Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– ¿Por qué me cuentas esto, Cat? -preguntó Gil.

– ¿Limpiaste tu 9 mm después de la otra noche?

– Sí.

– ¿La recargaste?

– Claro.

– Entonces me siento segura. Porque esto va sobre mí, no sobre ti. Tengo un niño de dos años en casa que necesita a su mamá. Tengo un buen poli aquí con una 9 mm cargada que me cubre la espalda. Así que me siento segura. Fin de la historia. ¿Alguna pregunta?

Tras un momento de contemplación, Gil Ponce dijo:

– Gracias, Cat.

– ¿Por? -dijo ella.

Gil Ponce se quedó en silencio, luego dijo:

– Por la cena tailandesa, claro. Ha sido genial.

– No hay de qué -dijo Cat Song.

No había un solo parking libre cerca de la Sala Leopardo en tres manzanas a la redonda. Eran las 23.15 de una cálida noche de verano, cuando la luna de Hollywood atraía hordas de gente a la calle para salir de fiesta. Gil aparcó su patrulla blanco y negro en una zona de pago de Sunset Boulevard y luego caminaron hacia el sur en busca del lugar desde donde habían dado el aviso, un edificio alto de apartamentos con su propio espacio para aparcar.

La persona que había presentado la denuncia era una mujer muy bien arreglada, que respondió con acento ruso:

– Soy la señora Vronsky. Soy la que les ha llamado.

– Sí, señora -dijo Gil.

– A esta hora de la noche debería estar en la cama durmiendo -dijo-, pero si voy a dormir me despertaré cuando mis inquilinos vengan a casa y no puedan aparcar. Un hombre acaba de meterse en la número dos y cuando le grité me dijo algo feo. Después de llamarles a ustedes se fue.

– Entonces no hay nadie a quien podamos advertir por el momento -dijo Cat-. Llámenos si sucede de nuevo.

– ¿Conocen al oficial Rumstead? -dijo la señora Vronsky-. Es amigo mío.

– ¿De la Oficina de Relaciones con la Comunidad? -dijo Cat.

– Sí, eso es -dijo la señora Vronsky-. Suele venir por aquí y me ayuda con mis problemas de aparcamiento. Es todo por el club, ¿saben?

– Sí -dijo Cat-, estamos al corriente.

– El oficial Rumstead es un hombre amable y le gusta mi piroshki casero -dijo la señora-. Si me quedase un poco les invitaría a ustedes a entrar y les ofrecería té para que lo probasen.

– En otra ocasión -dijo Cat, y le dedicó a Gil una mirada que significaba «anciana solitaria».

– ¡Oh, miren! -dijo la señora Vronsky-. Otro.

Un Corvette blanco de cuatro años que había estado cruzando lentamente la calle en busca de parking se había metido como la cosa más natural del mundo en una de las plazas vacantes frente al edificio. El conductor había apagado las luces pero no salía del coche.

– Comprobemos a éste -dijo Cat, y ambos policías salieron hacia el frente del edificio.

– ¡Vuelvan cuando tenga algo de piroshki -dijo la señora Vronsky, saliendo detrás de ellos.

Gil Ponce se quedó sorprendido de encontrar a una mujer sentada en el coche cuando se aproximó a la ventanilla del conductor. Una preciosa joven de ojos rasgados que parecía resultado de una mezcla racial. Cuando él golpeó en la ventanilla con su linterna dio un saltito, bajó la ventana y dijo:

– ¿Sí, oficial?

Entonces un haz de luz brilló a través de su guantera y vio a Cat en la ventana del acompañante.

– ¿Vive usted aquí, señora? -dijo Gil.

– No, yo no -dijo-. ¿Hay algún problema?

– Está usted aparcando en una propiedad privada, en una plaza de residente -dijo Gil, mientras pensaba que ¡la tía estaba muy buena!

Ella parpadeó, sonrió, y dijo:

– Pero oficial, no estoy aparcando. Simplemente me detuve aquí porque no había sitio en la calle. Estoy esperando a que se vaya algún coche y deje sitio para aparcar frente a la Sala Leopardo. Yo trabajo allí.

– ¿Puedo ver su permiso de conducir?

