Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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El hombre introdujo la tarjeta en la ranura, pero no pasó nada. Marcó su número secreto y miró a su mujer. Luego miró alrededor como si estuviera buscando ayuda, justo en el momento en que un hombre más joven, con el pelo del color de una calabaza madura, un montón de pecas y una sonrisa amigable se acercaba al cajero con su propia tarjeta en la mano.

– ¿Ya ha acabado de hacer su transacción, señor? -preguntó Leonard.

– Hay algo que no va bien en la máquina -dijo el turista-. Mi tarjeta se ha quedado dentro, y el maldito cajero no funciona.

– Vaya -dijo Leonard, tan melosamente como pudo-. A mí también me ha ocurrido antes. ¿Le importa si pruebo?

– Sírvase, joven -dijo el turista-. Le aseguro que no quisiera tener que llamar a mi banco y cancelar la tarjeta. No ahora, que acabamos de llegar a Hollywood.

– No se preocupe -dijo Leonard-. Vamos a ver.

Se adelantó, colocó los dedos en las teclas de «borrar» y «cancelar» y dijo:

– Una vez me explicaron el truco, es así: usted introduce su clave secreta al mismo tiempo que mantiene presionado «cancelar» y «continuar». Eso debería hacer que la tarjeta saliera. ¿Quiere intentarlo?

– Claro -dijo el turista-. Vamos a ver… ¿Cuáles son las dos teclas que tengo que mantener presionadas?

– Éstas, pero déjeme que le ayude -dijo Leonard-. Yo presionaré las dos teclas, y usted solamente introduzca su código secreto.

– Yo presionaré las dos teclas -dijo una voz profunda detrás de Leonard.

Se dio la vuelta y vio a un hombre que tendría su misma edad, un tipo alto y musculoso que lo miraba directo a los ojos. La nuez de Adán de Leonard se movió de arriba abajo.

– Éste es mi hijo -dijo el turista-. El cajero no va bien, Wendell. Este señor está ayudándonos.

– Es muy amable de su parte -dijo Wendell, pero no dejó de mirar fijamente a los ojos azules y acuosos de Leonard ni un instante.

– Vamos, introduzca su clave -dijo Leonard, pero no se atrevió a mirar el teclado. De hecho, exageró el gesto de mirar hacia otra parte.

– Nada -dijo el turista-. No se ha movido ni una maldita cosa.

– Bueno, supongo que tendrá que cancelarla -dijo Leonard-. Pero había que intentarlo. Lamento no haber podido ayudarle.

Cuando se estaba yendo, oyó que la mujer decía:

– ¿Ves, Wendell? Hay mucha gente buena y muy amable en Hollywood.

Leonard sintió ganas de llorar cuando ya había caminado varias calles en dirección a su coche. Necesitaba crack con tanta urgencia que no podía pensar en nada más. Ni siquiera tenía hambre, aunque llevaba dos días sin probar una comida como Dios manda. Además había un coche de policía aparcado detrás del suyo con las luces encendidas, ¡y dos policías que estaban poniéndole una jodida multa!

– ¿Es éste su coche? -le preguntó Flotsam cuando Leonard se acercó con las llaves en la mano.

– Sí, ¿sucede algo malo? -dijo Leonard.

– ¿Algo malo? -dijo Jetsam-. ¿Por qué no mira dónde ha aparcado?

Leonard caminó hacia el frente del coche y vio que había aparcado en medio de la estrecha entrada de pavimento de una vieja casa de dos plantas que estaba encajada entre dos edificios nuevos. No había visto la entrada cuando aparcó, ni siquiera después de haber estado dando vueltas durante veinte minutos buscando un sitio donde estacionar en el que no fueran a ponerle una maldita multa como ésa.

– ¡Vamos, hombre! -dijo Leonard-. Ahora estoy sin trabajo. Pero incluso si tuviese algo de dinero no iba a dejarles mi coche a esos imbéciles espaldas mojadas del aparcamiento. Seguro que lo estrellarían en marcha atrás directamente contra la riñonera del primer turista idiota que acortara camino por el aparcamiento, ¿y luego qué?

– Demasiado tarde -dijo Flotsam-. Ya hemos extendido la multa. De todos modos es una suerte que haya llegado. El tipo que vive en esa casa quería que nos lleváramos su coche.

