Fred Vargas - Un lugar incierto

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El comisario Adamsberg se halla en Londres invitado por Scotland Yard para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un hecho macabro alertará a su colega inglés: frente al antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que le conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia.

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– De acuerdo -dijo Zerk observando el agujero dejado por el dedo-. ¿Y si cae aquí o allí? -preguntó hundiendo el suyo varias veces al azar-. ¿Ya no es un plog de verdad?

– Supongo que no.

47

Adamsberg había metido una pajita en el tazón de Zerk y untado su pan con mantequilla.

– Háblame de Josselin, Zerk.

– No me llamo Zerk.

– Es el nombre de bautismo que te he dado. Date cuenta de que, para mí, sólo tienes ocho días. Eres un recién nacido llorón, nada más.

– Tú también tienes sólo ocho días, no vales mucho más.

– ¿Y cómo me llamas?

– No te llamo.

Zerk sorbió café por la pajita y sonrió con naturalidad, un poco a la manera inesperada de Vlad, ya fuera por su réplica o por el ruido que había hecho al sorber. Su madre era así, tendente a despistarse en el momento en que menos convenía. Lo cual explica por cierto que Adamsberg hubiera hecho el amor con ella junto al viejo puente del Jaussène mientras llovía. Zerk había nacido del despiste.

– No quiero interrogarte en la Brigada.

– ¿Pero me interrogas igual?

– Sí.

– Entonces te respondo como a un madero, porque para mí, desde hace veintinueve años, sólo eres eso, un madero.

– Eso es lo que soy y eso es lo que quiero: que me respondas como a un madero.

– A Josselin le tenía mucho cariño. Lo conocí en París hace cuatro años, cuando me recolocó la cabeza. Hace seis meses las cosas empezaron a cambiar.

– ¿De qué manera?

– Se puso a explicarme que, mientras no hubiera matado a mi padre yo no sería nada. Ojo, era una imagen.

– Entiendo, Zerk.

– Antes no me importaba gran cosa mi padre. Alguna vez pensaba en él, pero, hijo de madero, prefería olvidar. Me llegaban noticias de ti a veces, a través de la prensa; mi madre estaba orgullosa, yo no. Eso era todo. Pero de repente Josselin se mete en eso. Dice que tú eras la causa de todas mis desgracias, de todos mis fracasos, lo ve en mi cabeza.

– ¿Qué fracasos?

– No lo sé -dijo Zerk sorbiendo de nuevo con la pajita-. No me interesa demasiado. Quizá como tú con la bombilla de tu casa.

– Entonces ¿qué dice Josselin?

– Que tengo que enfrentarme a ti, destruirte. «Purgar», como dice él, como si yo albergara un montón de desechos en el fondo de mí y ese montón fueras tú. La idea no me gustaba mucho.

– ¿Por qué?

– No lo sé. No tenía valor para eso, toda esa purga me parecía un trabajo excesivo. Sobre todo, no sentía ese montón de desechos, no sabía dónde estaba. Josselin afirmaba que sí, que existía y que era enorme. Que si no lo quitaba acabaría pudriéndome por dentro. A fuerza de oírlo, dejé de llevarle la contraria, eso lo irritaba, y Josselin era más inteligente que yo. Yo lo escuchaba. Sesión tras sesión, empecé a creérmelo. Y al final lo creí de verdad.

– ¿Y qué decidiste hacer?

– Tirar los desechos, pero no sabía cómo. Josselin todavía no me lo había explicado. Decía que iba a ayudarme. Que iba a toparme contigo de un modo u otro. Y eso se produjo, tenía razón.

– Pues claro que la tenía, Zerk, lo había planificado todo.

– Es verdad -reconoció Zerk al cabo de un momento.

Un chico lento, pensó Adamsberg reprochándose el dar parcialmente razón a Josselin. Porque, si Zerk no tenía una mente ágil, ¿de quién era la culpa? También sus gestos eran lentos. Zerk se había tomado sólo la mitad del café, pero Adamsberg estaba igual.

– ¿Cuándo te topaste conmigo?

– Primero hubo la llamada telefónica en la noche del lunes al martes, tras el asesinato de Garches. Un tipo desconocido que me dijo que mi foto saldría en el periódico de la mañana, que sería acusado del crimen, que tenía que largarme enseguida y que no diera señal de vida. Que las cosas se arreglarían más tarde, que me avisaría.

