Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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El caso de la mosca dorada: краткое содержание, описание и аннотация

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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Camino del teatro en compañía de Nigel y sir Richard, Fen dijo:

– La última vez que estuve en ese teatro juré no volver. Y sin embargo, allá voy. A propósito -añadió a Nigel-, confío en que mi amigo el actor llegue a tiempo. Me gustaría presentarle a Helen antes de la función.

Nigel se limitó a asentir en silencio; estaba demasiado emocionado para hablar.

– Y -siguió diciendo Fen en tono más bajo a sir Richard- supongo que está todo listo, ¿no?

– El inspector y su gente llegarán con bastante anticipación. Ahora hay algunos hombres, por supuesto, mezclados entre el público. Siento -añadió Richard distraído- que tenga que estropearse la noche con esto.

– Dios sabe que nadie lo siente más que yo -dijo Fen-, pero no había forma de evitarlo. En realidad no veo por qué tiene que impedir que disfrutemos del espectáculo.

Sir Richard lo miró con curiosidad. Después se encogió de hombros.

– A mí por cierto no me lo impedirá -afirmó resueltamente.

– Podrían decirme de que se trata, ¿no les parece? -pidió Nigel.

– Después de la función -le explicó Fen- convocaremos una pequeña reunión y habrá un arresto. Sin barullo, por supuesto, una vez pasada la excitación del estreno. Sólo estarán presentes los principales interesados.

– ¡Ah! -Nigel quedó silencioso un instante. Después agregó-: Me parece una lástima.

– Rebanarle la garganta a un ser humano y matar a otro de un tiro también lo es -replicó Fen ásperamente. Siguieron andando sin hablar.

– ¡Dios, qué gentío! -exclamó Nigel cuando tuvieron el teatro a la vista-. Supongo -dijo a Fen entrando en sospechas de pronto- que habrá traído las entradas.

Fen hurgó en sus bolsillos y una expresión compungida se le pintó en el rostro.

– ¡Si seré distraído! -dijo por fin-. Las dejé sobre el escritorio.

Nigel soltó un gemido.

– En efecto -terció sir Richard tranquilamente-. Y de ahí las tomé yo. Tu memoria y tus opiniones sobre Charles Churchill han dejado de merecerme confianza. Vamos, Gervase, por favor no te enfades.

Se abrieron paso por entre la multitud, Fen saludando alegremente con la mano a amigos y conocidos. Nigel se asombró al ver la extraordinaria cantidad de gente que parecía conocer. Con no poca dificultad localizaron al Actor Eminente, a quien Fen condujo sin más trámites a los camerinos para ver a Helen. Nigel y sir Richard, creyendo que el momento exigía discreción, optaron por abrirse camino hasta sus asientos a través de un mar de impermeables, pies y programas.

El Actor Eminente se mostró discreto, simpático y formal.

– Es una crueldad de nuestra parte molestarla en estos momentos -dijo a Helen-. Yo al menos me pongo fuera de mí en ocasiones semejantes -sonrió. Helen, ligeramente sonrojada, admitió que estaba nerviosa y dijo algunas trivialidades. Fen deambuló por el camerino.

Sonó un golpe en la puerta. «¡Cinco minutos!», anunció jadeante el traspunte; después por el corredor, lo siguió una serie de ecos: «¡Cinco minutos!»

– ¡Dios! -exclamó el Actor Eminente-, debemos irnos. Por amor del cielo, quítate eso de la cara, Gervase. No, hombre no te frotes con el pañuelo; primero tienes que ponerte crema. ¡Así! Ahora límpiate con esa toalla.

Fen, cariacontecido después del reproche, se limitó a gruñir.

– En realidad no corre ninguna prisa -dijo Helen-. Con toda esa gente lo más probable es que empecemos tarde, y no salgo hasta el segundo acto.

– De todos modos -insistió el Actor Eminente- creo que debemos irnos. Veré el primer acto por Robert, y los otros dos por usted. ¡Buena suerte!