Jasmine buscó en su bolso, extrajo su monedero, lo abrió y dijo:

– Oh, ¡mierda! Hoy compré ropa interior en Victoria's Secret y pagué con la tarjeta de crédito. La chica me pidió también el permiso de conducir. ¡Me debo haber dejado la licencia y la Visa!

– ¿Y la documentación del coche?

Se la pasó a Gil Ponce, que iluminó su luz sobre ella y dijo:

– Jasmine McVicker.

– Sí -dijo, tamborileando nerviosa en el volante, mientras miraba su reloj. Eran las 23.25.

– ¿Tiene usted algo más que pruebe que es usted Jasmine McVicker? -preguntó Gil.

– Sólo tengo una tarjeta de crédito. Mire, oficial, puede usted cruzar la calle hasta la Sala Leopardo y cualquiera le dirá que yo trabajo allí.

Gil miró a Cat por encima del techo del Corvette y Cat le devolvió la mirada diciéndole: «Tú mismo».

La verdad es que el joven Gil Ponce quería entrar en la Sala Leopardo y ver cómo era un bar de putas.

– Vamos a ver si encontramos un sitio donde aparcar su coche y luego comprobaremos si es usted quien dice ser. Si lo es, la amonestaré por conducir sin licencia, pero no la multaré. ¿Le parece justo?

En ese instante sonó el móvil de Jasmine, que lo cogió de su bolso. La voz de Margot llegó en un susurro:

– Es la hora del espectáculo.

Rápidamente, Jasmine dijo:

– Me retrasaré un poco. Un amable oficial de policía me ha detenido por no tener a mano mi permiso de conducir.

– ¡Maldición! -susurró Margot-. ¡Deshazte de él!

– Iré tan rápido como pueda -dijo Jasmine y colgó.

– ¿Dónde aparco? -le dijo a Gil.

– Arriba en la esquina, en la zona roja -dijo Gil-. Mi compañera puede vigilar su coche para que no la multen mientras usted y yo entramos ahí un minuto.

– ¡Pero tendré que volver y mover mi coche a algún aparcamiento legal antes de volver a entrar! ¡Tengo que ver a una de las otras bailarinas para algo importante y llego tarde!

– Es mejor eso a que le caiga una multa de tráfico, ¿no cree? -dijo Gil. Después añadió-: ¿Es usted realmente bailarina?

Jasmine estaba desesperada. Si no hubiera ido una agente de policía con él le habría dado su dirección y le habría ofrecido una cita nocturna. ¡Cualquier cosa que le diese quince minutos de aparcamiento para llevar a cabo su plan!

– Vale, vale -dijo-. Pero dejemos mi coche aquí dos minutos y crucemos la calle. Por favor, oficial, para ahorrar tiempo.

Gil se encogió de hombros en dirección a Cat, que tras imaginarse la conversación asintió. Cat había subido la moral de su joven cadete al punto que quería meterse en un bar de topless con esta zorrita cachonda y echar un ojo a más carne de escenario. Y quién sabe si algo más. Quizás incluso quería conseguir el teléfono de Jasmine. «Pierden su inocencia rápido, estos aspirantes a machos», pensó Cat Song.

Mientras Jasmine cerraba el coche, bolso en mano, y Gil Ponce hacía una lista mental de preguntas cliché a las que podía recurrir -cómo una chica tan guapa había acabado bailando en la Sala Leopardo, por ejemplo-, Cat Song caminó hacia su coche patrulla aparcado en la zona roja de la esquina. Abrió la puerta y puso en marcha la emisora para escuchar si había algún aviso.

Después de meterse en el club Jasmine no tardó ni treinta segundos en saludar a uno de los ajetreados y sudorosos camareros de la barra para que la identificase delante de Gil Ponce, al que no le podría haber importado menos si se llamaba así efectivamente o de otro modo. Apenas podía oír al camarero por encima de la penetrante melodía erótica que salía del lujoso equipo de sonido de Alí Aziz, de manera que se limitó a asentir a todo lo que el hombre le gritó en medio del barullo del club nocturno. De hecho, Gil Ponce estaba ocupado en otras cosas: miraba de reojo a dos bailarinas que se retorcían alrededor de la barra del escenario bajo luces estroboscópicas, una de las cuales era el asombroso nuevo fichaje de Alí, Loxie Fox, cuyo tanga estaba repleto de billetes de cinco y diez dólares.

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