Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– Por favor, hermano, hazlo por mí. ¿Te acuerdas de Goldie? ¿La bailarina rubia, como de la altura de Tex? Te organizaré una cita con Tex y Goldie. Las dos a la vez. Nunca lo olvidarás. ¡Vas a necesitar muchísimo Viagra!

Alí sintió que le temblaba la perilla, pero trató de mantener su taimada sonrisa mientras Jaime Salgando meditaba el asunto. Entonces el farmacéutico dijo:

– Tengo que pedirle lo que necesitas a un proveedor que conozco. Te lo llevaré al club el jueves por la tarde, a las ocho en punto.

– Eso está bien, hermano -dijo Alí-. Pero por favor, asegúrate: una cápsula pequeña, que podamos meter en una albóndiga. He visto que ese ruso muchas veces le da con la mano pequeñas albóndigas rusas.

– Le diré a mi amigo lo que se necesita para el cebo -dijo el farmacéutico.

– ¿Cuándo quieres tu triángulo amoroso, hermano?

– El sábado por la tarde -dijo el farmacéutico. Y luego añadió-: Nadie debe enterarse de esto nunca, Alí.

– No -dijo Alí-. Nadie debe saberlo nunca, ¡o ese ruso me matará! Y gracias, hermano, gracias. ¡Has salvado la vida de mi hijo!

– El jueves te llevaré tu pedido -dijo Jaime-. A la Sala Leopardo.

Simulando una despedida despreocupada, Alí dijo:

– ¡Sí, mi hermano! ¡Y Tex llevará puesto su sombrero y sus botas de vaquero para ti el sábado por la noche, te lo prometo!

Cuando Alí se subió al coche rompió la bolsa de papel y se tranquilizó al ver que las pastillas para dormir de Goldie eran idénticas a la cápsula turquesa y magenta que llevaba en el bolsillo. Le había costado casi doscientos dólares asegurarse de que el fabricante de las pastillas de Margot no había cambiado el color ni el tamaño de la cápsula en los últimos meses. Era probable que tuviese que colocar algunas cápsulas de más en el frasco, para que las cosas no sucedieran tan rápido. Quería que ella muriese sólo cuando él estuviera listo, y no antes.

De vuelta desde la calle Alvarado hasta Hollywood, Alí comenzó a inquietarse con respecto a Jaime Salgando. Pero cuanto más cerca estaba de Hollywood, más le parecía que sus miedos eran irracionales. Si su mujer iba a morir al cabo de tres meses, ¿por qué la muerte no iba a ser considerada un suicidio a causa de su romance con ese nuevo novio suyo, quienquiera que fuese? O, si había sospechas de homicidio, ¿por qué no iba a ser el nuevo novio el objeto de la investigación? Quién sabe qué intrigas podrían haber estado tramando él y Margot. La policía podía conjeturar que ella había amenazado con abandonarlo, y que él se estaba vengando. El blanco de la investigación policial iba a ser el cerdo de su novio, no él.

Incluso el escenario que más le asustaba parecía desmoronarse cuando lo miraba con valor y racionalidad: el temor de que a Jaime Salgando pudiera darle un terrible ataque de mala conciencia cristiana e informase a la policía de que, en un día caluroso de verano, él había suministrado a Alí Aziz cincuenta miligramos de veneno, supuestamente para matar a un perro. Pero ése era el miedo más tonto de todos. Si Jaime hacía una cosa así, ¿qué sucedería con su licencia, con su negocio, con su vida entera? Jaime había aceptado dinero de Alí durante años, y le había dispensado drogas para las bailarinas de la Sala Leopardo de manera ilegal. Jaime, el padre y abuelo cariñoso, se había acostado con varias de esas bailarinas a quienes suministraba medicamentos de manera ilegal. ¿Y cómo iba a poder probar que le había dado a Alí cincuenta miligramos de veneno? No, Jaime Salgando había cometido demasiados delitos detrás del mostrador de su farmacia. Era la menor de las preocupaciones de Alí Aziz.

