Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– Yo mismo lo echaré esta noche, después del servicio -anunció, guardándoselo en un bolsillo.

– ¿No ha pensado -preguntó Nigel- que dando al asesino la oportunidad de escapar puede estar poniendo en peligro la vida de inocentes?

Fen pareció presa de súbita inquietud.

– Lo sé -dijo-. Lo he pensado. Pero no creo que esa persona vuelva a matar. Dime -añadió en seguida, deseoso de abandonar el tema desagradable-, ¿todavía no tienes idea de quién fue?

– Me pasé la noche entera aplicando el clásico método de confeccionar una lista de horas y, como suponía, no encontré un solo rayo de luz que me iluminara. De todos modos, la mitad de lo que puse en la lista son suposiciones, no probadas o imposibles de demostrar, de manera que mal podía esperar resultados positivos -sacando una hoja de papel se la mostró a Fen-. Ahora le toca a usted, en su papel de gran detective, leerla, señalar una línea con el dedo y decir: «Esto lo aclara todo.»

– Aunque te parezca mentira, así es -dijo Fen-, y no tengo la culpa si eres tan obtuso que no lo ves. Tengo una lista parecida, con algunas cosas subrayadas y varios comentarios al margen. Léela de nuevo, muchacho. ¡Y no me digas que no lo ves!

– Pues no, no lo veo -dijo Nigel, tratando de perforar el papel con la mirada. Decía:

A partir de las 6. Robert, Rachel, Donald y Nicholas en el bar de Mace and Sceptre; Yseut en el Brasenose College; Helen en su casa; Sheila y Jean en sus habitaciones (las tres últimas sin confirmar).

6,25. Donald, Nicholas salen del M. and S., llegan al colegio a las

6,30 aproximadamente, hora en que también Rachel sale para el cine (destino sin confirmar).

6,45 aproximadamente. Helen llega al teatro.

7,10 aproximadamente, Yseut sale del B.C.

7,35-40 Yseut llega al M. and S., hace una llamada telefónica.

7,45 Helen sigue en el teatro. Donald y Nicholas cruzan al cuarto que queda frente al de Donald.

7,50 aproximadamente. Robert sale del M. and S. rumbo al colegio (sin confirmar).

7,54. Yseut llega al colegio.

7,55. Helen abandona el escenario.

8,05. Robert llega al colegio.

8,21 aproximadamente. Robert baja al lavabo.

8,24. Suena el disparo.

8,25. Yseut aparece muerta.

8,45. Helen vuelve al teatro.

Jean y Sheila dicen haber estado toda la noche en sus habitaciones (sin confirmar).

Rachel dice que estuvo en el cine hasta las 9 (sin confirmar).

Donald y Nicholas afirman haberse quedado en el cuarto de enfrente desde las 7,45 (sin confirmar).

– No veo de qué puede servir todo esto -dijo por fin Nigel-. La mitad de las afirmaciones son falsas.

– Lo son, sin duda -respondió Fen amablemente-. Pero ¡qué delatores resultan todos esos «sin confirmar»! Gritan un nombre, Nigel -agregó dándole una palmadita condescendiente en el hombro-. Y, hablando de todo un poco, ¿por qué has incluido a Helen? ¿No sospecharás de ella, supongo?

– Claro está que no, la puse para hacer bulto. De lo contrario hubiese sido una lista muy pobre. Mire, Fen, no quiero saber quién fue, pero le agradecería que me dijera que no fue Helen.

Fen sonrió.

– No, claro que no fue Helen.

– Casualmente acabo de pedirle que se case conmigo.

Fen pareció lleno de júbilo.

– ¡Mi querido muchacho! -exclamó-. ¡Qué estupendo! Debemos festejarlo, pero no ahora -añadió mirando a disgusto el reloj-. Ya es hora de ir a la capilla -recogió una sobrepelliz de una silla-. Esto -dijo poniéndosela al brazo mientras salían- me hace el efecto de una mortaja.

