Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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Fue después que los teatrales y triunfantes acordes del Magnificat de Dyson llegaron a su complicado término cuando comenzó a notarse una sensación de intranquilidad en el ambiente. Por lo pronto los muchachos parecían más inquietos que de costumbre; se rascaban las orejas, miraban en todas direcciones, cuchicheaban entre ellos y dejaban caer sus libros hasta tal punto que ni siquiera los mayores, imbuidos de la prerrogativa de aguijonearlos ferozmente desde atrás cuando su comportamiento dejaba que desear, lograban restaurar el orden. Además, al que estaba leyendo el evangelio se le cayó el señalador del libro y tardó algunos minutos en encontrar la página perdida. Finalmente resultó que, por alguna razón desconocida hasta el presente, el celador había olvidado repartir las copias de la antífona entre los hombres. Fue así como al comienzo del Nunc Dimittis, el maestro de coro mandó a uno de los muchachos para que fuera en su busca. Y el recadero dejó pasmada a la concurrencia al volver con las manos vacías y caer desmayado en mitad del Gloria. Sobrevino una pequeña confusión. Entre dos hombres sacaron al niño de la capilla y, dejándolo al cuidado del portero, volvieron apresuradamente con las copias necesarias al final de la Colecta.

Durante un rato todo fue bien. La antífona -el Expectans Expectavi de Charles Wood- pasó sin incidentes, lo mismo que las oraciones que precedían al himno final (esa tarde no habría sermón). El orden parecía restablecido.

… En Himnos Antiguos y Modernos Número Quinientos Sesenta y Tres, en Cánticos de Alabanza…

El coro aguardó a que el órgano les diera el tono. Pero el tono no vino.

Por fin el maestro de coro, hombre grueso de aspecto autoritario, conjuró la situación dando una nota y una señal que sirvieron para que el himno comenzara. El capellán, el presidente y la plana de profesores en pleno miraban intrigados hacia el coro. De soslayo Nigel vio que Fen abandonaba su sitio y salía de la capilla. Sin vacilar, lo siguió, encontrándolo cuando entraba en la sacristía por la puerta exterior y encendía la luz. En su semblante vio Nigel una expresión de ira y angustia tan desusada en él que alarmaba e impresionaba a la vez.

En la sacristía no había nadie. Fen fue directamente hacia la pequeña arcada de la derecha, de donde partía la escalerilla de hierro que llegaba al coro. Nigel pisándole los talones, pugnando en vano por desechar desagradables evocaciones de John Kettenburgh… «Había dientes y huesos, y gran número de ellos parecían rotos…» La escalera estaba oscura, fría, trepaba por un pozo de piedra húmeda, y en una oportunidad Nigel no pudo resistir el impulso de mirar atrás.

Llegaron al coro. Se parecía a otros muchos. Había allí fotografías y estantes con piezas de música y libros de himnos, una vieja poltrona donde pasar los ratos de ocio, un calentador primus que Donald solía utilizar para hacerse un poco de té durante los más prolongados sermones del presidente.

Nigel nunca sabría qué otra cosa había esperado ver. Lo que vio fue a Donald Fellowes, caído de bruces sobre el taburete, con la garganta abierta de oreja a oreja, y cerca, en el suelo, un cuchillo manchado de sangre.

Miradas retrospectivamente, las horas subsiguientes tuvieron para Nigel las proporciones e inconsecuencia de una pesadilla. Recordaba a Fen que decía en tono de azoramiento impropio de él: «¡Cómo iba a saber! ¡Dios me asista, cómo iba a saber!»; recordaba las palabras de la Bendición, que ascendían de la quietud infinita, «La Gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios, y en compañía del Espíritu Santo…»: se escuchó a sí mismo murmurar sin poder evitar un temblor, «¿Puede haber hecho esto una mujer?», y la respuesta dura, pero abstracta de Fen: «Tenía que suceder.»

