Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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– Depende -dijo Nigel, lentamente-. ¿Le parece probable que el asesino vuelva a salir a escena?

– ¿Que cometa otro crimen, quieres decir? Lo dudo, aunque hace un momento usé esa probabilidad como carnada.

– Entonces -sugirió Nigel, súbitamente inspirado-, creo que le convendría leer el Tasso de Goethe. Detalle más, detalle menos, es un estudio de hasta dónde puede llegar el temperamento artístico en defensa de la sociedad.

– Mi querido Nigel, plantea el problema, pero en ningún momento llega a solucionarlo, ni por aproximación. Tú me conoces, sabes que me inclino a adoptar la actitud prosaica en el sentido de que eso del temperamento artístico es una falacia. Tantos grandes artistas se han pasado sin él, o más bien tuvieron la astucia suficiente para satisfacer sus tendencias más allá del bien y el mal, sin despertar la ira de la sociedad. Con harta frecuencia el temperamento artístico no es más que una excusa para la falta de responsabilidad: vide la recientemente desaparecida Yseut. Una «falda» -añadió solemnemente-; en el sentido más amplio de la palabra.

– Mi querido Gervase, si por fuerza tiene que usar esos espantosos americanismos, por amor del cielo úselos correctamente. ¿Por qué no lee a Mencken? «Una falda» es un vulgarismo que se aplica a cualquier clase de mujer.

Fen pareció considerar ese pensamiento; pero cuando habló fue para decir:

– Creo que lo que sugerí a Helen sería lo mejor; una breve y sucinta advertencia para poner distancia de por medio. El problema estriba en que aquí, en Oxford, todos somos tan endiabladamente inteligentes -agregó irritado-. El hecho del crimen, que despierta un instinto inmediato de autoconservación en los no sofisticados, tiene que penetrar hasta nuestra alma animal a través de una gruesa barrera de sofismas; aparentemente en el caso entre manos todavía no lo ha logrado: simplemente rebotó y volvió a su lugar primitivo. Sin embargo, un crimen sigue siendo un crimen, a pesar de todo: no hay vuelta que darle. Orar y meditar parece ser el único recurso que me queda; ¡qué fastidio tener conciencia! ¡Y pensar que hace unos días pedía alguna muerte linda, limpia, sin complicaciones! ¿Sabes qué sostiene unido a este caso, Nigel? El sexo: la bestia suelta. He ahí la raíz y el origen de todo. Reducido a su esencia, es la copulación de los monos en el Corral de Wilkes.

– ¿Quiere decir -preguntó Nigel- que esto ha ocurrido porque lo tomaron demasiado en serio?

– No -respondió Fen-, por rara ironía, ocurrió porque alguien no lo tomaba tan en serio como debía.

– Creí que no consideraba el sexo entre los móviles capaces de conducir a un crimen.

– Y no lo considero. Pero igualmente está en la raíz de este asunto. Te lo explicaré más adelante, Nigel; cualquiera que sea el desenlace, lo sabrás. Y no quiera Dios -añadió en tono más ligero- que cubramos este fastidioso episodio con un pesado manto de simbolismo moral. La bestia suelta es un recurso poético; en la práctica no existe.

Llegaron al hotel en silencio, y Fen fue directamente a la conserjería. El conserje, hombre delgado, entrado en años, de aspecto competente, lo recibió con una sonrisa.

– Y bien, señor -preguntó-, ¿qué tal marcha esa investigación, si se puede saber?

– Ah -dijo-, creo que tal vez puede ayudarme, Ridley. Y a propósito, ¿cómo lo supo? Imagino que los periodistas -lanzó una mirada despectiva a Nigel- se enteraron por fin.

– Está todo en los diarios de la mañana -respondió el conserje, señalando el periódico que tenía delante-, es decir, no dan más que los hechos. El local trae más detalles, pero en concreto nada -su voz adquirió un matiz desdeñoso-. Claro que fue terrible, una muchacha tan joven; aunque se ve que era toda una Jezabel, si el profesor me perdona el atrevimiento.

A Fen pareció interesarle la referencia bíblica.

– Dígame, Ridley -preguntó-, ¿qué le parece? Si matan a una persona poco recomendable, ¿merece el asesino eludir el castigo?

El hombre meditó un momento.

– Me parece que no, señor. Hay otros medios para tratar con personas poco recomendables, aparte del asesinato.

