Joseph Wambaugh - Cuervos de Hollywood

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Joseph Wambaugh, maestro del thriller policíaco, ha vuelto con una adictiva novela focalizada una vez más en los oficiales de la Hollywood Station del LAPD; en concreto en el papel que desempeñan los «cuervos», nombre popular dela Oficina de Relaciones Comunitarias (CRO), formado por policías que no están satisfechos en las calles y que se sienten más seguros velando por la «calidad de vida» de los vecinos.

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Sin darle más vueltas, Flotsam se dirigió hacia Hollywood Hills, encontró la calle serpenteante que buscaban, y la siguió hasta arriba.

Jetsam comprobó la dirección.

– El número no existe.

– Vale -dijo Flotsam-. ¿Estás satisfecho ya?

Y se giró justo cuando Jetsam divisaba un coche conocido que estaba en una entrada unas cuantas casas más allá, donde debía haber estado el número de la calle que buscaban.

– ¡Ése es el coche de Hollywood Nate! -dijo.

– ¿Ese Mustang?

– Sí.

– Tío, hay muchos Mustang en esta ciudad.

Jetsam cogió la linterna y alumbró el coche.

– ¿Cuántos puede haber que tengan una placa que ponga SAG4NW?

– ¿Qué?

– Screen Actors Guild, Nate Weiss. ¿Cuántos?

– ¿Y qué?

– Tal vez deberíamos parar y ver si el que vive aquí conoce a Leonard Stilwell.

– Mira, tronco -dijo Flotsam-, ya arrastramos una vez a Hollywood Nate en una de tus ridículas persecuciones. No vamos a interrumpir lo que sea que esté haciendo allí dentro con otra de tus «pistas». Y conociéndole, sea lo que sea lo que esté haciendo seguro que tiene que ver con una chichi. Así que no se va a poner muy contento de vernos, vaya que no.

– Colega, podría tratarse de algo que él debería saber.

– ¡La puta dirección está equivocada! -dijo Flotsam-. Puedes contárselo a Nate mañana. Ese ladrón al que acabamos de trincar no va a andar matando a los vecinos de esta calle esta noche. ¿Estás de acuerdo?

– Supongo que tengo que estarlo -dijo Jetsam.

– Mañana puedes llamar a algún detective que aparezca en las páginas amarillas si se te ocurre alguna otra idea.

– ¿Crees que alguna vez podrás dejar de machacarme con eso, tío? -dijo Jetsam-. Está bien, cometí un error con lo del taller de coches. ¿Puedes dejarlo ya?

– Vale, lo dejaré. Alguien tiene que probar que sí existe «una pizca de piedad y compasión en toda la puta ciudad». Así que ¿estarnos en paz, tío? -preguntó Flotsam.

– Todo bien, colega -dijo Jetsam-. Siempre y cuando no vuelvas a mencionarlo.

– Ni una palabra más -dijo Flotsam-. Y lo digo en serio, Sherlock.

Capítulo 11

Por supuesto, Hollywood Nate no sabía nada del debate de los policías surfistas que estaba teniendo lugar en la calle, frente a la casa de Aziz. Estaba sentado a la mesa del comedor, bebiéndose su vino y contemplando los ojos color ámbar de Margot Aziz, que seguía llenándole la copa e intentando convencerle de que hacía los mejores martinis de Hollywood.

Finalmente, dijo:

– No me gusta demasiado el martini. El vino es estupendo, y la pasta y la ensalada estuvieron sensacionales.

– Sólo eran unos simples fideos con cuatro quesos -dijo ella-. Los típicos macarrones con queso, como diría tu madre.

– Debería ayudarte a fregar los platos -dijo él-. Lo hago bien. Mi ex era una obsesiva de la limpieza y me convirtió en un esclavo de la cocina.

– Nada de fregar, muchacho -dijo ella-. Mi asistenta vendrá por la mañana y se enfada cuando no tiene nada que hacer. -Luego añadió-: ¿Tú y tu esposa tuvisteis niños?

– Eso fue lo único bueno de mi matrimonio. No hubo niños.

– Puede ser bueno o malo -dijo ella-. Nicky es lo único bueno de mi matrimonio, que si Dios me ayuda pronto estará oficialmente terminado.

Nate miró a su alrededor y dijo:

– ¿Te quedas con la casa?

– Está en venta -dijo ella-. Una lástima, porque éste es el único hogar que Nicky ha conocido. ¿Tu mujer se quedó con la casa?