En la sala, las candilejas estaban encendidas, bañando el borde del telón con un resplandor blanquecino. Tras despedirse del Actor Eminente con el comentario: «Recuerda aquella vez que tiraste a Cumber del Cuarto Inferior al lago», Fen se unió a sir Richard. El primero, mirando alrededor, descubrió al inspector, vestido de civil y acompañado de dos colegas de aspecto patibulario, algunas filas más atrás. Sheila McGaw estaba en un palco; Nicholas y su rubia dos filas delante; Robert y sus amigos en primera fila. Entre bastidores los actores que aparecían en el primer acto abandonaban sus camerinos. El apuntador estaba en su sitio.

Jane echó un último vistazo profesional al decorado. «¡Luces!», dijo. Una serie de clics y focos y reflectores bañaron de luz la escena. Los actores ocuparon sus respectivas posiciones «¡Las luces de la sala!» La sala quedó en tinieblas; cerraron las puertas: necesaria protección contra «colados», rezagados y otras pestes; la charla murió. Clive, asaltado repentinamente por la convicción de que faltaba algo, salió corriendo del escenario para volver al instante con un periódico, que de nuevo en su sitio abrió y se puso a hojear sin mayor interés: «¡Telón!» El dedo de Jane oprimió un botón. Y con un suave susurro insinuante el telón se alzó para dar comienzo al primer acto de Metromania.

Desde el primer momento nadie dudó de que iba a ser un éxito. Nigel, con ese recelo interior nacido de su ascendencia escocesa, había tenido sus dudas, pero no debería haberse preocupado. El auditorio esperaba mucho de Robert y literalmente lo tuvo; de la compañía, sin embargo, no esperaba gran cosa, y por eso mismo fue tanto más agradable la sorpresa. Hasta Sheila tuvo que admitir que nunca habían trabajado en tal armonía. La sincronización, la intriga, los mutis, todo fue perfecto. Fue una representación que ninguno del reparto olvidaría. Desde el principio supieron que estaban trabajando bien juntos, y el de esa noche era el mejor auditorio que un artista podía pedir. A medida que transcurría la obra, los que no estaban en escena permanecían inmóviles entre bastidores, sin atreverse casi a hablar por miedo de quebrar el hechizo. Rachel, de más está decirlo fue la heroína de la noche. Recorría el escenario con soltura graciosa, natural, controlando y enfocando exquisitamente toda la estructura alrededor de su personaje; los demás, aunque reconociéndose dependientes, vivían empero y se movían por derecho propio, y a los cinco minutos de haber aparecido Helen en escena, Nigel habría gritado de emoción. Era sin reservas la representación de esas que sólo hay una entre un millón; al final de la noche, el crecimiento gradual de la tensión dejó a todos, actores y público, en idéntico estado de agotamiento mental.

Pero era como si la misma obra fuera la responsable del triunfo. Siguiendo su trama, Nigel quedó maravillado ante aquella revelación de un genio único y particular. En el primer acto podría haber sido sólo una comedia ingeniosa y excéntrica, de no ser por la extraordinaria naturalidad con que cada personaje insinuaba su personalidad en la comprensión del auditorio. El segundo acto era a la vez más serio e imponente. Había menos risa franca y cierto desasosiego se iba apoderando de los espectadores. Los mismos personajes del primer acto, sin perder su identidad, abandonaban un poco la vena humorística para tornarse un poco más abiertamente grotescos. No se trataba de que evolucionasen personalmente; era que mostraban más y más de su verdadero yo. El último acto transcurría en una semipenumbra, a la sombra de un desastre físico inminente. Ahora todos menos Helen y Rachel parecían haber degenerado en títeres y autómatas monstruosos, pronunciaban palabras que eran parodia escalofriante de su ego interior. Todo eso se lograba sin efectos impresionistas, dentro del marco de una obra ostensiblemente naturalista. Pero al mismo tiempo que los demás iban perdiendo identidad y dejaban de ser personajes para convertirse en meras sombras parlantes, Helen y Rachel resaltaban más y más como seres reales. Al final fue como si una ráfaga repentina disipase las sombras, dejando a esos dos personajes solos en escena. Sugiriendo una súbita tragedia personal, insinuada con delicadeza y emotividad, la pieza terminaba.

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