Prácticamente-es ahora cuando la visión de conjunto me permite tirar del hilo y devanar la madeja- fui expulsado de Israel y catapultado hacia Oriente. Con ese impulso excéntrico se me transmitía la lección y el mensaje de que nada absolutamente nada relativo a Jesús de Galilea puede encontrarse hoy en el microcosmos judío -a no ser que se busque por la vía del argumento a contrarii-y poco, muy poco, en la doctrina de la Iglesia.
Chau, hermanito… Me voy a pasear en una suntuosa góndola de estilo hindú-aquí las llaman shikaras-por las verdinegras aguas de la laguna con el cuerpo y el alma hundidos en los dulces brazos de una hurí del profeta. Tengo que recuperar el tiempo perdido (aunque no desperdiciado) en el lupanar de Puri.
No me escribas a Leh ni a ninguna otra parte.
Quédese lo que allí encuentre y lo que allí me suceda para nuestra ya inminente charla frente al porrón de vino de la Ribera del Duero. A finales de mes, si los de arriba no deciden lo contrario, estaré de nuevo en Madrid e iré a verte. Los acontecimientos se precipitan. La Gran Conjura ha empezado. ¡En pie los creyentes de la tierra!
Conviene, Fernando, que cambiemos impresiones, que tomemos decisiones y que cerremos filas.
Ahí está la góndola que rumbosamente he alquilado. Su piloto, a juzgar por la desmesurada longitud de sus corvas y torvas napias (aquí abundan los narigudos de Quevedo), podría ser una de las numerosas reencarnaciones de Cyrano de Bergerac. Pero no será él, afortunadamente, sino ella-la hurí-quien me lleve a la luna [53].
Arrieritos somos.
DIONISIO
(Francia y España, verano y otoño de 1991)
Detrás de los ojos del iniciado se esconde la mirada de Dios que regresa.
FRANCISO DE OLEZA
¿Qué estás charlando acerca de Dios? Cualquier cosa que digas de El es falsa.
EcKHART
Cada vez que la virtud del mundo mengua, yo me manifiesto.
Palabras de KRISHNA en la Baghavad Gita
EL DIA VEINTE DE SEPTIEMBRE, a la del alba, cogí en Delhi un avión de Air France que doce horas más tarde me depositó -ojeroso y derrengado, pero rebosante de vida-en el aeropuerto de París. Ninguna azafata me tiró los tejos ni, caso de tirármelos, yo los habría aceptado. Llevaba en la agenda, y en el saco de las intenciones ocultas cosas mucho más urgentes e importantes.
Mi hija Devi estaba en Vincennes, pasando unos días-los últimos antes de la vuelta al cole-en el chalet del abuelo de una de sus compañeras de estudios y de diabluras. Me lo dijo Kandahar, a la que llamé por teléfono en cuanto salí-sin costo en el culo ni en ninguna parte- de las dependencias de la aduana. Al oír mi voz se volvió loca de alegría. Con personas así da gusto volver a casa. Mi chica, en cambio, había vuelto a irse de viaje.
Interpreté la presencia de Devi en Francia, a muy pocos kilómetros de París, como una enésima señal de las alturas enviada para abrirme los ojos y guiarme, pero no llegué a esa conclusión por megalomanía ni por prurito estético y literario ni por afán de nada, sino porque la última etapa de mi viaje-así me lo indicaron en el monasterio de Leh donde buscó refugio Jesucristo- me esperaba en Chartres. Hacia allí debía dirigirme a ciegas. Nadie, de hecho, se molestó en explicarme el motivo de esa ambigua cita con un punto del mapamundi en el que nunca había estado ni yo me atreví a formular pregunta alguna. Los maestros me habían enseñado a caminar a tientas y a no discutir los consejos ni las órdenes de quienes estaban muy por encima de mí en edad, saber y gobierno. A lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido. Así trabajaban los alquimistas y así tenía que bregar yo para construir y resolver dentro de mi conciencia el cuadrado mágico del arte real: S A T O R A R E P O T E N E T O P E R A R O T A S I ¿Otro laberinto? Pues sí: otro laberinto.
