Fernando Dragó - La prueba del laberinto

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Premio Planeta de Novela 1992
Ésta es una extraordinaria novela que según su propio autor podría titularse, si alguien no le hubiese ya robado el título, La más hermosa historia jamás contada: "Detective español de cincuenta y tres años se ve obligado por los dioses, por la Confederación de Fuerzas del Más Allá y por las circunstancias, a partir en busca de Jesús de Galilea, predicador judío que desapareció misteriosamente en el trigésimo tercer año de nuestra era." No podía encontrarse un tema mayor ni un personaje de interés más hondo y universal: "En su vida hay misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección. ¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones." Con estos elementos apasionantes y el talento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos, Fernando Sánchez Dragó ha escrito esta novela, ganadora del Premio Planeta 1992.

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No sabemos gran cosa sobre las fuentes de las enseñanzas de Jesús ni sobre los años transcurridos “en el desierto", mirando hacia Oriente. El mito cristiano parece muy vinculado a los mitos dionisiacos. Jesús, como Skanda [51]o Dionisioes hijo del padre, de Zeus. No tiene esposa. Sólo la diosa madre encuentra un hueco a su lado. La gente que le escucha y que le sigue-sus obhaktas-pertenecen al pueblo llano. Su enseñanza se dirige a los humildes, a los marginados. Acoge a las prostitutas y los perseguidos. Su rito es un sacrificio. En la leyenda órfica ocupa un lugar relevante la pasión y la resurrección de Dionisio.

Numerosos milagros de éste se atribuyeron a Jesús. Los paralelismos entre las dos mitologías son evidentes. Los mitos y los símbolos relacionados con el nacimiento y la vida del Nazareno -su bautismo, su entorno, su entrada en Jerusalén a lomos de un asno, la Cena (rito del banquete y del sacrificio), la Pasión, la muerte, la resurrección, las fechas y la naturaleza de las fiestas, el poder de curar y de transformar el agua en vino- evocan inevitablemente el modelo dionisiaco.

Parece, pues, que la iniciación de Jesús revistió carácter órfico o dionisiaco, y no esenio, como a menudo se ha sugerido. Su mensaje, que representa una tentativa de regreso a la tolerancia y al respeto por la obra del Padre Creador, fue desnaturalizado por completo después de la muerte de Jesús. El cristianismo posterior a ella se opone frontalmente al que el Maestro predicó: imperialismo religioso, intereses políticos, guerras, masacres, torturas, hogueras, persecución de los herejes y negación del placer, de la sexualidad y de todas las vivencias del goce de lo divino. Nada de eso era así al principio. Durante mucho tiempo se acusó a los cristianos de celebrar sacrificios sangrientos, ritos eróticos y orgías. No es fácil averiguar qué fundamento tenían estas murmuraciones. Más tarde volvieron a desencadenarse en lo concerniente a los círculos secretos de carácter místico e iniciático que intentaban resucitar y perpetuar el cristianismo de los orígenes.

Encontramos de nuevo el simbolismo ternario hindú en la base del concepto de la Trinidad cristiana. El Padre representa el principio generador del mismo modo que Shiva representa el Falo. El Hijo es el dios protector que se encarna y desciende al mundo para salvarlo, como Vishnú y sus avatares. El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es la chispa que une ambos polos y equivale a Brahma (la inmensidad). El Hijo-y lo mismo sucede con Vishnú- tiene muchas cosas en común con Shakti (el principio femenino, la diosa) y representa, por lo tanto, al Andrógino. Su culto se mezcla y confunde constantemente con el de la Virgen Madre.

Los esfuerzos realizados por la Iglesia para disimular las fuentes órficas y shivaitas de la doctrina de Jesús han arrinconado en el olvido la verdadera y profunda significación del mito cristiano y desembocado en interpretaciones materialistas y pseudohistóricas carentes de sentido ecuménico.

El politeísmo, sin embargo, aún sigue presente tanto en el mundo católico como en el protestante, cuyos teólogos e ideólogos se han limitado a reemplazar los nombres de los antiguos dioses por los inscritos en el santoral. No existe prácticamente ningún templo cristiano dedicado a Dios.

Todos están bajo la égida de la Virgen Madre o de esas divinidades menores a las que llaman santos.

