Edmund Crispin - El caso de la mosca dorada

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Una joven y temperamental actriz, a quien la totalidad de su compañía teatral detesta, muere asesinada en Oxford, en extrañas circunstancias, durante los ensayosde una nueva obra. Afortunadamente para la policía el crimen ocurre en la propia Facultad donde Gervase y Fen, hombre de letras y detective aficionado, imparte su enseñanza.
Edmund Crispin se mueve, en EL CASO DE LA MOSCA DORADA, dentro de las características de la novela policiaca inglesa para relatar una historiaen la que también aparecen concomitancias con un antiguo relato de fantasmas.
Esta novela es la primera en la que aparece Gervase Fen, excéntrico detective aficionado, profesor de Inglés y Literatura en St Christopher's College, supuestamente basado en el profesor de Oxford W.E. Moore. El libro contiene abundantes alusiones literarias que van desde la antigüedad clásica a mediados del siglo 20.

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De regreso del teléfono, Fen se dejó caer en la butaca contigua.

– Era sir Richard -susurró- para comunicarme el punto de vista oficial. Al parecer se han decidido por el suicidio en forma más o menos definitiva. Aunque no se lo dije, para mí eso significa una responsabilidad bastante molesta.

– A propósito -dijo Nigel-, ¿cuál fue el resultado de la autopsia?

– Exactamente el que preveíamos. Nada nuevo.

– Hum -dijo Nigel-. ¿Y ahora?

– Ahora seguimos hacia adelante y aclaramos las cosas hasta donde se pueda. Después, Dios dirá. Creo que tendré que hablar a puertas cerradas con el profesor de filosofía ética, a fin de determinar cuál es el mejor método de acción que debemos seguir. Nigel, ¿qué personaje es ese que pasa por el fondo del escenario?

– Es un operario.

– Ah. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del profesor de filosofía ética. Pero cómo habré hecho para llegar a hablar de él. Ese hombre no tiene el menor sentido de la responsabilidad. Estoy convencido de que es bígamo.

Nigel suspiró.

– Gervase -dijo- ha vuelto a perder el hilo. Le había preguntado qué pensaba hacer ahora.

– Ah, sí. Bueno, primero veré a esa chica Whitelegge, después tengo que llamar a un amigo que estuvo en la Secretaría de la Liga de las Naciones, y por último volveré a hablar con el conserje del Mace and Sceptre. A propósito, ¿te dije que la policía ha estado investigando los movimientos de Yseut en las horas previas a su llegada al colegio? Nada importante. Esa tarde escribió varias cartas, tomó el té en su cuarto, fue a visitar a un joven del Brazenose College, hizo una llamada telefónica, que no ha sido posible identificar, desde el Mace and Sceptre -le pidió una guía de Londres al conserje, dicho sea de paso, y por eso quiero verlo- y después parece que fue directamente al colegio.

– ¿Y eso sirve de ayuda?

– No mucho. En realidad en este asunto hay un espacio en blanco que confío en poder llenar, aunque no sé cómo. Si al menos te hubieras quedado en vez de irte de juerga a Londres -añadió levemente indignado-, habrías podido ayudarme.

– ¡Cómo iba a saber que se cometería un crimen!

– Creí que tenías indicios, indicios de asesinato. Pero pasemos a otra cosa. Ese hombre que se acaba de caer por una escalera, ¿es parte de la obra?

Nigel aguzó el oído un momento.

– No -dijo después.

La puerta de la izquierda de la sala se abrió, dando paso a Helen, que fue en línea recta hacia ellos.

– Unos minutos de descanso -dijo-. Dios, no sé mis parlamentos de este acto. ¿Vinieron por pasar el rato o esperan encontrar una pista viéndonos a todos juntos?

– Simple ociosidad -respondió Fen-. ¿Se pone nerviosa cuando se acerca un estreno?

– Me entra un miedo espantoso -confesó la joven-. Generalmente las noches de estreno son malas de por sí, pero ésta amenaza alcanzar las proporciones de desastre nacional. La mitad de los empresarios, críticos y directores de Londres vendrán y todos, por supuesto, tratarán de captar hasta el menor defecto. De no ser porque Robert ejerce sobre nosotros una especie de control remoto de hierro, seríamos un manojo de nervios en el escenario.

– ¿Le serviría de algo -preguntó Fen- que invitase a mi amigo…? -y nombró a un actor tan célebre que Helen abrió los ojos desmesuradamente-. Si mal no recuerdo, anda buscando pareja para su nueva producción, y puedo hacer que sólo tenga ojos para usted. Además tengo cierto dominio sobre él. Fuimos compañeros de colegio, y él hacía travesuras vergonzosas.