– No hay piedad -dijo Leonard-. No queda ni una gota de piedad ni de compasión en toda esta puta ciudad.

Jetsam tenía su linterna apuntando bastante cerca de la cara de Leonard, y pudo ver que se retorcía y sudaba. Levantó la luz para mirarle las pupilas, y dijo:

– ¿Tiene alguna identificación?

– ¿Para qué? -dijo Leonard-. No he hecho nada.

– Usted conduce este coche -dijo Jetsam-. Tendrá su licencia de conducir, ¿no?

Leonard metió la mano en el bolsillo para coger su cartera.

– No queda ni una pizca de piedad ni de compasión con los seres humanos -dijo Leonard mientras cogía la multa que le daba Flotsam y entregaba a Jetsam su permiso de conducir.

Jetsam miró la licencia, retrocedió hasta su tienda, entró y se sentó.

– Aaahh, mierda -dijo Leonard-. ¿Qué está haciendo? ¿Comprobando mis datos?

– Es sólo rutina -dijo Flotsam, dándole una palmadita en la espalda.

– Eso es lo que dicen siempre -se quejó Leonard-. ¿Alguna vez le dais una segunda oportunidad a alguien, eh? ¿Alguna vez?

– ¿Por qué motivo le han arrestado? -preguntó Flotsam.

– Lo averiguaréis en unos minutos -dijo Jetsam-. Un par de robos menores, eso será todo. Ya aprendí mi lección. Ahora sólo me mato a trabajar. Estoy justo entre dos empleos.

Cuando Jetsam volvió, le dijo a su compañero:

– Aquí el señor Stilwell tiene dos delitos anteriores por allanamiento y robo, y uno por hurto.

– Los robos fueron reducidos a hurto -dijo Leonard-. Me declaré culpable y sólo me condenaron a una temporada en la cárcel del condado. El delito de hurto fue por robar en una tienda cuando tuve que coger unos víveres para un vecino muy mayor que estaba enfermo. ¡Dios mío! ¿Acaso un tipo no puede tener una segunda oportunidad?

Para entonces, los dos policías podían imaginarse ya que Leonard era un adicto al crack, o quizás a la heroína, y Flotsam le dijo:

– Señor Stilwell, ¿no le molestará que echemos un vistazo a su coche, verdad? Sólo por rutina, claro.

– Adelante -dijo Leonard-. Si digo que no, vais a encontrar una excusa para hacerlo de todos modos.

– ¿Está diciéndonos que no? -dijo Jetsam.

– Estoy diciendo que hagáis la mierda que tengáis que hacer para que pueda irme a casa. Me rindo. No queda una pizca de piedad ni de compasión ni de caridad en toda la puta ciudad. Aquí tenéis.

Sacó las llaves de su bolsillo y se las lanzó a Jetsam, que abrió la puerta y revisó rápidamente el coche, buscando drogas en la guantera, debajo de los asientos, de las alfombrillas y en otros sitios igualmente obvios. Lo único que encontró fue una nota detrás de la visera que tenía apuntada una dirección. Reconoció la calle de la urbanización Mount Olympus, cerca de la cual había ocurrido un homicidio múltiple en el que estaba involucrada la mafia rusa. Apuntó la dirección en su libreta y cuando acabó le hizo una seña a Flotsam y dijo:

– Está bien, señor Stilwell, gracias por su cooperación.

Leonard sacudió la cabeza con un gesto de disgusto, y mientras entraba en su coche murmuró algo acerca de la falta de piedad y compasión que existía en la puta ciudad en la que vivía.

– Vayamos un momento a Mount Olympus -dijo Jetsam cuando estaban ya de vuelta en su tienda.

– ¿Para qué?

– Ese tipo tenía una dirección guardada detrás de la visera. ¿Qué iba a estar haciendo en Mount Olympus un pringao como ése? A menos que estuviese merodeando por alguna casa, eso podría ser.

– Ya empezamos otra vez -dijo Flotsam-. Tronco, estás decidido a ponerte en plan detective sabueso cuando estás conmigo. Quizás el tipo quiere convertirse en jardinero o algo así. ¿Se te había ocurrido eso?

– No tiene el color adecuado. Vamos, colega, sólo nos llevará unos minutos.

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