Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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– Ésas son cosas de niños -repitió Dan Applewhite.

– Luego alguien le dio diez dólares a Skid Row, el vagabundo, para que una noche hiciera un poco de esquí sobre asfalto. El policía que lo hizo tomó prestado un viejo pedazo de chapa de uno de los refugios improvisados donde duermen los vagabundos. Le ató un extremo de la cuerda, y el otro al coche del sargento mientras comía en un restaurante barato. Al vagabundo le había prometido otros diez dólares si aguantaba esquiando durante al menos una manzana. Lo hizo, pero fue bastante grotesco. Saltaban chispas, y el desgraciado gritaba, y casi acaba todo patas arriba. La gente en la calle estaba anonadada y el teléfono del capitán sonaba sin parar al día siguiente. Asuntos Internos investigó a la guardia nocturna durante un mes, pero nunca cogieron al culpable. Lo único que decía el vagabundo era que el hombre que lo había contratado era un policía, y que para él todos los policías se veían iguales cuando estaban de uniforme. Al sargento lo penalizaron con diez días de suspensión por no vigilar su coche.

– Bueno, eso ya no es tan infantil -dijo Dan Applewhite-. Es algo mucho más maduro si logras que un cabrón como ése reciba diez días de suspensión.

Menos de media hora más tarde, el sargento Treakle decidió ocuparse personalmente de una llamada asignada a la unidad 6-X-66. Dan Applewhite gruñó cuando giró y vio que el joven supervisor se detenía frente a un edificio de apartamentos en Thai Town, ocupado en su mayoría por inmigrantes asiáticos.

– Labios de Pollo ha venido a controlarnos -le advirtió a Gert, que estaba llamando a la puerta.

Quien había hecho la llamada era una mujer tailandesa que parecía demasiado vieja para tener una hija de doce años, pero que sí la tenía. La niña estaba llorando cuando los policías llegaron y la madre estaba enfurecida. La tía de la niña, que era diez años más joven que la madre, había estado intentando calmar las cosas. Hablaba un inglés bastante bueno y le traducía a la madre.

El problema había comenzado horas antes, cuando llamaron de la clínica local para informar a la madre de que los accesos de vómito de su hija eran producto de su embarazo incipiente. La madre quería que encontraran y arrestaran al culpable.

Por supuesto, los policías separaron a la niña de la madre, Gert llevó a la niña a una pequeña habitación y hablándole suavemente, le dijo:

– Sécate las lágrimas, cariño. Y no tengas miedo.

La niña, que era toda pómulos y tenía unos labios como de bebé de juguete, había vivido en Los Ángeles desde los ocho años y su inglés era muy bueno. Dejó de sollozar el tiempo suficiente como para decirle a Gert:

– ¿Van a llevarme a un reformatorio?

– Nadie va a llevarte a ninguna parte, cielo -dijo Gert-.

Podemos solucionar todo el asunto. Pero primero tenemos que averiguar quién puso ese bebé dentro de ti.

La niña se secó los ojos y dijo:

– ¿Estoy en apuros? -y comenzó a sollozar otra vez.

– Ya, ya -dijo Gert-. No hay necesidad de hacer eso. Con nosotros no tienes ningún problema. Somos tus amigos.

Entonces sintió que había alguien detrás de ella, se dio la vuelta y vio al sargento Treakle allí de pie, observándolas.

Gert intentó en vano contener un suspiro, y luego le dijo al sargento:

– Me pregunto si le importaría dejar a las mujeres hablar en privado.

El sargento Treakle arqueó una ceja, gruñó y regresó a la cocina, donde Dan Applewhite estaba consiguiendo una lista de probables sospechosos para que los detectives hicieran un seguimiento. La niña no tenía hermanos, pero había tíos, primos y vecinos que eran candidatos posibles.

El sargento Treakle miró su reloj un par de veces y cuando Gert dejó a la niña en la habitación y regresó a la cocina, preguntó:

– ¿Quién es el padre?

‹-No lo sé -dijo Gert-. Tendrán que hablar con ella los detectives de delitos sexuales.

