Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– Lo primero fueron los cristales.

– ¿Qué cristales?

– Los cristales de la ventanilla del BMW -dijo Deering-. Los viste cuando fuiste al garaje.

Helen asintió, recordando la parte trasera del coche, sin las alfombrillas. Los trozos de cristal que había bajo los asientos y en la parte de atrás, brillando sobre el metal oscuro.

– Había muchos en el coche, pero ninguno en la calzada. Lo comprobé.

– No te sigo. ¿No debería estar todo el cristal en el interior del coche de todos modos? Sin duda, caería hacia dentro.

– La gran mayoría sí, claro, pero, aun así, sería de esperar que unos cuantos fragmentos hubieran caído en la calzada. Leí el informe inicial y lo comprobé varias veces. Hablé con el primer agente que acudió a la escena y con el investigador de tráfico después de que volviese. No había cristales.

– A lo mejor los dispersaron los coches que pasaban o había pasado un limpiador.

– Es posible.

– Puede que el agente de tráfico no fuese muy cuidadoso.

Deering ladeó la cabeza, admitiendo también esa posibilidad, pero parecía impaciente por seguir.

– Puede, pero el investigador de tráfico sí lo fue, que es por lo que también me preocupaba la velocidad.

– ¿Qué tiene eso que ver?

– Tomó todas las medidas necesarias, comprobó los patrones de frenada y demás, y pudo calcular la velocidad exacta de cada uno de los coches en el momento del accidente. Curiosamente, la respuesta es que no iban muy rápido.

– ¿Y?

– Treinta kilómetros por hora, como máximo, cuando se supone que el BMW estaba intentando escapar, a una hora de la noche en la que había muy poco tráfico en las calles.

– Estaba lloviendo bastante.

Deering meneó la cabeza.

– De hecho, el único momento en que el BMW alcanzó una velocidad decente después de los disparos, fue cuando giró hacia la parada de autobús.

Ahora Helen estaba completamente confusa.

– ¿Qué tiene eso de raro? ¿Tú no acelerarías si alguien te estuviese disparando?

– Sí, bueno, ese es el tema -dijo Deering.

El efecto de lo que había dicho, o su expresión mientras hablaba, debió de quedarle claro al ver la cara de Helen. De repente parecía preocupado, y levantó su taza.

– Deja que te traiga otro.

Helen negó con la cabeza, ansiosa por oírlo.

– Vale… Bueno, te dije que extrajimos las balas. Una del paso de rueda y una de la parte de abajo de la puerta opuesta, ¿no? Del treinta y ocho, como creíamos.

Helen asintió.

– Pero no estaban donde debían.

– ¿Dónde debían estar?

– El Cavalier no levanta tanto del suelo. Quiero decir que podría haber tenido sentido si el BMW fuese uno de esos modelos bajos, deportivos, o si hubiesen disparado desde un coche más alto, un todoterreno grande o algo, pero los ángulos no eran los correctos.

– ¿Los ángulos de los disparos?

– Exacto. Mira, dispararon así -se echó hacia delante y estiró un brazo hacia ella, colocando dos dedos como si fuesen el cañón de una pistola. Vio la cara de Helen y bajó el brazo, avergonzado-. Espera, mira esto -corrió a coger su maletín, que había dejado junto a la puerta, y sacó una serie de impresiones por ordenador-. Tienen un programa que puede trazar la trayectoria de las balas basándose en las alturas relativas de cada vehículo -le pasó las hojas y señaló-. Puedes seguir el recorrido de cada bala. ¿Ves? Ningún punto de impacto está donde debería estar.

Helen examinó las hojas, intentando asimilar lo que le estaba diciendo.

– ¿No se habría modificado la trayectoria de las balas de todas formas al impactar contra el cristal? -Era lo mejor que se le ocurría-. Eso podría explicar por qué acabaron donde estaban.

