Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood
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– Vamos a tumbarnos un rato, cariño -dijo ella-. Hasta que te sientas más despierto.
– No puedo… -dijo él, pero ella le contuvo con más besos.
– Eres dulce, Bix -murmuró-. Eres el hombre más dulce que he conocido jamás.
– No puedo, Margot -dijo él sin convicción.
– Nunca has visto mi habitación -dijo ella-. Déjame que te la enseñe.
Se habría sorprendido de la fuerza de ella si hubiera estado lo bastante sobrio para apreciarlo. Lo medio levantó de los pies, puso el brazo de él en torno a su cuello y lo llevó hacia la escalera alfombrada.
– ¡Tengo que ir a alimentar a Annie! -dijo, pero ella tenía un brazo alrededor de su cintura, y aguantando la mayor parte de su peso, le ayudó a subir las escaleras.
– Shhhh, cariño -dijo ella-. Espera a ver mi dormitorio. La podrás alimentar después.
Margot estaba jadeando cuando llegaron a lo alto de la escalera. Al llegar a la habitación lo llevó hacia la cama, y él se quedó de pie tambaleándose mientras ella apartaba la colcha y las sábanas. Entonces le dejó caer de espaldas contra la cama. No era así como imaginaba que iba a pasar. Pensaba que lo iba a emborrachar un poco, pero no que acabaría tan tocado. Después del sexo dormiría tranquilamente. Así es como se suponía que debía pasar, pero ahora tenía miedo de que se quedara inconsciente. Las copas estaban demasiado cargadas. Bueno, así no tendría que bailar para él.
Bix se apoyaba en un codo, era incapaz de enfocar. Veía dos Margots. Ella se quitó rápidamente el top y los pantalones.
– ¡Ves! -dijo alegremente, sólo por si quedaba algo de inconformidad en él-, ¡Sin bragas!
Bix apenas podía responder. Mantenía los ojos cerrados mientras respiraba por la boca.
Desnuda, trabajó metódicamente, sacándole los zapatos y los calcetines, desbrochando el cinturón, bajando la cremallera de los pantalones, tirando de ellos para sacárselos. Le sacó los calzoncillos y parecía apenas despierto cuando le desabotonó la camisa Oxford y se la quitó.
Cuando Bix abrió los ojos, miró hacia la puerta del pasillo abierta detrás de ella, y casi sufrió un ataque de pánico: ¡no podía ni levantarse! ¡No podría irse! Ella trepó encima de él, y moviéndose sobre su cuerpo, susurrando, murmurando palabras melosas, pasaba las manos sobre él y se inclinaba a besarlo cuando trataba de levantarse.
– Cariño, cariño -murmuró-. Te deseo.
Todo lo que él dijo fue:
– Yo soy un ángel.
– Sí, sí -dijo ella-. Eres mi ángel. ¡Lo eres!
Fue más una simulación sexual que algo real, y requirió mucho esfuerzo por parte de ella. Jadeaba de agotamiento cuando él cayó en un sueño profundo. Recogió la ropa de él, la dobló y la puso en su armario. Cuando volvió a la cama, empujó y presionó hasta que lo dejó bajo las sábanas, con su cabeza sobre la almohada, roncando suavemente.
Se puso una bata y corrió escaleras abajo. Retiró el arma de la funda que estaba en la mesa baja, pero dejó la botella vacía de vodka y los dos vasos en la mesa. Se sirvió algo de vodka en su vaso para probar que ambos habían estado bebiendo.
Entonces cruzó el vestíbulo hasta la puerta principal, descorrió el pestillo y se aseguró de que la puerta se abría fácilmente. Corrió de vuelta a la habitación y puso el arma de Bix en la mesilla de noche que había a su lado de la cama, junto con las llaves de su coche y el monedero. Entonces apagó todas las luces excepto una lámpara en la segunda planta en lo alto de la escalera. Quería que Alí estuviera iluminado por la espalda cuando entrase en el dormitorio.
Gil Ponce había vuelto a sus tareas habituales en un tiempo récord: cuatro días después de haber derribado a tiros al yonqui secuestrador. Se decidió que la acción era conforme al reglamento y el psiquiatra del Departamento certificó que estaba bien de la cabeza.
Cuando llevaban seis horas de turno, Cat Song y Gil Ponce se tomaron un código 7 en un restaurante que Cat solía frecuentar en Thai Town. Eso significaba llamar previamente para que la cena se sirviese justo cuando llegaban y poder disfrutar así íntegramente de los treinta minutos.
