La entrada de Fen en el pequeño recinto amenazó desbordarlo; hasta la sibila que atendía el mostrador pareció intimidada por su exuberante presencia. Fen hizo el pedido en forma profana e iconoclástica.
– Cuando era celador -contó- solía tener grandes dificultades…, con las tabernas, quiero decir. Invariablemente encontraba in fraganti a mis alumnos más brillantes y nada me habría gustado más que sentarme con ellos a hablar de literatura. Entonces iba solamente cuando no podía evitarlo, entraba con expresión solemne y me hacía el distraído. Cuando le tocaba el turno a otro celador, averiguaba su itinerario y llamaba a mis mejores amigos para ponerlos sobre aviso. Lástima que era un procedimiento completamente ilegal -suspiró.
– ¡Buen pillo habrá sido! -comentó Nigel, granjeándose el mudo reproche del profesor.
Sheila McGaw y Nicholas estaban en un rincón, el segundo empeñado en rizarle la cresta al loro.
– Si trata de morderte -dijo Sheila, comedida-, no retires la mano; eso le enardece -Nicholas pasó momentos de verdadera agonía, después retiró el dedo y se lo quedó contemplando contrito.
– Eso -dijo secamente- es una falacia.
Fen fue hasta ellos.
– Ah, Barclay -dijo-. Me gustaría intercambiar unas palabras con usted, si es posible -sonrió cordialmente a Sheila, que acto seguido se encaminó al mostrador, donde estaban Robert y Rachel. En el silencio incómodo que siguió se oyó la voz de Donald Fellowes, discutiendo una técnica orquestal en otra parte del recinto.
– ¡Qué lástima! -se quejó Fen-. Se ha hecho el silencio de golpe. Y no quiero que nuestra conversación sea tan pública -apostrofando al loro en francés consiguió hacerlo atacar el Die Lorelei; como resultado la conversación subió inmediatamente de tono. Por encima del murmullo general, Fen preguntó-: ¿Fue a verlo el inspector esa mañana?
– No -respondió Nicholas-, por suerte. Seguramente quedó satisfecho con mi declaración de anoche. ¿Cómo marchan las cosas?
Fen lo miró con curiosidad un momento.
– Tan bien como era de esperar -contestó-. Dígame una cosa, ¿está absolutamente seguro de que usted ni Donald abandonaron ese cuarto anoche?
– … Die schönste Jungfran sitzet dort obren wunderbar -decía el loro en tono sentido; hizo una pausa y soltó un jadeo estentóreo antes de pasar a la estrofa siguiente.
Nicholas abrió los brazos en ademán de derrota.
– Maestro -dijo-, me ha descubierto. ¿Cómo lo adivinó?
– Lo adiviné -Fen no quiso dar explicaciones-. Supongo que fue Donald el que salió…, después de correr las cortinas.
Nicholas no ocultó un sobresalto.
– Y eso ¿cómo lo supo?
– Una simple conjetura. Creo que cuando se acercó a la ventana vio a alguien conocido fuera y salió a hablar con él. Hay algunos detalles para los que no cabe otra explicación.
– Pues sí, tiene razón. El y la otra persona estuvieron conversando en la curva del corredor que da al patio. No creo que ese tonto de obrero lo haya notado. De todas maneras Donald volvió a los dos minutos. No hay ninguna razón para suponer que uno de ellos tuvo algo que ver con el crimen.
– ¿Entonces sabe quién era esa otra persona? -preguntó Fen, suavemente.
Nicholas apretó los labios.
– No -dijo.
Sin embargo, aun cuando en ese momento no lo supiera, diría que Fellowes le reveló su identidad al volver.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Era natural. A menos… -Fen se interrumpió-…, a menos que por supuesto supiera que se había cometido un crimen, y quisiese encubrir al otro.
Nicholas palideció.
– Ignoro quién era esa otra persona -repitió lentamente y con énfasis.
Fen se levantó con un gruñido ininteligible.
