Veintitrés veces levantaron el telón. A la quinta apareció Robert, de la mano de Helen y Rachel. Hubo flores por millares. A la decimoquinta vez Robert habló.
– Supongo -dijo- que no querrán oírme hablar más esta noche. Simplemente quiero decir «gracias» por haber sido un público tan comprensivo, y expresar de todo corazón mi agradecimiento a la compañía y a los técnicos de este teatro por haber intentado (y logrado en forma admirable) la hercúlea tarea de montar una obra nueva en el breve plazo de una semana. Si algún aplauso merece la labor de esta noche, que sea para ellos.
Los «bravos» se renovaron. Tuvieron que saludar ocho veces más antes de que los dejaran irse. Había sido una noche gloriosa.
Y fue entonces cuando Nigel, con súbito estremecimiento premonitorio, recordó lo que faltaba.
Lo leyó en el cambio de expresión de los ojos de Fen, en la mirada de entendimiento que cambiaron sir Richard y el inspector al salir. Vio que este último se acercaba por turno a Sheila McGaw y a Nicholas Barclay y les decía algo en voz baja. La excitación de la noche murió demasiado pronto, y una vaga depresión ocupó su lugar. Claro que el ambiente seguía conmovido. Cuando entró en el camerino de Helen, por ejemplo, encontró que el Actor Eminente se le había anticipado, y que ya había hecho su oferta de un contrato en Londres. Pero, aunque sinceramente complacido, en el fondo no podía regocijarse, con aquella otra cosa que le oprimía el pecho, y con alivio vio partir al resto de la compañía, charlando y riendo, a comer un bocado antes de la fiesta planeada para celebrar el acontecimiento, cuando el teatro quedó sumido en un silencio vacío e incongruente. Dejó que Helen terminara de vestirse y fue al bar.
Fen, sir Richard, el inspector y Nicholas ya estaban allí. Los demás fueron llegando por turno. Robert estaba ojeroso, agotado; Nicholas pálido y callado como nunca; Jean insignificante, privada repentinamente de color y personalidad. Nigel creyó ver una especie de terror animal en las pupilas de Sheila. Helen y Rachel fueron las últimas en llegar, la segunda serena y evidentemente distraída, Helen aún bajo los efectos de la emoción. Fue hasta Nigel y se tomó de su mano. Así estuvieron un rato en silencio, un silencio intensificado por los pequeños ruidos que llegaban de improviso de otras partes del teatro, entre las ruinas y los fantasmales despojos de una noche sin precedentes, aguardando a que levantaran el telón y el último acto de otra obra comenzase.
– No saben cuánto lamento -comenzó Gervase Fen- tener que cerrar una noche para mí inolvidable -dirigió una leve inclinación a Robert, que le devolvió una sonrisa cansada- con un broche tan desagradable. Pero creo que todos -se corrigió-, que algunos se alegrarán quizá de ver aclarado por fin el misterio de este crimen. Explicar las razones que nos han decidido a proceder sería de pésimo gusto. Pero permítanme decirles que personalmente lamento mucho tener que intervenir en el asunto. Para cualquiera que tenga un poco de sensibilidad e imaginación -esbozó una sonrisa amarga-, esta ocasión dista mucho de ser un halago. Más bien es una victoria dolorosa -se interrumpió.
Y entonces, inesperadamente, Nigel captó el hecho cardinal que desde hacía tanto venía buscando en vano. Después llegó a la conclusión de que, de no mediar la fuerte tensión mental que acababa de soportar, jamás lo habría descubierto. Pero en cuanto lo captó, las demás piezas se colocaron automáticamente en el sitio correcto; todas señalando a una persona; todas deletreando el nombre familiar…
De pronto Helen se aferró a su brazo, con tanta fuerza que le hizo daño.
– Nigel -susurró-. ¿Dónde está Jean?
Miró hacia atrás. Jean Whitelegge había desaparecido.
Confundido, trató de seguir lo que decía Fen.
