adamsberg-. Luego iremos a tomar un café.

– ¿Qué quiere decir «Plog»?

– Es como si cayera una gota de verdad -explicó Adamsberg con mímica, alzando la mano y bajándola lentamente en línea recta-. Y que cae justo en el sitio exacto -añadió hundiendo la punta del índice en la arena.

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