– Mordent. Uno de mis comandantes.

– Entonces no mentía. Me dijo: «Soy amigo de tu padre, haz lo que te digo, me cago en diez». Porque yo pensaba ir a la policía a decirles que había habido un error. Pero Louis siempre me ha dicho que evite en lo posible a la pasma.

– ¿Quién es Louis?

Zerk alzó hacia Adamsberg una mirada extrañada.

– Louis. Louis Veyrenc.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-. Veyrenc.

– Está bien situado para saber de qué habla. Entonces huí y me escondí en casa de Josselin. ¿Dónde si no? Mi madre estaba en Polonia y Louis en Laubazac. Josselin me había dicho siempre que tenía la puerta abierta si lo necesitaba. Fue entonces cuando me dio el golpe de gracia. Pero yo ya estaba a punto de caramelo, eso está claro.

– ¿Cómo presentó las cosas?

– Como que era la ocasión o nunca. Me dijo que aprovechara el malentendido, que era el destino. «El destino sólo para un minuto en cada estación, súbete de un salto al tren, sólo los cretinos se quedan en el andén.»

– Buena frase.

– Sí, a mí también me lo pareció.

– Pero equivocada. ¿Y luego? ¿Te hizo ensayar la escena?

– No, pero me dijo cómo comportarme en general, cómo obligarte a ver que yo existía, a comprender que yo te podía. Dijo sobre todo que eso desencadenaría tu culpabilidad, que era obligatorio pasar por eso. «Ahora te toca a ti, Armel. Quedarás como nuevo. Adelante a toda máquina, no dudes en cargar las tintas», me dijo. Eso me gustó. «Adelante, purga, existe, es tu día.» Nunca había oído eso. Me encantaron esas tres palabras: adelante, purga, existe.

– ¿De dónde sacaste la camiseta?

– Él fue a comprármela, dijo que no resultaría convincente con mi vieja camisa. Pasé la noche en su casa, pero estaba demasiado nervioso para dormir, lo iba preparando todo mentalmente. Me había dado medicinas.

– ¿Excitantes?

– No lo sé, no lo pregunté. Una pastilla por la noche y dos por la mañana, antes de ir a verte. Ya estaba quedando como nuevo. Y el montón de desechos lo veía como si lo tuviera delante. A medida que pasaban las horas, la sensación iba aumentando. Podría haberte matado. Y tú también -añadió en un tono repentinamente casi idéntico al del Zerk gótico.

La mirada del joven se escapó. Cogió un cigarrillo, y Adamsberg se lo encendió.

– ¿Me habrías gaseado de verdad con ese puto frasco?

– ¿A ti qué te parecía que era?

– Un puto veneno.

– Ácido nitrocitramínico.

– Sí.

– Pero, aparte de eso, ¿qué parecía?

Zerk sopló el humo.

– No sé. Una muestra de perfume.

– Eso es lo que era.

– No te creo -susurró Zerk-. Lo dices porque ahora te da vergüenza. Estabas en tu despacho. No creo que guardes muestras de perfume en tu despacho.

– Me encerraste olvidando que los maderos tenemos ganzúa. Fui a buscar la muestra al cuarto de baño. El ácido nitrocitramínico no existe. Puedes comprobarlo.

– Joder -dijo Zerk aspirando café.

– Lo que sí es verdad, en cambio, es que no hay que meterse tanto la pistola en el pantalón.

– Lo entiendo.

– ¿Tienes sarna, tuberculosis, un solo riñón?

– No. Tuve tiña una vez.

– Sigue.

– El gato bajo las cajas me distrajo. O el viejo con su historia del brazo. Tuve un bajón de repente, como si se me hubiera pasado la moña. Estaba un poco hasta las pelotas de gritar. Pero quería gritar de todos modos. Quería gritar hasta que cayeras de rodillas, hasta que me suplicaras. Josselin me había dicho que, si no gritaba, estaba perdido. Que, si no te tumbaba, estaba perdido. Que me quedaría para toda la vida con mi montón de desechos. Y es verdad que estaba bien después, no me arrepentía.

– Pero acabaste pillado.

– Sí, joder, como el gato bajo las cajas. Esperé un desmentido de lo del ADN. U otra llamada del tipo desconocido. Pero nada.

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