Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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Cuando Deering salió con él de la cocina, Helen estaba en el sofá del salón; tenía las piernas levantadas y las rodillas junto al pecho. Se envolvió un poco más en la bata y observó a Deering examinando el lugar con un gesto semi-profesional. No le llevó mucho llegar a la misma conclusión que ella.

– ¿Quién más tenía llaves?

Le dio unos cuantos nombres pero le resultaba difícil pensar con claridad.

– Deberías hacer una lista cuando te encuentres mejor -dijo.

Ella movió la cabeza indicando la puerta del baño.

– He montado una buena ahí dentro.

– Te libraste de él.

– Hay cristales por todas partes.

– Los recogeré -empezó a levantarse pero se detuvo cuando Helen descartó la idea con un gesto de la mano. La vio pegar un ligero salto y vio que una extraña sonrisa se dibujaba en su cara-. ¿Estás bien?

Helen se había metido las manos por dentro de la bata y las presionaba sobre la barriga.

– El bebé tiene hipo -dijo. La sonrisa se hizo más grande y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Estaba preocupada después de lo que ha pasado. Cuando resbalé -sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la bata, dio otro respingo y se rio.

– No me sorprende -dijo Deering-. El pobre cabroncete se ha llevado un buen susto. A mí me daría bastante más que hipo -se quedó mirándola-. ¿Qué?

– Nada, está bien -dijo Helen, recordando lo que había gritado cuando estaba intentando librarse del hombre que estaba tras la puerta. Cuando se había sentido dispuesta a matarlo. Recordando que había hablado en plural.

D é janos en paz.

Deering la señaló.

– Te has cortado el labio.

Helen se lo lamió, luego se pasó el pañuelo por la boca.

Deering tomó un sorbo de té y volvió a mirar a su alrededor.

– ¿Sabes si se ha llevado algo?

– Parece que no, pero no ha tenido mucha ocasión.

– Ya es algo, supongo.

– No hay mucho que llevarse: la tele, el DVD, supongo. Tampoco es que haya un alijo secreto de joyas -Helen había hablado con bastantes víctimas de robo a lo largo de los años y, en cuanto se reponían del susto, la mayoría decían sentirse vulnerables y violadas. Se preguntó si eso era lo que le esperaba a largo plazo, o si sencillamente no llegaría a registrarse en su sistema, insignificante frente a las reservas inagotables de dolor y culpa-. Aunque me cuesta sentirme particularmente afortunada en este momento.

Deering asintió.

– Estas últimas semanas no han sido las mejores para ti, ¿verdad?

Helen rio, aunque la risa pronto se convirtió en un escalofrío, y se arropó más con la bata.

– No pretendo enseñar a mi padre a hacer hijos y eso, pero deberías llamar a la policía.

– Ya lo sé -la perspectiva no la entusiasmaba precisamente. Con toda probabilidad, la tratarían con el debido respeto y sensibilidad, pero siempre cabía la posibilidad de que enviasen a un par de novatos torpes.

– Desde luego, vendrán rápidamente -dijo Deering-, si les explicas tus circunstancias.

– Yo no contaría con ello. Creo que esta noche hay un bolo en la Academia.

– ¿Quieres que llame yo?

Helen le dio las gracias, pero dijo que podía encargarse de ello. Se levantó e hizo la llamada, asegurándose de que supiesen que era de la Casa.

– Al menos, déjame esperar contigo -dijo Deering cuando ella colgó-, ayudarte a limpiar un poco después.

– De verdad que no hace falta.

– No pasa nada, en serio -dijo él-. De todas formas, quería hablar contigo.

– Claro… perdona -dijo Helen, dándose cuenta de repente de que ni siquiera le había preguntado a Deering por qué había ido a verla en un principio.

