Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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La última vez, unos agentes de aduana estadounidenses le confiscaron los medicamentos que había comprado en Tijuana. Enseguida dudaron de la autenticidad de las recetas, hechas in situ por médicos de Tijuana que trabajaban en convivencia con las farmacias de la zona. Después de aquello, Alí habló con sus empleados mexicanos y lo enviaron a la farmacia de la calle Alvarado. El dueño se llamaba Jaime Salgando, y le vendía cualquier cosa sin necesidad de receta, aunque por el triple de lo que le hubiese cobrado una farmacia legal. Para obtener las prescripciones, todo su cuerpo de bailarinas hubiera tenido que visitar a médicos muy caros, y Alí no quería pagarlos, especialmente porque ellos nunca iban a recetar la gran cantidad de drogas que las bailarinas pedían.

Hasta entonces, Jaime Salgando nunca había rechazado a Alí, pero aquel día se pondría a prueba la lealtad del farmacéutico y su propia codicia. Alí sólo llevaba consigo una cápsula que había robado del botiquín de su antigua casa en Mount Olympus. La había robado el día que sacó su ropa y sus objetos personales bajo el humillante escrutinio de un guardia de seguridad que Margot había contratado para controlar que se llevase únicamente lo que habían acordado por medio de sus respectivos abogados.

En un momento en que el guardia no lo miraba, Alí había cogido del frasco de somníferos de Margot una cápsula de color magenta y turquesa de cincuenta miligramos. Eso sucedió poco después de que leyera un artículo en un periódico árabe sobre un rico egipcio que había sido arrestado por intentar envenenar a su hermano mayor alterando su medicación para dormir. Aquel medicamento era el único que Margot usaba para su insomnio ocasional, y se lo había recetado su doctor de Los Ángeles Oeste. Alí sabía que ella nunca había tomado más de una cápsula en cada toma, a lo sumo una o dos veces por semana y casi siempre por las noches, cuando decía estar estresada. El frasco contenía treinta cápsulas, y ella lo reemplazaba más o menos cada cuatro meses.

Estaba muy asustado cuando abrió el armario de los medicamentos y cogió la cápsula para guardarla en su bolsillo. Pero tener aquella cápsula todos esos meses había fortalecido su confianza y mitigado su rabia y su frustración con respeto al sistema de justicia americano y a las mujeres americanas, que sabían cómo manejar a su antojo ese sistema. Tener aquella cápsula lo hacía sentir menos impotente mientras la caótica maquinaria legal lo humillaba. La cápsula le recordaba que tenía el poder de acabar con todo aquello si las cosas se volvían intolerables, si ella le hacía temer por la seguridad de su hijo.

Cuando Alí entró en la farmacia había unos doce latinos. La joven de la caja registradora del frente le dijo algo en español y sonrió. Alí no comprendió, pero sonrió también y señaló al farmacéutico que estaba en el fondo de la tienda.

Se alegró de ver que sólo había dos clientes esperando para pedir sus medicamentos. Se sentó en una silla rodeada de estantes repletos de frascos de vitaminas y hierbas, y esperó. Cuando la segunda mujer pagó sus medicamentos, él se adelantó hacia el mostrador y sonrió a Jaime Salgando, un mexicano de sesenta años, medio calvo, con los párpados caídos, un delgado bigote grisáceo y un aire de total seguridad.

Con un ligero acento español, el farmacéutico le dijo, sonriendo:

– ¡Alí! ¿Dónde has estado escondiéndote?

– Hola, hermano Jaime -contestó Alí con una falsa sonrisa.

Se estrecharon la mano y Jaime dijo:

– ¿Cual es el problema? ¿Necesitas más Viagra para seguirles el tranquillo a todas esas bellas empleadas que se pelean para llevarte a la cama?

– Ojalá -dijo Alí, manteniendo la sonrisa.

– Creo que tengo todo lo que puedes necesitar -dijo Jaime Salgando-. ¿Cómo puedo ayudarte, amigo mío?

Alí le pasó una lista de los medicamentos habituales: píldoras de dieta para Tex y ansiolíticos para Jasmine. Pero como Margot siempre conseguía sus medicinas en una farmacia cercana al consultorio de su doctor particular, el farmacéutico no sabía lo que ella necesitaba, así que Alí pidió un somnífero específico de cincuenta miligramos, supuestamente para Goldie.