Al entrar en la capilla, Nigel tuvo la placentera sensación de quien regresa a un lugar recordado con la certeza de que no ha sufrido alteración. En conjunto siempre se había sentido inclinado a convenir con el viejo Wilkes que la restauración estaba bien hecha. El lugar tenía cierto aspecto limpio, acabado, sin dar la impresión de demasiado nuevo, y por fortuna no estaba impregnado de ese tenue vaho de muerte que suele percibirse en los templos viejos. Dos vidrios de las ventanas, si bien no del tipo que suele atraer a expertos de todos los rincones del país, resultaban agradables a la vista, y el órgano, un instrumento nuevo instalado siete años antes en el coro, en el lado del presbiterio que daba al norte, tenía sencillos tubos dorados muy bien dispuestos en un bonito dibujo geométrico. El organista -y el medio de acceso al coro, una escalinata de hierro que nacía en la sacristía- quedaba oculto tras un enorme tabique de madera calada (para ver lo que ocurría al lado se valía de un gran espejo); y ahora del instrumento escapaba una de esas improvisaciones vagas y soporíferas que los organistas parecen considerar el límite de sus responsabilidades antes del comienzo del servicio en sí.

Fen se alejó rumbo a los bancos reservados para los profesores, y Nigel buscó sitio cerca del coro. Esa noche había poca gente en la capilla. El presidente paseaba por la concurrencia una mirada grave; había un corto número de estudiantes y gente de paso. Al poco rato entraron el capellán y los miembros del coro, y el organista ejecutó una fugaz serie pirotécnica de modulaciones hasta tomar la clave del primer himno y después enmudeció. Anuncio. Primera línea de Richrnond. Después el hermoso himno de Samuel Johnson:

«Ciudad de Dios, cuan lejos

se extienden tus muros sublimes…»

Por una vez Nigel no se sintió conmovido ante lo que consideraba uno de los mejores exponentes de poesía sacra en el idioma inglés. Mientras sostenía en la mano el libro abierto, haciendo ruidos convencionales con la garganta y abriendo y cerrando la boca en forma rítmica, pero improbable (mientras uno de los más pequeños del coro lo contemplaba con una mezcla de espanto y fascinación), sus pensamientos volvían a los acontecimientos de los días anteriores. ¿Quién había matado a Yseut Haskell? Robert Warner aparecía como el candidato más probable, pero costaba decir cómo había podido hacerlo. ¿Acaso fraguando el suicidio antes de cometer el crimen? Pero no, era absurdo; únicamente hipnotizada se habría prestado Yseut a ese juego. Pensó, mientras el doctor ilustraba su tesis demostrando la vanidad de los embates del oleaje bravío, si habría sabido quién la mataba, y entonces comprendió que, en el doloroso instante postrero, tenía que haber visto a su asesino. Esas quemaduras de pólvora…, habían disparado a quemarropa, alcanzándola en plena frente…

«Mis muy amados hermanos, dicen las Escrituras…» Nigel se apresuró a correr con el pie la almohadilla y se dejó caer de hinojos al tiempo que echaba un vistazo al sitio que ocupaba Fen. Pero el profesor parecía preocupado. Los bancos de los profesores estaban ingeniosamente dispuestos, de manera que nadie de fuera podía ver si estaban arrodillados o no, con el resultado de que la mayoría habían contraído el hábito perezoso e irreverente de desmoronarse sobre los reclinatorios que tenían delante durante las oraciones. El viejo Wilkes, a poca distancia, parecía caído en estado de coma. Nigel recordó la historia que les había contado la noche de aquel viernes fatal (¿sólo habían pasado dos días? Pero parecían dos años) y miró instintivamente hacia la antecámara donde John Kettenburgh, campeón demasiado militante de la fe reformada, había hallado la muerte a manos de Richard Pegwell y sus secuaces. Cave ne exeat… «No perturbes a su fantasma…» Nigel desechó estas vacuas reflexiones para admirar en cambio el canto del salmo, y la maestría con que estaba modulado; tenía ese toque de refinamiento, ese alargar, acortar o corromper las vocales que es prerrogativa de todo buen coro. Los muchachos lo hacían bien; el celador ni siquiera evidenciaba esa tendencia harto común de ejercer su autoridad a gritos. Aquí, sintió Nigel, Donald estaba en su elemento; fuera era incompetente, ineficaz en sus cosas, torpe en sus relaciones; pero aquí tenía indiscutible dominio.

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