A Easy le encantaban las hamburguesas y el pollo, como a todos los demás, pero eso era lo único que la mayoría de aquellos chicos comían siempre. Normalmente, era cuestión de tiempo: poder coger algo a la carrera y volver al trabajo, pero incluso cuando no se trataba más que de comer, seguían conformándose con mierda. Llevaban cadenas con precios de cuatro cifras y se gastaban menos de cinco libras en la cena, no tenía sentido.

Las cadenas y los relojes de flujo no se podían comer.

A veces, le gustaba gastarse lo que fuese y comer algo decente; algo que no llegase rápido, con champán si estaba forrado, o tal vez una copa de vino en un sitio de esos donde te echaban un poquito primero para que lo probases. Era importante hacerlo, que pareciese que era algo a lo que estabas acostumbrado.

A menos que estuviese tratando de cepillarse a alguna chica o hubiese algo que celebrar, prefería comer solo. No era que no quisiese ser visto, pero le encantaba la comida y no quería ninguna distracción. La charla y esas cosas estaban bien en el KFC, pero quería disfrutar lo que estaba comiendo y no podría relajarse con alguien soltando gilipolleces desde el otro lado de la mesa. Siempre le había impresionado la gente que podía hacerlo, sentarse allí y comer sin más compañía que la suya propia. Pensaba que debían de ser bastante especiales, que debían de sentirse cómodos con lo que estaban haciendo, ¿no?

Había ido en coche hasta Brockley, a un sitio francés que había visto en el periódico, un bistro o como se llamase. No era tan pijo como algunos de los sitios que había probado en la zona oeste, pero la comida era una pasada. Había comido caracoles, ternera en hojaldre y un postre fantástico con merengues flotando sobre unas finas natillas. En otros sitios, los camareros solían echarle un vistazo y comportarse como si hubiese un zurullo paseándose por la moqueta, pero la mujer que le había traído la comida esta noche había sido agradable, aunque era tan francesa como él, y dejó una buena propina, como siempre.

Al volver al coche, se planteó pasarse por el Dirty South para tomar algo. Ver cómo estaba el ambiente, si las cosas se habían calmado.

Dio la vuelta a la esquina y vio a un capullo en su Audi, hurgando en la ventana con un destornillador, como si tal cosa.

– ¿Qué cojones te crees que estás haciendo? -Easy avanzó rápidamente, preparado para hacerle daño, y el hombre del coche dio un paso atrás-. Estás muerto, tío. Puto imbécil -estaba casi encima de él cuando el hombre sacó la pistola y de repente fue Easy el que se sintió como un imbécil.

– Métete en el coche -dijo el hombre.

Easy oyó pasos detrás de él y otra voz que dijo:

– Haz lo que te dicen.

Se puso al volante, mientras el hombre grande que había salido de la nada se metía en el asiento del copiloto, a su lado. Le dijo que era una noche agradable para dar un paseo en coche. El primer hombre se metió en la parte de atrás e Easy hizo una mueca de dolor al sentir el cañón de la pistola contra la carne blanda de detrás de su oreja.

Recordó lo que le había dicho a Theo sobre estar preparado para aquello, pero sintió la ternera subiéndole por la garganta, y el sabor del vino, y, al final, sólo pudo hacer lo que le decían.

Coser y cantar.

– He puesto todo eso en mi informe, evidentemente -dijo Deering-, pero también quería contártelo en persona. Porque te conozco.

– ¿Todo el qué? -preguntó Helen.

– ¿Recuerdas cuando nos vimos la semana pasada y te dije que había un par de cosas que todavía estaba intentando aclarar?

– Dijiste que sólo eran formalidades.

– No quería contarte nada hasta estar seguro.

Helen fue a coger su té, pero estaba casi frío. El bebé se había calmado. Le dijo a Deering que continuase.

Él se aclaró la garganta y dejó su té. A Helen le pareció alguien que había reflexionado cuidadosamente sobre lo que iba a decir y cómo iba a decirlo. Sintió otro pequeño escalofrío mientras se preguntaba por qué.

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