– … Finalmente creo conveniente añadir que todas las salidas están custodiadas, y que no hay ni la más remota posibilidad de que alguien escape -calló, aparentemente perdido-. Tal vez, inspector, si quiere…
Retrocedió con un ademán resignado. Una rara expresión de desaliento y cansancio le nubló el semblante. El, el inspector y sir Richard miraban a alguien que estaba en el rincón, junto a la puerta.
Y al seguir sus miradas Nigel vio que esa persona esgrimía en la mano una pequeña automática chata, fea, como de juguete.
– Que nadie se mueva -dijo Robert Warner.
A la sacudida inicial siguió una inmensa oleada de alivio, de regocijo casi. «Y ahora», pensó Nigel estúpidamente, «viene la parte en que, después que la policía fracasa en su intento de atrapar al asesino, doy un salto y lo desarmo a puño limpio ante los ojos fascinados de mi amada. Sin embargo», añadió para sí, «no pienso hacer nada de eso». Esperó interesado a ver qué ocurría a continuación, y al segundo siguiente se recriminaba por consentir esos pensamientos. Oprimió la mano de Helen con más fuerza.
– No seas tonto, Warner -dijo sir Richard, calmosamente-, mucho me temo que no puedas escapar.
– Tendré que correr el riesgo -contestó Robert-. Este mutis melodramático es de pésimo gusto, pero lamento no poder evitarlo -se volvió hacia Fen-. Gracias por haberme dejado vivir esta noche -dijo-. Fue muy considerado de su parte. Posiblemente, si algún día comparezco ante la justicia, pueda escribir la sucesora de Metromania que tengo en proyecto -la voz destilaba amargura-. Aunque lo dudo -retrocedió en dirección a la puerta-. No sería conveniente que me retrasase aquí para explicarles mi conducta con miras a justificarla. Pero por si nunca tengo oportunidad de hacerlo, lamento de todo corazón haber tenido que hacer lo que hice, no por mí, sino porque Yseut no era más que una pobre oveja descarriada y porque contra Donald no tenía absolutamente nada. Para beneficio de la posteridad, que quede constancia de que reconozco haber obrado como un imbécil. Y -alzó la cabeza, no en ademán de arrogancia, sino de confianza justificada- creo que la posteridad se interesará por todo lo relacionado con mi persona.
Miró a Rachel.
– Y tú, querida. Lamento tener que… aplazar nuestras nupcias. No podré hacer de ti una mujer honesta -sonrió apenas, y su voz denotó ternura-. Y ahora -retrocediendo otro paso- los dejó. Y les advierto que si alguien (cualquiera) intenta seguirme, dispararé sin vacilar -los envolvió a todos en una mirada rápida y salió.
Parecieron transcurrir siglos antes de que alguien se moviera; en realidad apenas fueron segundos. El inspector, revólver en mano, salió corriendo por la escalera, con Nigel, Fen y sir Richard pisándole los talones. El vestíbulo estaba vacío, pero entraron en la sala a tiempo para ver a Robert trepando al escenario delante del telón. Se volvió al oírlos entrar y alzó la pistola. Un ruido ensordecedor pareció taladrar los tímpanos de Nigel. Robert soltó el revólver, y llevándose una mano a la pierna herida cayó doblado en dos como una muñeca rota. Mientras corrían hacia él vieron que aun en medio del espantoso dolor que debía de sentir tanteaba el suelo en busca de sus gafas, que yacían rotas poco más allá. Espectáculo grotesco, terriblemente patético.
Pero también vieron otra cosa. Hubo un movimiento arriba, en la arcada del proscenio, y alzando la vista vieron que el telón de seguridad caía con la velocidad de una guillotina hacia el lugar donde yacía Robert, cegado y herido. No obstante saber que no llegaría a tiempo, Nigel echó a correr hacia la puerta que daba al escenario. Y mientras subía los escalones de dos en dos, con la sangre golpeándole en los oídos, oyó el estrépito escalofriante que pareció sacudir al edificio hasta los cimientos. De un salto llegó a la galería de electricistas, e hizo girar la llave. El telón subió nuevamente, mientras los demás cruzaban el foso de la orquesta en dirección a la figura tendida, inmóvil.
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