Después hubo que despedir a los miembros del coro cuando volvieron a la sacristía, notificar a las autoridades del colegio, ahuyentar a los curiosos inoportunos, llamar a la policía. A Fen le faltó tiempo para interrogar al chiquillo que se había desmayado durante el Gloria. Su historia era incoherente, pero a la larga pudieron extraer los hechos principales. Había entrado en la sacristía por el fondo de la capilla, encontrándola a oscuras, la llave de la luz estaba junto a la puerta que daba al exterior. Se disponía a cruzar la sacristía y encenderla cuando oyó un movimiento ahogado en la oscuridad y alguien, o algo, le había susurrado al oído una invitación a acercarse y darle la mano, cosa que se sintió muy poco inclinado a hacer. Por un momento permaneció inmóvil, paralizado de terror, después volvió corriendo a la capilla, y a partir de ese momento no recordaba nada. Interrogado sobre si la voz había sido de hombre o de mujer respondió cuerdamente que cuando alguien susurra es imposible identificar la voz, y añadió que a su juicio no era ni de uno ni de otra. Fen, que había recuperado en parte la normalidad, se marchó resoplando de fastidio y quejándose de la influencia de M.R. James sobre la adolescencia.

El inspector, el forense y la ambulancia llegaron en breve plazo, seguidos de cerca por sir Richard Freeman, que hizo una aparición apocalíptica, surgiendo de la nada con gran disgusto del inspector. Los primeros pasos de la indagación arrojaron un saldo insignificante; Nigel recordaba que Fen les mostró manchas rojas, tenues, pero inconfundibles, en una copia del Preludio Respighi que estaba abierto sobre el órgano, pero en ese momento no captó su significado; recordaba también un comentario casual, desatinado, sobre que era raro que Donald hubiese preparado ese registro para el himno final. Aun prescindiendo de la evidencia del forense, era fácil establecer la hora de la muerte; había sido entre la antífona y el himno final, es decir aproximadamente entre las 6 y 35 y las 6 y 45. El inspector quiso saber cómo era posible que nadie hubiese oído ruido de lucha, pero Nigel, que en sus días de estudiante había visitado a menudo el coro, le explicó que aun estando justo debajo se lograba oír muy poco, lo que quedó demostrado mediante sencillo experimento.

En cuanto al arma, tampoco hubo dificultades para determinar su procedencia. Pertenecía al equipo de la cocina, situada cerca de la capilla, y era del tipo común, de hoja delgada y afilada. En la cocina no había habido nadie desde las cinco y media, y en el cuchillo no encontraron más impresiones que unas viejas pertenecientes a alguien de la servidumbre. En la escalera de hierro había algunas huellas de zapatos con suela de goma, pero como Fen y Nigel las habían borrado parcialmente al subir, era imposible sacar conclusiones valederas sobre su tipo o tamaño; en la sacristía, aparte de algunas marcas borrosas hechas por alguien con guantes, no había nada. Fen revolvió el coro del suelo al techo en fútil búsqueda y después preguntó al inspector:

– ¿Cuándo retiró la vigilancia del cuarto de Fellowes?

– Esta tarde, a las cuatro y media.

– Entonces -dijo Gervase- sin duda también lo habrán registrado - (Quaeram dum inveniam!, pensó Nigel). Como en seguida comprobaron, estaban en lo cierto, pero tampoco allí encontraron nada que pudiera ser de utilidad.

Interrogaron al portero sobre la presencia de extraños en el colegio esa tarde. El hombre no había visto a nadie, pero destacó el hecho de que media docena de entradas laterales por las que cualquiera podía haber entrado sin ser visto. A continuación congregaron en el vestíbulo a los profesores y alumnos que estaban en el colegio y no habían ido a la capilla, y les preguntaron si habían visto a algún desconocido entre las cinco y las siete, también con resultado negativo. Tantos contratiempos principiaban a minar la resistencia del inspector; sir Richard optó por guardar un silencio sombrío; y Fen, aunque siguiendo las alternativas con atención relativa, parecía poco interesado por el desenlace.

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