– Era un apartamento -dijo Nate-. Lo único que tuvimos que dividir fueron los cacharros de cocina, más o menos. Ella salió mucho mejor parada que yo. Se casó con un médico y ahora vive como se supone que debe vivir una princesa judía. Su padre estaba indignado por que se hubiera casado con un policía. Ella debió haberle hecho caso. Yo mismo debí haberle hecho caso.

– Mi Nicky tiene cinco años y se merece mantener el estilo de vida que ha llevado siempre -elijo Margot.

– Claro -dijo Nate-. Por supuesto.

– Me preocupo mucho por él y eso es, en parte, de lo que quiero hablarte.

– Está bien -dijo Nate-. Te escucho.

– He comenzado a tener miedo de su padre -comenzó a decir Margot. Se detuvo, bebió un sorbo de vino y continuó-: ¿Seguro que no quieres un martini? Cuando hablo de mi marido, Alí Aziz, yo necesito beberme uno.

– No, de verdad -dijo Nate-. Tú bébetelo tranquila.

Margot Aziz se puso de pie y salió del comedor en dirección a la cocina. Nate alcanzó a oír que estaba usando un picahielos. Se levantó y fue a donde ella estaba, a observarla mientras se preparaba la bebida.

– No soy una chica muy de ciudad -dijo ella-. Nací en Barstow, California, donde los adolescentes pasan los sábados por la noche en Del Taco, la histórica fonda de comida rápida de la ciudad, y pierden la virginidad en el prehistórico motel El Rancho. Yo soñaba con pertenecer al mundo del espectáculo. Bailaba y cantaba en todas las obras de la escuela. Por entonces era Margaret Osborne, y en el bachillerato fui elegida la chica más talentosa de la clase.

Se quedó callada durante un momento, y cuando volvieron al comedor, dijo:

– Un martini con vodka a la James Bond. Agitado, no revuelto. ¿No te tienta?

– No, de veras, Margot. Estoy perfectamente -dijo, y se preguntó si la palabra «tentar» había tenido algún doble sentido. Esperaba que sí.

Ella probó el martini, hizo un gesto de aprobación y dijo:

– El caso es que cuando llegué a Hollywood y comencé a buscar agente y a asistir a castings y a audiciones, descubrí que aquí todas las chicas eran la chica más talentosa de su escuela. Y cambiarme el nombre de Margaret por el de Margot no aumentó mi caché -se encogió de hombros en un gesto de menosprecio.

– Ya sospechaba yo que eras bailarina -dijo Nate-. Esas piernas…

– Desde que cumplí los treinta tengo que esforzarme mucho más para mantener las cosas en su sitio -dio otro sorbo, dejó el martini y dijo-: No vine al mundo con todas estas cosas. Mi padre trabajaba para la oficina de correos, y mi familia casi se queda en bancarrota cuando enviaron a mi hermana mayor a la universidad. Por suerte para ellos, yo no quise ir. Yo quería bailar, y decidí que iba a entregarme a ello en cuerpo y alma. Lo hice durante casi cuatro años. Fui camarera para poder pagarme la comida y mantener el coche. Y luego hice otras cosas.

Nate pensó que ya había oído antes esa historia. O que la había visto en casi todas las películas que se habían hecho sobre aspirantes a famosos. Se mantuvo expectante mientras ella bajaba su mirada ámbar como si estuviese avergonzada, y finalmente preguntó:

– ¿Qué otras cosas?

– Me convertí en bailarina de topless en algunos de los clubes de los bulevares. Era bastante dinero comparado con lo que hasta entonces tenía para sobrevivir. A veces ganaba quinientos dólares por noche solamente en propinas.

Ella lo miró como esperando una reacción, así que él dijo:

– Una chica tiene que ganarse la vida de alguna manera. Ésta es una ciudad dura.

– Exacto -dijo ella-. Pero nunca bailé en clubes de desnudo integral. Esos tugurios donde no se vende alcohol atraen a los militares y a los chavales pendencieros. Y yo nunca me quitaría toda la ropa.

– Entiendo -dijo Nate, pero se preguntaba qué diferencia había entre no llevar nada y llevar sólo un tanga. Se acordó de un curso de escritura de guiones que había seguido en la UCLA. «Simplista», aquella exasperante historia era simplista.

– Y luego conseguí un trabajo en la Sala Leopardo -dijo Margot-, y conocí a Alí Aziz.

– Tu marido -dijo Nate.

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