– No puedo decir que me haya sido de ayuda, pero felizmente eso no tiene importancia. Ya hay evidencias suficientes para colgar al culpable, cuya identidad acaso usted conozca. Le aseguro que si deseo catalogar y encasillar bien las cosas es por un motivo puramente personal, para mi propia satisfacción, aunque claro que no puedo esperar que usted se pliegue a mis deseos -Nicholas lanzó una mirada en dirección a Donald-. Está bien -añadió Fen, con ironía- le daré tiempo suficiente para que se ponga de acuerdo con Fellowes antes de interrogarlo. Los tontos resultan presa demasiado fácil si no se les da una pequeña ventaja -su mirada se tornó dura.
– …Und das hat mit ibrem Singer die Lorelei getan -concluyó el loro con un chillido de triunfo, y quedó silencioso.
Fen se volvió hacia Nicholas.
– Dígame -preguntó-, ¿qué opina sobre la ética del crimen?
Nicholas lo miró en silencio un instante.
– Pues verá -dijo al fin-. Creo que matar es una necesidad ineludible del mundo en que vivimos, este mundo abominable, sentimental, dominado por las multitudes, de prensa barata y mentalidades más baratas todavía, donde cualquier imbécil quiere hacerse oír, y donde se tolera a los locos, donde las ratas agonizan, y el intelecto es objeto de burlas, donde cualquier triste vendedor de baratijas sabe lo que quiere y lo que piensa. Nuestra moralidad y nuestra democracia nos han enseñado a soportar alegremente a los tontos, y el resultado es que ahora hay un excedente de tontos sueltos. Cada tonto que muere es en sí un adelanto, y al diablo con la humanidad y la virtud y la caridad y tolerancia cristianas.
Fen insistió.
– El típico fascista -dijo-. A usted el Julius Vander de The Professor le habrá encantado. Los hechos, al margen de su relativo salvajismo, pueden ser correctos; la conclusión, por fortuna, es falsa. Lo que usted necesita -añadió sin perder la calma- es un poco de educación elemental. Creo que le sería de mucha utilidad -sonrió dulcemente y se marchó.
Fen estudió a Sheila McGaw con curiosidad mientras depositaba el vaso sobre la mesa y tomaba asiento a su lado. A primera vista no se le daba un año menos de treinta. Su rostro pálido, anguloso mostraba algunas arrugas; tenía la voz enronquecida por el exceso de tabaco, y tosía con frecuencia. Sólo al rato de estar con ella se veía que en realidad era mucho más joven: apenas veintidós o veintitrés años. Ligeros ademanes, una especie de suavidad subyacente en las facciones, y pequeños amaneramientos al hablar y en los gestos traicionaban su verdadera edad. «Más vulnerable de lo que parece», pensó Fen, mirándola.
La muchacha le ofreció un cigarrillo diciendo:
– ¿Y bien? ¿Algo más sobre el crimen?
Fen asintió.
– En cierto modo. Lo que quería era confirmar eso del anillo.
– Ah, eso. Imagino que me coloca a la cabeza de los sospechosos. Junto con el hecho de haber tenido un móvil. Y de que no tengo coartada -despidió el humo por la nariz, afinada, de fosas prominentes, en dos chorros cónicos.
– ¿Cómo es eso de que no tiene coartada?
– Estuve en mi cuarto leyendo toda la noche. La policía hizo la brillante deducción de que pude haber salido y entrado sin que nadie me viera.
Fen suspiró.
– En ese caso hay una falta de coartadas casi absoluta. Móviles hay a granel, pero cortadas no, y además, según el inspector, estamos frente a un crimen imposible.
– ¿Quiere decir que fue un suicidio?
– Por supuesto que no, de eso estoy seguro. Es un ejemplo de ironía dramática demasiado perfecto para ser real.
La muchacha asintió; después dijo:
– Si la policía cree que es un suicidio, ¿le perece correcto desmentirla? Suicidio o asesinato, igualmente fue una bendición.
– Por lo que veo esa joven no hizo otra cosa que sembrar odio a su alrededor -murmuró Fen-. A veces me pregunto si, en lo que a ella se refiere, todos ustedes no habrán perdido su sentido de la proporción.
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