– La primera bala, puede -dijo Deering, como si ya hubiese pensado en ello-, pero la segunda bala no tendría que atravesar ningún cristal. No tiene nada que ver con el cristal. Se trata de desde dónde se dispararon las balas. Y cuándo se dispararon.

Helen se quedó mirando las hojas mientras Deering se levantaba y se dirigía a la parte de atrás del sofá.

Señaló.

– Así…

Helen levantó la vista y miró fijamente a Roger Deering, y el pánico que había sentido en el cuarto de baño hacía apenas un momento le pareció un recuerdo distante. Fue sustituido por algo más profundo y más desesperado; una idea terrible que iba atenazándola más fuerte a cada segundo.

– Has dicho «cuándo» -su voz era un susurro.

– Los disparos se produjeron antes -dijo Deering-. No sé exactamente cuándo, pero sin duda antes del accidente. Los disparó alguien de pie desde fuera, con el coche parado.

– ¿Me estás diciendo que todo fue un montaje? Que lo que pasó…

Él levantó las manos.

– No te estoy diciendo nada. Sólo lo que he descubierto, nada más.

– Fue un accidente.

Deering parecía incómodo, como si hubiesen superado los límites de su pericia.

– No la clase de accidente que creíamos, no.

– Estás diciendo que todo esto se hizo para ocultar otra cosa. Que Paul… era un objetivo.

– No estoy diciendo eso -Parecía aún más incómodo-. No puedo decir eso. Había más gente en aquella parada de autobús, Helen.

Pero ella sabía algo que él no sabía. Sabía lo de la operación Victoria.

– No pasa nada -dijo ella-. Gracias.

Sabía que la muerte de Paul había sido deliberada.

Helen pegó un salto al oír el timbre de la puerta, y Deering vio el movimiento.

– Eso no ha sido el bebé, ¿verdad?

Se levantó del sofá sin decir palabra y se acercó lentamente a la puerta.

Deering la siguió y le puso una mano en el brazo.

– Escucha, me gustaría ir mañana. Si te parece bien.

Ella dijo que sí sin escuchar realmente la pregunta.

– Entonces, ¿qué vas a hacer esta noche? ¿Cuando terminen?

Helen se dio la vuelta. No estaba pensando con claridad, se había movido como una sonámbula, pero de una cosa estaba segura: no quería pasar la noche sola en el piso.

– Quiero ir a casa de mi padre -dijo.

Deering asintió y le dijo que la llevaría luego. Le acarició el brazo.

– Será mejor que les dejes pasar.

Treinta y tres

Cuando llegó el momento, quería que terminase lo antes posible y quería que no terminase nunca. La última parte fue la peor, como siempre había sabido que sería. Aquellos segundos en que el féretro desaparecía de su vista. El momento del adiós. Cuando las palabras se derrumbaban y daban bandazos por su cabeza: las cosas que nunca había dicho y las cosas que nunca debería haber dicho, ahora, después de todo lo que había pensado y sentido en las semanas transcurridas desde la muerte de Paul. Pero llegado el momento, mientras las cortas cortinas de terciopelo se cerraban, con la música que no lograba ahogar del todo el zumbido del mecanismo y los sollozos de la gente a su lado, sólo había una cosa que realmente deseaba decirle: «Lo siento…».

Su padre había estado espléndido; tampoco había esperado menos. Había dicho que no pasaba nada cuando le había despertado de madrugada para decirle que había cambiado de idea sobre lo de dormir en su casa. Por la mañana, le había preparado el desayuno y le había dicho que tenía un aspecto estupendo, y se había mantenido a su lado desde que llegaron a casa de los padres de Paul.

Helen no le había contado lo del allanamiento.

– No parece adecuado -había dicho al salir-. Un tiempo espléndido en un día como este.

– También hacía buen tiempo en el de Mamá, ¿recuerdas?

– Creo que sólo llueve en los funerales de las películas.

Habría dado igual de todos modos, pensó Helen, puesto que Paul iba a ser incinerado. Recordó a Paul y a Adam peleándose en una tumba, y se preguntó por qué había soñado con un entierro.

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