Fen se volvió hacia Nigel.

– ¿Has visto? -dijo.

– Entonces, señor, ¿debo entender que fue asesinato y no suicidio? -quiso saber el conserje.

– Eso justamente es lo que estamos tratando de establecer -dijo Fen, sin comprometerse-, y ahí acaso pueda ayudarnos. La muchacha estuvo aquí anoche, ¿no es así?

– En efecto, señor. Entre las ocho menos veinticinco y las menos veinte. Me pidió la guía de teléfonos de Londres, hizo una llamada desde una de esas cabinas y en seguida se marchó.

¿No notó si llevaba alguna joya?

– Mire, señor, es raro que me pregunte eso, porque precisamente mientras buscaba el número la estuve mirando y me llamó la atención las pocas joyas que llevan las mujeres hoy en día, en comparación con hace treinta años. Ni anillo, ni collar, ni pulsera, ni siquiera un prendedor.

– ¿Está seguro?

– Completamente, señor. Me fijé particularmente.

– Y eso -dijo Fen, cuando él y Nigel se alejaban- descarta definitivamente la posibilidad de que la misma Yseut fuera quien se apoderó del anillo. Y, de paso, cierra el caso.

– Todo basado en la intuición.

Fen pareció incómodo.

– Bueno -dijo con cautela-, no exactamente. Esta vez casi no fue necesario usar la intuición. Tuviste en tu mano todos los hechos de que dispuse yo. Es más, algunos los supiste de boca de los propios interesados; esos hechos te dan todo lo que necesitas. Sinceramente, ¿vas a decirme que todavía no ves la verdad?

Nigel negó con la cabeza.

– No veo absolutamente nada -confesó-. Espero la resurrección; hasta entonces sigo en las más negras tinieblas.

Fen le disparó una mirada severa.

– Esa profesión ignominiosa que ejerces -dijo- te ha entumecido el cerebro, que, aunque mediocre, algo prometía. De cualquier forma, basta por hoy. Nos veremos mañana en la capilla. Tengo que corregir una pila de papeles impresionante, además de escribir mis notas y preparar una conferencia sobre William Dunbar, mort à Flodden -fue hasta la puerta, se volvió y agitó una mano alegremente-. Concéntrate -gritó-. A la larga lo descubrirás -al segundo siguiente había desaparecido.

12

VIÑETAS

Ninguna otra vida, dijo, vale un céntimo

Pues el matrimonio es tan fácil y tan limpio.

Chaucer.

El sábado por la tarde, después del ensayo, el teatro quedó en poder de dos técnicos. La compañía todavía no había terminado de cambiarse y quitarse el maquillaje, cuando ya estaban demoliendo los decorados viejos. La mañana del domingo vio nacer los nuevos, gracias a los esfuerzos mancomunados del escenógrafo, el decorador, la directora de escena y los electricistas, en tanto actrices y actores disfrutaban del placer de quedarse largas horas en la cama, leían o paseaban o bebían según las predilecciones de cada uno, o por rara excepción repasaban sus parlamentos para el ensayo con trajes que tendría lugar a última hora de la tarde. Era un interludio de calma antes del esfuerzo final, antes de que ese esfuerzo culminara el lunes por la noche, y antes de otra culminación más seria y menos agradable.

Donald y Jean paseaban por el parque de la universidad. A la lluvia del día anterior había seguido un sol otoñal destemplado, pero reconfortante. Las campanas estaban calladas, pero en las iglesias y capillas de Oxford los devotos comenzaban a prepararse para el culto de Dios de distintas maneras, que abarcaban desde el bronce pulido del Ejército de Salvación hasta el incienso y las casullas de High Church, pasando por una serie de complicaciones y un poco absurdas variaciones doctrinales. Oxford conserva algunos vestigios reminiscentes del hecho de que en un tiempo fue uno de los centros cristianos de Europa. Los niños de los coros andan por las calles muy ufanos con sus túnicas y gorros cuadrados; los organistas meditan en secreto sobre el registro (que sus admiradores suponen espontáneo) que piensan usar para acompañar los salmos; los becados elegidos para leer el evangelio van de un lado a otro tratando de averiguar la pronunciación correcta de los más abstrusos nombres hebreos; los clérigos repasan breves sermones intelectuales; los rectores se preparan a rendir tributo a la divinidad.

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