Su mayor preocupación era ganar la custodia legal de Nicky una vez que Margot fuera hallada muerta. Alí sabía que su familia, esa gente insignificante de Bartow, California, iba a pelear por la custodia para tener controlado a su nieto, el heredero de la fortuna de Margot. O más bien, de la mitad de la fortuna de Alí, las riquezas que la muy perra le había robado por medio de todas sus artimañas. Y a decir verdad, él les habría permitido quedarse con cada una de las cosas que ella le había robado, con todo lo que poseía, si renunciaran a entablar una batalla legal por la custodia de Nicky. Lo único que Alí Aziz quería era a su hijo.

Cuando Alí entró en la Sala Leopardo aquella tarde se dirigió a su despacho y cerró la puerta con llave. Se sentó a su mesa, encendió la lamparilla, se secó las manos en la camisa y se bebió un trago de Jack Daniels para serenarse. Le pareció absolutamente asombroso que, a pesar de sus temores, la idea de que pronto tendría la cápsula mortífera le hiciera sentirse tan poderoso. Tendría el poder de la vida y la muerte. Con el inesperado regalo de los medicamentos que iba a brindarles a sus bailarinas, se sentía con derecho a que le hicieran mamadas especiales sin ninguna queja. Decidió llamar a una de las chicas a su despacho. Esta vez no iba a necesitar Viagra. Hoy no.

El turno de diez horas de servicio de Ronnie y Bix Rumstead -sin contar la media hora para comer estipulada en el código 7- iba a terminar a las ocho en punto de esa tarde. Pero cuando Ronnie firmó su salida, Bix aún no había regresado. Ella lo había llamado al móvil dos veces, pero no había podido dar con él. Estaba tan preocupada que estaba a punto de decírselo al sargento antes de marcharse a una reunión con el Comité de Pintadas. Entonces sonó su móvil.

– Soy yo -dijo Bix cuando ella respondió.

– Estaba empezando a preocuparme -dijo ella.

– Lo siento -dijo él-. Me lié.

A Ronnie le pareció detectar algo raro en su modo de hablar, pero esperaba equivocarse.

– ¿Vienes para aquí? -replicó.

– Firma por mí la salida, ¿quieres? Regresaré más tarde para devolver el coche.

Ahora estaba segura.

– ¿Por qué no voy dónde estás tú? -dijo ella-. Podríamos comer algo.

– No, voy a ir por una hamburguesa con un policía que conozco de cuando trabajaba en Hollywood Norte. Sólo firma mi salida. Volveré pronto.

Y ahí acabó la conversación. Si se hubiera tratado de otro, y no de Bix, Ronnie no habría accedido, siendo nueva como era en la Oficina de Relaciones con la Comunidad. Pensó en hablar del tema con alguno de los otros cuervos, pero no lo hizo. Bix le caía tan bien como cualquier otro policía que hubiera conocido en la comisaría Hollywood. Esa tarde, cuando firmó su salida y la de Bix, estaba muy nerviosa y más que preocupada. Sabía que iba a pasar una noche inquieta, pensando en la posibilidad de que Bix tuviera un accidente con el coche del LAPD por conducir «bajo ciertos efectos».

Esa tarde hubo un incidente al sudeste de Hollywood que involucró a más de cincuenta hombres filipinos y mexicanos. Se habían reunido en un almacén que cerraba sus puertas a las seis de la tarde, pero uno de los empleados, en connivencia con los demás hombres que trabajaban en el almacén, había dejado abierta la puerta trasera. Una de las alas de almacenamiento había sido acordonada, y los trabajadores tatuados que llevaban camisetas de la empresa y que tenían pinta de maltratadores, bebían cerveza y tequila mientras se reunían alrededor de un foso de pelea hecho de madera laminada, que habían clavado allí de manera provisional para que hiciera las veces de escenario del grotesco espectáculo que estaba a punto de empezar.

Llegaron varios camiones, y muy pronto el depósito se llenó de jaulas de metal que fueron apiladas contra la pared. Cada una de las doce cajas contenía un gallo de pelea, y las aves chillaban aterrorizadas por la conmoción. Desde un equipo de sonido portátil resonaban canciones mexicanas, y las voces de los bebedores gritaban apuestas en español, tagalo y spanglish antes de preparar a las aves para las sangrientas peleas a muerte, que estaban programadas para las ocho y media.

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