Donald y Jean anduvieron un rato en silencio, un silencio incómodo para ambas partes. Por fin él dijo:
– Aparentemente me he portado como el perfecto estúpido. Primero con esa chica; después diciendo una serie de mentiras a cuál más tonta sobre lo que hacía en el momento del crimen. Pero tú sabes por qué las dije, ¿verdad?
La mirada de Jean rebosaba ternura.
– Sí -dijo-, creo que lo sé. Pero en realidad no era necesario.
– Jean, ¿entonces tú no…?
– Querido, sinceramente es intolerable que pienses eso. ¿Qué motivos podía tener?
– Supongo que me dejé llevar por la imaginación. Fue una estupidez. Estos últimos meses he estado fuera de mis cabales y tú lo sabes.
– ¿Realmente estabas enamorado de Yseut, Donald? -preguntó ella, suavemente.
– No -Donald titubeó-. Es decir…, creo que no. Creo que su brutalidad me tenía fascinado. Por más Helenas que haya en el mundo, los hombres seguirán corriendo detrás de vendedoras de tienda. ¿Sabe? Dadas las circunstancias, supongo que soy un descarado al decirlo, pero creo…, creo que estoy enamorado de ti.
– Oh, Donald, qué bueno eres.
– No, no soy nada bueno, soy un ser despreciable.
– Yo también me siento así. Si al menos hubiera tenido un poco de sentido común, habría comprendido que no era más que una atracción pasajera. Ahora -el rostro se le nubló- ya es tarde.
Donald parecía incómodo; con expresión embotada removió una hoja caída con la contera del bastón.
– No -dijo lentamente-, no creo que sea tarde. ¿No ves cómo su muerte lo ha arreglado todo? A nosotros nos ha unido otra vez, lo mismo que a Rachel y a Robert; ahora hasta se respira mejor, y aparentemente no hay nadie que no haya salido ganando.
– Alguien la mató -observó Jean, en tono sombrío-. Alguien, pero ¿quién?
– Diga lo que diga Fen, para mí se suicidó; y tengo entendido que la policía piensa lo mismo. Ojalá no se equivoquen. ¡Qué alivio inmenso sería, si todo terminase así!
– Por desgracia Fen sabe lo que hace -objetó Jean-. Enloquece pensar que tiene la última palabra; no querría que colgaran a nadie por esto. ¿Sabes que quiso hacerme decir…?
Donald le disparó una mirada rápida.
– ¿Hacerte decir qué?
La muchacha respondió con cautela.
– Lo que ya sabes.
Donald asintió, luego se detuvo y, volviéndose a mirarla, apoyó las manos en los hombros de la joven.
– Jean -dijo-, lo he decidido. En cuanto terminen las clases voy a ingresar como voluntario en la Real Fuerza Aérea. De cualquier forma parece albergar a la mayoría de los organistas que hay en el país. Para entonces tú también habrás terminado, y…, bueno, cuando me destinen, ¿querrías casarte conmigo?
Jean se echó a reír: una carcajada breve, de felicidad.
– Oh Donald, será hermoso. Yo…, yo dejaré el teatro y cuidaré de la casa para ti. Creo que en el fondo eso es lo que he querido hacer siempre -lo miró un momento, con lágrimas en los ojos. Después se besaron.
En alguna parte, a través de las brumas del hechizo, un reloj dio la hora. Donald saltó como si lo hubieran pinchado.
– Dios -dijo-. Maitines dentro de un cuarto de hora -la tomó de la mano-. Vamos, querida. Tengo que pensar en un servicio coral completo para nuestra boda: ¡«Que el Brillante Serafín» para el motete, y contrataré al coro de la Catedral de St. Paul para que lo cante!