– ¿Podría invitarlo? -dijo Helen, esforzándose por guardar calma-. Estaré aterrada, pero tarde o temprano hay que pasar por esos trances.

– Lo haré comparecer -afirmó Fen, solemnemente-, so pena de hacer revelaciones terribles. Y ahora, dígame, ¿está Jean Whitelegge en el teatro?

– Ya tendría que haber llegado, aunque sé que avisó que hoy vendría tarde. Probablemente está en el cuarto del apuntador; bajando esa escalera que hay a la izquierda de la entrada de artistas -Helen lanzó una mirada al escenario-. ¡Dios, mi entrada! -se marchó a escape por donde había venido, para reaparecer momentos después en el escenario, diciendo-: No puedo encontrarlo en ninguna parte. Busqué por todos lados, debajo de…, debajo de… -hizo chasquear los dedos en dirección a la concha del apuntador-. ¿Y bien? -preguntó, pero la ayuda no vino.

Robert bajó irritado por la pasarela.

– ¿No hay nadie que apunte? -dijo-. ¡Jane! ¡Jane, querida!

Un ruido sordo, un revoloteo de papeles brotó de la concha del apuntador, hacia donde convergían las miradas reprobatorias de todos los del escenario.

– Debajo del suelo, en el techo…

– Sí, querida -dijo Robert-. Sigue el libreto, por favor. De lo contrario perdemos tanto tiempo…

Jane hizo una aparición fugaz.

– Lo siento, querido -se disculpó-, pero en esta escena apunta Michael, porque tengo que cuidar del altavoz -siguió el rumor de una discusión áspera entre bastidores.

Bueno, uno u otro lo mismo da -dijo por fin Robert-, con tal que haya alguien. Vamos, adelante. Desde donde paramos -el ensayo se reanudó.

Fen se puso de pie, trabajosamente.

– Voy a buscar a esa damita Jean Whitelegge -anunció en tono feroz.

– ¿Lo acompaño? -ofreció Nigel.

– No, gracias, Nigel. Será un abordaje delicado y confidencial. Totalmente opuesto a tu temperamento abierto, franco y atlético -Nigel lo despidió con una mirada furibunda.

Fen terminó por localizar a Jean sola en uno de los camerinos, leyendo una copia de Metromania sin prestarle mucha atención. Mientras se daba a conocer, Fen notó que la joven era presa de viva aflicción. La examinó con la curiosidad y detenimiento que merecía el eslabón final de la cadena de motivos y pasiones que había conducido al asesinato de Yseut, encontrándola vulgar, aunque no del todo carente de atractivos; tranquila, pero de ningún modo débil de carácter; competente y, sospechó, un poco fanática por el arte. De su pelo castaño, tomado en rizos suaves detrás de las orejas, la luz de la mañana arrancaba reflejos pálidos; tenía la boca pintada con esmero, y llevaba un sencillo vestido azul hecho para satisfacer las necesidades de quien sabe que su figura no necesita disfraces. Fen se tomó un momento para admirar la elegancia natural, fresca, de la joven, y para desear mentalmente que pudiera encarrilar su vida en algo más útil que las tareas mecánicas en un teatro.

– Deberá perdonar que la moleste -dijo-, especialmente teniendo en cuenta que, según creo, el inspector estuvo acosándola esta mañana -cautelosamente asumió una pose de superioridad intelectual-. Pero, entre nosotros, no creo que ese hombre vea mucho más allá de sus narices. Además estas cosas despiertan en mí una curiosidad insaciable. Como con Webster, la muerte se posesiona de mí -hizo la alusión deliberadamente, y esperó con interés la reacción que pudiera provocar.

Jean sonrió.

– El cráneo bajo la piel -dijo-. Yo también soy un poco morbosa -de pronto su voz trasuntó recelo-. Pregunte lo que quiera.

– En primer lugar, ¿tomó el revólver de las habitaciones del capitán Graham?

Fen creyó ver un relámpago de alivio en los ojos de la joven.

– Sí -reconoció-. Volví con la intención de pedírselo prestado, y al ver que se había acostado…, bueno, se me ocurrió tomarlo directamente. Pensaba avisarle, por supuesto, pero estos días he estado tan ocupada que por una razón u otra siempre lo iba dejando para después.

– ¿Y lo tomó, supongo, para utilizarlo en Metromania?

Jean asintió con énfasis.

– En efecto. En el último acto hay un revólver. Teníamos algunos, claro, pero fueron a parar a la ayuda bélica, y nos dijeron que podíamos pedir uno prestado a la policía.

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