Llamé a Devi y, después de besuquearla y achucharla telefónicamente, le dije que pasaría a recogerla por la mañana, a primera hora, para irnos juntos de excursión a un sitio muy bonito.
Se puso casi tan contenta como se había puesto su hermana al comprobar que su padre seguía vivo después de seis meses de viaje numantino en la brecha, a pecho descubierto y a la intemperie. Nunca, en todo ese tiempo, había descolgado un teléfono-detestaba ese chisme-para saber de mi gente. Cartas tranquilizadoras, en cambio, sí que había enviado (aparte de los apuntes remitidos a Kandahar), aunque no muchas, pero-tal como andaba el patio y visto el cariz de los acontecimientos- podían haber sido escritas por cualquiera de mis enemigos mientras yo, verbigracia, me pudría bajo tierra, o en un calabozo, o en una celda de lama de clausura, o en los abismos de la droga, de la muerte iniciática, del descenso a las regiones infernales, de la trata de blancas (y de blancos) o, sencillamente, de la locura.
El veintiuno de septiembre, último viernes del verano, recogí a Devi en el chalet de Vincennes, me fui con ella a la estación de Montparnasse y compré en sus taquillas dos billetes de primera clase para un meteórico tren de cercanías. Noventa minutos después estábamos en Chartres.
Entre pitos y flautas era ya la hora de comer.
Nos fuimos paseando y gamberreando hacia el centro de la ciudad-Devi estaba guapísima y había pegado un buen estirón, pero por suerte seguía siendo tan traviesa, bullebulle y tabardillo como antes-y nos metimos en un tascucio gobernado por un moro de Mequinez para matar el hambre a fuerza de cuscús, dátiles, té con yerbabuena y cuernos de gacela. A Devi siempre le había gustado la comida de Marruecos. Y a mí también.
El restaurantillo quedaba cerca de la catedral y ésta era, evidentemente, mi punto de destino.
Tratándose de un sitio como Chartres, no podía ser otro. Toda la ciudad, que no es muy grande, crecía al arrimo, a la sombra y alrededor de aquel portentoso edificio. ¿Toda la ciudad? Sí, y todos sus habitantes, y todos sus visitantes, y todos los pueblos cercanos, y toda la región, y toda la inmensa llanura pintada ya con los suaves colores de la paleta del otoño que se nos echaba encima.
Nada podía existir allí al margen del imponente templo gótico cuyas agujas, gárgolas, canecillos, campanarios, torres y efigies de siniestros monstruos medievales rozan el cielo con sus afiladas uñas de piedra oscurecida por el paso de los siglos.
Pensé que por las venas de Chartres corría la misma sangre que por las de Santiago de Compostela. En ningún otro punto de Europa ni, probablemente, de todo el mundo occidental vuela tan alto el espíritu como en esas dos ciudades. Y yo-que había oído por primera vez la llamada de esta peregrinación en el mes de julio de mil novecientos setenta, cuando leí las obras de Fulcanelli [54], el último alquimista-sólo ahora, gracias a un monje tibetano de Leh, convertía en realidad aquel antiguo sueño. Quise ir a Chartres muchas veces, e incluso-en dos o tres ocasiones-cargué el equipaje en el coche, pero siempre se me cruzó algo que en el último momento lo impedía. Así son los caminos de la gnosis: una zigzagueante sucesión de subidas al Monte Carmelo y de noches oscuras del alma. Accidentado y difícil es en verdad el filo de la navaja de Shiva que se interpone entre los lugares de poder y el mezquino territorio de las vidas corrientes y molientes.
Devi y yo dimos buena cuenta del cuscús, nos echamos al bolsillo un puñado de dátiles y unos cuantos cuernos de gacela por si las cosas se ponían difíciles-el Maligno, ya lo sabemos, no descansa y, por otra parte, a la niña le divertía (y a mí también) fingir que éramos druidas perseguidos por las legiones de Julio César en los bosques sagrados de los celtas que alguna vez, in illo tempore, cubrieron la comarca (hoy pelona)- y nos fuimos, eructando a troche y moche y diciéndonos entre risas jandulilá, a visitar la maravilla que cerraba el horizonte y gravitaba sobre nuestras cabezas.
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