Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– Y qué piensa hacer, ¿contemplarme?

– Me voy al dormitorio a buscar unas tijeras y a preparar mi bigote.

Peter tardó menos de media hora en adornar su labio superior con mechones de distintas partes de su cabeza. A pesar de la prisa con que trabajó, su obra fue la de un profesional. Los pelos seguían una pulcra línea, el borde superior era curvo. Cuando el adhesivo estuvo bien seco, recortó las puntas y admiró su obra en el espejo.

Estaba a punto de terminar cuando Karen regresó del baño. Su pelo tenía ahora un tono castaño rojizo. Estaba aún húmedo. Se había puesto el vestido, que estaba limpio, lo mismo que sus manos, pero le habían quedado manchas en la frente, en partes de la cara y en la nuca.

– Se ve que hizo un curso preparatorio. Su trabajo es mucho más pulcro que el mío -dijo con expresión sombría.

Peter la estudió e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Algunas de esas manchas tienen que quitarse. Tenemos tiempo. ¿A qué distancia queda la estación?

– A pocas manzanas.

– Entonces llegaremos en un santiamén.

La llevó de nuevo al baño, la hizo inclinarse sobre el lavabo y comenzó a restregar las manchas con ayuda de jabón y un cepillo de uñas. Lavaba con vigor, ignorando sus gritos de dolor. Las manchas no se borraron del todo, pero tuvo que darse por satisfecho.

– Empólvese. Póngase bastante rouge y péinese. Después de eso estaremos listos para enfrentarnos al dragón.

Colgó la toalla con que ella se había secado el pelo y meneó la cabeza.

– A miss Botticelli no sólo le deberemos un vestido, sino una toalla. El limpia calzado es terrible en cualquier cosa que no sean los zapatos.

Regresó al dormitorio, halló una de las maletas de la señorita Botticelli y metió en ella la cartera de Marchesi, el revólver del otro hombre y añadió un poco de ropa de cama para darle peso y volumen, liaren volvió ya maquillada y dijo:

– ¿Qué hace? ¿Le está robando todo lo que tiene a la pobre chica?

– Es sólo un préstamo. No podemos ir de visita a casa de nuestros parientes sin llevar una maleta.

Cerró la maleta, ayudó a Karen a ponerse el abrigo y la tomó del brazo.

– Su nombre es María Botticelli -dijo señalando la tarjeta adherida a la maleta-. Yo soy su esposo, Antonio. ¿Lo recordará?

– Lo recordaré, pero, ¿por qué quiere salir ya? Falta casi una hora para la salida del tren.

– ¿Por qué esperar? Si las cosas van a salir mal, más vale que lo sepamos cuanto antes.

– Pero tendremos que esperar en la estación. Delante de toda la gente.

– ¿Y a quién se le va a ocurrir que una pareja fugitiva haga semejante cosa? ¿No le parece? Y no olvidemos que es peligroso permanecer aquí. No podemos estar seguros de que Vittorio no vaya a ceder.

– Ojalá no tuviéramos que abandonarle. ¿Qué le ocurrirá?

– Se las va a arreglar. Está en mejor situación que yo, aunque parezca todo lo contrario.

– ¿Porque no tiene que cargar conmigo? ¿A eso se refiere?

– No, no me refiero a eso. Lo digo porque Brandt se encargará de sacarle una vez que se entere de lo ocurrido. Pero el mismo Brandt me va a desollar vivo por haberle dejado encerrar. Quizá con esto Vittorio se convenza de que lo mejor es que se dedique a su tienda de artículos de cuero. Bueno, ¿está lista? Recuerde que somos marido y mujer. Vamos a Génova a visitar a la familia de su hermana. Llevamos tres años casados. Estamos enamorados. Vaya convenciéndose de todo eso.

– ¿Incluyendo lo del amor? -preguntó ella con acritud.

– Claro. Es la prueba para una buena actriz. Hágase a la idea de que soy buen mozo y deslumbrante… como Vittorio.

Ella lo miró de reojo.

– Haré cuenta de que es Joe Bono -dijo y abrió la puerta.