Cuando Alí le dio la lista a Jaime, el farmacéutico dijo:

– ¿Goldie ha cambiado de medicación?

Alí se encogió de hombros y respondió:

– No me he fijado. ¿Tienes eso?

– Sí -dijo el farmacéutico-. ¿Y tú cómo lo llevas, Alí? ¿Estás bien de salud?

– Muy bien -dijo Alí.

Mientras el farmacéutico buscaba los medicamentos, Alí dijo:

– ¿Qué tal va el negocio, hermano?

– No tan bien como el tuyo, Alí. Y además mis empleadas no tienen tan buen aspecto como las tuyas.

Jaime había disfrutado de dos citas con Tex, como pago de Alí Aziz por los servicios de farmacia prestados. Alí le dijo:

– Tex te echa de menos. ¿Cuándo vendrás de nuevo a verla, Jaime?

El hombre suspiró y dijo:

– La próxima vez tendré que doblar la dosis de Viagra. Una píldora no es suficiente cuando estoy con esa chica.

Alí forzó una carcajada que sonó más nerviosa de lo que le habría gustado, y dijo:

– Tú me dices cuándo, hermano. Ella está allí disponible para ti.

– A mi edad es agradable saberlo -dijo Jaime.

Cuando Jaime completó el pedido, Alí le pagó y le dijo:

– Jaime, tengo un problema terrible, y voy a necesitar tu ayuda.

– Para eso estoy aquí -dijo Jaime.

– Necesito una cápsula de veneno. De cincuenta miligramos.

– ¿Para qué? -preguntó el farmacéutico, perplejo.

– Tengo que matar a un perro. Tengo que ponerle veneno en la comida.

– ¿Qué perro?

– El vecino ruso que tengo en Mount Olympus es muy rico. Es un gánster muy malvado, y tiene un gran perro de cincuenta kilos. El perro es un asesino. La semana pasada casi mata a mi Nicky. ¡A mi hijo! El ama de llaves se lo llevó dentro de la casa justo a tiempo. Más tarde fui a ver al ruso, pero me mandó al diablo.

– ¿Llamaste a Control de Animales? ¿O a la policía?

– No, ese ruso me da miedo. Es un hombre muy peligroso. Todos los vecinos le tienen miedo, a él y a su perro. Nos reunimos todos, y acordamos que deberíamos envenenar a su perro. La próxima vez que el perro salga, lo envenenaremos. El ruso nunca debe saber quién lo hizo.

– No sé, Alí… -dijo Jaime-. No es una buena idea.

– ¿Has leído algo sobre esos sicarios rusos que secuestran y matan gente en la ciudad de Los Ángeles? Está relacionado con ellos. Ese hombre es peligroso. Ahora su casa está en venta, pronto se mudará, si Dios quiere. Todos le tememos, pero ahora mismo nos asusta más su perro. Por favor, ayúdanos.

– Pero eso es un delito.

– Todo es delito en esta maldita ciudad -dijo Alí.

– Sí, pero esto es diferente. Mis drogas son para ayudar, no para matar.

– Fue idea de uno de mis vecinos. Le metemos la cápsula en una albóndiga y listo. No me importa qué clase de veneno sea.

– ¿Y por qué me has dicho que tiene que ser de cincuenta miligramos?

– Mi vecino piensa que se necesitan cincuenta miligramos de esa cosa que le ponen a los pesticidas para matar a un perro tan grande. Y que lo haga rápido, para que no sufra. No queremos ser crueles.

– Creo que tu vecino puede estar refiriéndose a la estricnina -dijo el farmacéutico-. Cuando yo trabajaba en un rancho, en México, solíamos poner esos cebos a los coyotes pero los matábamos con menos de cincuenta miligramos de estricnina. Mucho menos.

– El perro del ruso es dos veces más grande que un coyote, quizá tres -dijo Alí.

– No sé, no estoy seguro… -dijo Jaime Salgando.

Alí estaba preparado para su reacción. Colocó cinco billetes de cien dólares encima del mostrador y dijo:

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