En un medio politeísta el cristianismo se funde fácilmente con la religión tradicional, como sucede -por ejemplo-en la India, donde lo mismo se invoca a la Virgen que a Kali, donde se confunden los cultos del Niño Krishna con los del Niño Jesús y donde el espíritu bhuta que se apodera de los participantes en ciertas ceremonias de danza extática toma el nombre de los santos cristianos.

¿Se puede recuperar el mensaje de Jesús? Quizá si. Para ello seria necesario el retorno a un evangelio mucho menos selectivo y el redescubrimiento de cuanto la Iglesia, cuidadosamente, ha ocultado o destruido en lo tocante a sus fuentes y a su historia, prestando especial atención durante esa tentativa de rescate a los llamados evangelios apócrifos, algunos de los cuales son más antiguos que los canónicos. Eso permitiría regresar a lo que pudo ser la verdadera enseñanza de Cristo, fruto del esfuerzo realizado por éste para adaptar su mundo y su época a la gran tradición humana y espiritual de los cultos shivaitas y dionisiacos.

Un Jesús despojado de los falsos valores que a partir de San Pablo rodean y deforman su enseñanza podría reincorporarse con facilidad a dicha tradición. Pero eso, evidentemente, sólo podría hacerse al margen de quienes con singular audacia se arrogan el titulo de representantes de Dios en la tierra y de intérpretes exclusivos de su voluntad. La verdadera religión es la que respeta humildemente la obra divina y su misterio.

Se equivocan quienes piensan que el Occidente moderno es cristiano. Lo fue, si, en la Edad Media, pero luego dejó de serlo. A partir del año mil, aproximadamente, se difunde por Europa la idea de que el hombre es capaz de dominar el mundo y de rectificar la creación echándole, en cierto modo, una mano a Dios. Esa arrogante conjetura socava la base del cristianismo y lo modifica profundamente. Ya nunca volverá a ser una verdadera religión, es decir, una religión ecuménica que se dirija a la totalidad del ser humano integrando a éste en la naturaleza y ayudándole a restablecer sus relaciones con el mundo de los espíritus y de los dioses. El último cristiano cabal, desde este punto de vista, fue san Francisco de Asís. Toda religión es, en principio, un sistema o un modo de aproximarse a lo divino. De ahí que una verdadera religión no pueda ser exclusiva ni pretender que tiene el monopolio de Dios, pues la realidad divina es tan polimorfa como los caminos que conducen a ella [52].

Dan ganas de decir amén, ¿no? Yo, al menos suscribo de la cruz a la bola todo lo que el señor Danielou-al que ya considero, sin conocerlo, un amigo del alma, un hermano espiritual y un compañero de fatigas en la lucha contra el Sistema- sostiene contundentemente en estos párrafos y en las trescientas cincuenta y seis páginas de su libro, que no tiene lastre alguno y que debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas del mundo occidental.

Estoy, incluso, dispuesto a darle la razón en lo que dice sobre los esenios, renunciando así a lo que hasta hace muy poco tiempo era en mí certidumbre casi absoluta respecto a las conexiones existentes entre esa secta y la figura de Jesús.

Ahora bien: con una leve y breve reserva que menciono a beneficio de inventario… ¿Por qué no admitir la posibilidad de que el Galileo se iniciara sucesivamente en los misterios esenios (que le caían cerca), en los órficos y en los dionisíacos?

Nada quitan los unos a los otros. Al contrario: más bien se complementan. Yo mismo, modestamente, me he sometido (o, quizá, me he enfrentado) a dos procesos de iniciación muy distintos desde que empecé este viaje: el de Isis y Osiris en el Alto Nilo, y el del tantra, en Orissa. Y aún no sé lo que me espera en Ladakh.

Me siento, vanidad aparte, como si por fin hubiese encontrado el hilo de Ariadna que antes o después me permitirá salir con vida del laberinto. Todo encaja, todo se ilumina, todo cobra sentido si elevamos a tesis la hipótesis de la conexión multivalente entre el cristianismo, el shivaísmo y el tantrismo a través de una deidad del Mediterráneo que se llamaba como yo. Estoy, de hecho, orgulloso de mi nombre. Y ahora, sólo ahora, entiendo por qué -de pista en pista de sugerencia en sugerencia, de dato en dato- los misteriosos informadores (llamémoslos así) encontrados no menos misteriosamente en el curso de mi viaje me enviaron primero a Nubia, luego al golfo de Bengala y, por último, al Tibet indio.

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