Miércoles 9.10-9.40 horas

Fuera no tuvieron el menor contratiempo. Doblaron la esquina al llegar al Ponte San Trinità y encontraron una parada de taxis a menos de una manzana, junto a un alto monumento. Subieron a un Fiat amarillo, el conductor colocó la maleta en el portaequipaje, bajó la bandera y se mezcló con el tránsito. Fue así de simple.

El viaje fue breve y rápido. Doblaron esquinas de ángulo muy acentuado, recorrieron calles atestadas y así llegaron a la Piazza della Stazione, desde donde se divisaba el edificio ancho y bajo de la terminal ferroviaria. Finalmente se detuvieron ante un enorme pórtico de cristal. El conductor saltó a la acera, pero para bajar la maleta, no para abrir la portezuela de Karen. Aquel gesto de cortesía quedó a cargo de un hombre uniformado de azul, con guantes blancos, una gorra chata con visera y un reluciente escudo de la policía. Más atrás, junto a la puerta de entrada, otros tres policías vigilaban el movimiento de pasajeros.

El corazón de Peter se detuvo. Estaba seguro de que, con el susto, Karen echaría todo a perder.

Pero no conocía a Karen. Lo que hizo fue poner en acción su sonrisa de mil watios y posar su mano en la del policía, como si los representantes de la ley le hubieran abierto las portezuelas desde su más tierna infancia.

Y cuando salió, no sólo le agradeció, sino que le hizo una caída de ojos. Karen Halley no había salido dispuesta a eludir a la policía, había salido a cobrar presas. Y con aquel policía fue tan efectiva que el hombre ni siquiera vio a Peter, cuando bajaba tras ella. Estaba demasiado ocupado escoltando a aquel sabroso exponente del sex-appeal hasta la entrada.

El taxímetro marcaba 260 liras, y cuando el conductor dejó la maleta en el suelo, Peter le entregó tres monedas de 100 liras. El hombre se limitó a mirarlas, luego dijo algo y esperó. Peter no sabía qué quería. Luego decidió tomar una iniciativa para observar la reacción. Se volvió y comenzó a levantar la maleta. El taxista señaló la maleta y dijo algo más, esta vez en voz más alta. Peter se sintió atrapado.

Pero en ese instante apareció Karen y dejó otra moneda en la mano del hombre. Su gesto fue acompañado por una amplia sonrisa y una observación jocosa. Luego condujo a Peter a la estación.

– Son cincuenta liras por la maleta, pedazo de zopenco. ¿Está dispuesto a estropearlo todo?

Al pasar junto al policía le aplicó nuevamente el tratamiento de mil watios y señalando a Peter, hizo un comentario que hizo reír al hombre.

– Más vale que finjamos que tiene encefalitis, no laringitis -murmuró al oído de Peter.

Sonrió a los tres policías de la puerta y les dijo algo que los hizo reír también. Condujo a Peter al interior de la estación tomándolo firmemente del brazo, como si guiara a un abuelo lelo. El bullía de impotente indignación.

El reluciente vestíbulo estaba vacío, a excepción de unas seis o siete personas que hacían cola en la segunda y tercera ventanillas de la fila sobre las que se leía BIGLIETTERIA. Un vigilante solitario daba vueltas en torno de los grandes maceteros que decoraban el centro del vestíbulo y un anciano de cabellos grises cambiaba los affiches de las carteleras vecinas a cuatro de los pilares de mármol verde que soportaban el alto techo de cristal.

Karen apenas sí miró al policía. Detuvo a Peter y extendió la mano.

– Déme su cartera -dijo-. Sacaré los billetes.

– ¿Qué dirán al ver que la esposa saca…?

– ¿Qué dirán al oír al esposo que trata de sacar los billetes?

Peter le entregó la cartera sin objeciones y la observó mientras se dirigía a la cola de la segunda ventanilla. Era buena, tenía que admitirlo. Era una verdadera profesional. No trataba de abrirse paso. No forzaba las cosas. Se comportaba como si jamás se le hubiera cruzado la idea de que alguien podía detenerla e interrogarla. Era una mujer de agallas, no cabía duda. Era de hielo.

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