– Últimamente la gente parece casarse por cualquier motivo -decía Nicholas a la rubia que lo acompañaba-. Las razones aducidas por la Iglesia de Cristo sobre la tierra son ahora, merced al avance de la ciencia, burdamente inadecuadas. Me agrada, sin embargo, observar cómo han decaído las normas de la Iglesia. Originalmente la continencia absoluta era la norma de virtud por excelencia, y el matrimonio su derogación. Ahora el matrimonio es la norma de virtud, y el amor extramatrimonial su derogación. Hoy por hoy nadie toma en serio la imputación de debilidad contenida en las palabras «aquellos que no poseen el don de la continencia» -Nicholas suspiró-. Es una verdadera lástima que en nuestros días nadie admire la castidad; hasta la Iglesia ha terminado, mal que bien, por abandonarla, junto con el Servicio de Conminación y otras partes inconvenientes e incómodas de sus ritos -sonrió con displicencia-. Claro que el matrimonio tiene sus ventajas: por lo pronto elimina el tedioso y anafrodisíaco proceso de hacer la corte.
– Bah, no te hagas el inteligente, Nick -dijo la rubia, fastidiada.
– Por el contrario; trata de bajar mi conversación a un nivel que te resultase comprensible. ¿Otra copa?
– No, gracias -la rubia cruzó sus bien formadas piernas y se arregló con cuidado la falda-. Háblame del crimen. Quiero saber hasta el último detalle.
Nicholas resopló impaciente.
– Estoy harto del crimen -dijo-. No quiero oír una sola palabra más al respecto mientras viva.
– Pero yo sí -porfió la rubia-. ¿Saben quién la mató?
– Fen cree saberlo -respondió Nicholas malhumorado- Reconozco que otras veces ha estado en lo cierto, pero no creo en la infalibilidad de los detectives.
La rubia fue enfática en su comentario.
– Si dice que lo sabe, puedes estar seguro de que es así. He seguido de cerca los otros casos en que intervino, y hasta ahora nunca se equivocó.
– Bueno, si lo sabe, confío sinceramente en que se lo calle.
– ¿Es decir que no quieres que atrapen al asesino? Bonito sería -protestó la rubia, indignada- que la gente pudiera andar matando mujeres a su antojo sin que les hicieran nada.
– Con algunas mujeres -observó Nicholas en tono severo- parece ser la única solución.
– ¿Quién crees que habrá sido?
– ¿A mí me lo preguntas? Hija, lo ignoro. Supongo que hasta puedo haber sido yo mismo, en un momento de aberración mental.
La rubia pareció alarmada.
– No, por favor -dijo temerosa.
– Muchas personas tenían razones suficientes para hacerlo, y los hechos parecen acusar a media ciudad, en una u otra forma. Jean Whitelegge se apoderó del revólver, el anillo que encontraron en el cadáver era de Sheila McGaw; Donald, Robert Warner y yo estábamos cerca cuando la mataron, y Helen y Rachel no tienen coartadas. Me inclino por Helen. Ella tenía el único móvil válido: dinero. Y Fen anda corriendo tras ella con los ojos desorbitados y la lengua fuera. Siempre se deshace en amabilidad con sus asesinos, antes de desenmascararlos. Sí, creo que Helen es el candidato más lógico; pertenece a esa clase de seres sentimentales, ignorantes, capaces de hacer algo tan primitivo como matar.
– Huelo a uvas verdes -observó la rubia con astucia desusada-. Últimamente ha salido mucho con ese periodista buen mozo, ¿no?
Nicholas esbozó una mueca de desdén.
– Bueno -dijo-, si ese es tu concepto de belleza masculina…
– Está bien, Mefistófeles -lo interrumpió ella de buen talante, ya sabemos que todo lo que se aparta de tu infernal encanto byroniano es anatema. Ahora, si me invitas, te acepto otra copa. Pienso sacarte mi peso en oro esta mañana.
Nicholas se levantó de mala gana.
– A veces -dijo- desearía que los comentarios de Timón sobre Firnia y Timandra hubiesen sido un poco más sutiles y un poco menos abiertamente ofensivos. ¡Vendrían tan bien en ciertas ocasiones!
Robert y Rachel paseaban lentamente por Addison's Walk, con la clara y suave belleza afeminada del Magdalen por marco.
– ¿Nervioso por lo de mañana? -preguntó Rachel.
– Nervioso exactamente, no; excitado. Creo que va a ser una buena representación. Los muchachos están estupendos, y tú, querida, eres un regalo del cielo para cualquier director.
– Gracias, señor -respondió ella con un mohín.
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