Cat le dijo a Gil que al plato principal se le había dado ese nombre por ella, y él sonrió cuando trajeron un bagre asado. Cat le habló a Gil sobre la satay y el curry, y con el tenedor empezó a despedazar la tierna carne del pescado y la sirvió con una cuchara. Bebieron té tailandés helado y cuando llegó la cuenta Cat insistió en pagarla, dejando una buena propina para el propietario.
Cuando volvieron al coche, Gil se puso al volante mientras Cat se ajustaba el arma.
– ¿Por qué eres tan amable conmigo? -dijo Gil-. No es mi cumpleaños.
– Siempre soy amable con todo el mundo -dijo ella-. Y tú estás tan cerca de acabar tu período de prueba que pensé que había que celebrarlo. Ya no serás un aspirante al que vayamos fastidiando entre todos.
– Has sido especialmente amable -dijo Gil, conduciendo hacia el oeste por Sunset Boulevard. Eran las once de la mañana.
– No me había dado cuenta -dijo Cat, y al ver su MDC parpadeando, apretó el botón de «mensaje recibido».
Abrió y aceptó el mensaje, después Gil le echó una mirada al mensaje en la pantalla y dijo:
– Aparcamiento ilegal. Eso está cerca de un club nocturno, ¿cómo se llama? ¿Sala Leopardo?
– Es un bar de putas enmascarado de club nocturno -dijo Cat-. Siempre hay alguien quejándose del parking por ahí.
Cuando estaban todavía a unos minutos de distancia, Gil dijo:
– ¿No habrá otra razón por la que me has estado tratando como si fueses mi…?
– Si dices «mami» te pegaré una rociada con el spray -dijo Cat, enseñando el aerosol en su Sam Browne.
– «Hermana mayor» iba a decir. ¿Es por el tiroteo?
– Dímelo tú, Gil -dijo Cat-. No te he visto sonreír desde esa noche en el cementerio de Hollywood.
– Bueno, tener encima a todos esos investigadores del FID daba miedo. No son precisamente amables. El psiquiatra estuvo correcto, pero sólo le dije lo que creí que quería oír.
– ¿A quién le importan esos tíos? -dijo Cat-. Te dije un minuto después de que disparases a ese tío que hiciste bien. Que yo habría hecho lo mismo.
– Lo sé, pero…
– Pero ¿qué? ¿Deberías haber empleado tu visión de rayos X para descubrir que lo que el yonqui llevaba era un pipa de fogueo? ¿Es eso?
– No lo sé. Ahora me siento… diferente.
– Seguro que sí -dijo Cat-. Se supone que es así. Acabaste con una vida sin que fuese culpa tuya. Él hizo la elección, no tú. Yo estaba allí, chaval. Te oí gritándole que pusiera las manos sobre la cabeza y se tumbara contra el suelo. ¡Lo oí!
– No me gusta que los colegas me palmeen la espalda y me llamen pistolero. No me gusta nada.
– ¡Que les jodan también! -dijo Cat-. Machitos de mierda. Ni uno de ellos ha disparado su arma fuera de las pistas de entrenamiento. Los que sí lo han hecho no van por ahí jodiéndote con el asunto.
– Bueno, no me gustaría que nadie supiera que tú y yo hemos hablado de esto -dijo Gil.
– Eso es un claro ejemplo de machismo latino -dijo Cat.
– No soy realmente latino -dijo él.
– No volvamos otra vez con eso -dijo ella-. Ahora escúchame, compañero, no sé cómo meterte en la cabeza que creo que hiciste exactamente lo que debías y lo que cualquier otro policía habría hecho en esas circunstancias. Y no soporto pensar que mi seguridad está en peligro porque tengo un compañero al que le dan miedo las armas.
– Cat, no quiero que…
– Déjame contarte una historia real -dijo, interrumpiéndolo-. Hace cinco años tuve un compañero durante dos meses. Un buen tipo. Hacíamos guardias. Se casó con una mujer que ya tenía cuatro hijos y que era activista por la paz, no tardó en presentar la baja en el Departamento. Dijo que quería ir a un departamento donde no tuviese que ser violento con nadie. Y el último día que trabajábamos juntos me hizo una pequeña confesión. Debido a las arengas de su esposa no había cargado ni una sola bala en su 9 mm desde antes de que empezásemos a trabajar juntos. Es lo más cerca que he estado nunca de sacar mi porra y reventar a un poli contra el suelo.
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