– ¿Se ha tomado todo ese tiempo y no lo sabe? -dijo el sargento Treakle.

Con la voz fría como una navaja, Gert dijo:

– La niña dice que no sabe cómo ocurrió.

El sargento Treakle soltó una fuerte carcajada y dijo:

– ¿Que no lo sabe?

Conociendo su postura religiosa, Gert von Braun dijo:

– Dígame, sargento Treakle, si el nombre de la niña fuese María y al bebé que lleva dentro lo fueran a llamar Jesús, ¿usted se burlaría? Después de todo, María tampoco supo qué diablos ocurrió. ¿O sí?

Las mandíbulas del sargento se abrieron y cerraron un par de veces pero no alcanzó a decir nada. Comenzó a decirle algo a Dan Applewhite, pero tampoco pudo terminar la frase. Al final abandonó el apartamento y se apresuró hacia su coche para escribir una nota negativa en su informe policial.

Cuando regresaron al coche y se marcharon, Dan Applewhite echó una buena mirada a Gert von Braun. Él era mucho mayor que ella y sabía que su propio aspecto no era gran cosa. Y además parecía incapaz de conservar una esposa durante mucho tiempo, independientemente de cuánto dinero gastara en ella. Pero estaba empezando a tener sentimientos que no había experimentado desde hacía bastante tiempo. A pesar de su tamaño y de su temible reputación, Gert von Braun estaba comenzando a parecerle muy atractiva.

– ¿Qué te parece si paramos en Starbucks, Gert? -dijo impulsivamente. Y luego agregó algo que siempre había parecido interesar a otras compañeras-: Me encantaría comprar un café con leche y unas pastas.

Gert se encogió de hombros.

– No estoy para tomarme una mariconada de café -dijo-, pero no me importaría ir por una hamburguesa.

¡Aquello hizo estremecer las fibras de su corazón! Con una amplia sonrisa, Dan dijo:

– ¡Vale! ¡Marchando una hamburguesa!

– Con cebolla salteada y patatas con queso -agregó Gert.

Esa noche regresó al cajero automático, pero esta vez a uno diferente, que estaba en Hollywood Boulevard. Leonard Stilwell había trabajado con esmero para colocar bien la cinta con el pegamento. No podía quedarse sentado en su habitación esperando a que llegara el miércoles para hacer el trabajo de Alí. Del adelanto que le había dado no le quedaba ni un centavo: parte se lo había fumado y el resto lo había perdido con los malditos Dodgers, después de haber sido tan estúpido como para hacer una apuesta basándose en una publicación deportiva que el noventa por ciento de las veces le había hecho perder.

A pesar de que al principio albergó ciertas dudas y algún temor por la cantidad de policía que había visto en los alrededores del Kodak Center, la zona ofrecía la atracción irresistible de todos esos estúpidos turistas, así que después de estudiar cuidadosamente la situación decidió que había un cajero que no era tan peligroso como los otros porque estaba ubicado en una esquina oscura y le proporcionaba una salida fácil hacia la calle residencial donde iba a aparcar su viejo Honda, que estaba a varias calles de allí. Ahora estaba observando ese cajero automático y a varios asiáticos que iban con cámaras colgadas de sus cuellos, ya casi lastimados por el peso. No le iban a servir para nada a menos que hablaran el suficiente inglés como para poder aceptar su «ayuda».

El turista que finalmente se detuvo ante el cajero era exactamente el que Leonard quería. El hombre tenía por lo menos setenta años, y su mujer debía de tener la misma edad. Llevaba una bolsa de una de las tiendas de souvenirs que estaba en el bulevar, y la mujer otra similar. Vestían pantalones cortos y zapatillas deportivas, y sus gorras tenían prendidas por todas partes insignias del tour de la Universal Studios, de Disneylandia y de Knott's Berry Farm. La camiseta recién comprada de ella llevaba estampado a la espalda «Películas para mí». Sólo con verlos se imaginó llenándose los pulmones de humo celestial.

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