Fernando Dragó - La prueba del laberinto

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Premio Planeta de Novela 1992
Ésta es una extraordinaria novela que según su propio autor podría titularse, si alguien no le hubiese ya robado el título, La más hermosa historia jamás contada: "Detective español de cincuenta y tres años se ve obligado por los dioses, por la Confederación de Fuerzas del Más Allá y por las circunstancias, a partir en busca de Jesús de Galilea, predicador judío que desapareció misteriosamente en el trigésimo tercer año de nuestra era." No podía encontrarse un tema mayor ni un personaje de interés más hondo y universal: "En su vida hay misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección. ¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones." Con estos elementos apasionantes y el talento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos, Fernando Sánchez Dragó ha escrito esta novela, ganadora del Premio Planeta 1992.

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– Tengo a mano, y cerca de la cama, todos tus libros. Me masturbo con ellos, corazón. A falta de pan…

– Pues tráela.

Treinta segundos después estaba sobre la mesa. La abrí febrilmente, la hojeé hasta encontrar lo que buscaba y se la pasé a Herminio.

– Léelo tú en voz alta -le pedí-. Son sólo seis páginas. Y no olvides que todo lo que se dice en ellas es rigurosamente cierto.

– ¿Dónde quieres que empiece?

– Ahí.

Señalé una línea con el dedo, cerré los ojos y me fui en volandas de la memoria, del mal de ausencias y del recuerdo de Cristina al mes de noviembre de mil novecientos sesenta y nueve y al templo tántrico de Konarak, cuya impresionante mole negruzca se alza frente al mar en una ventosa y remota playa del Golfo de Bengala.

Herminio se caló sus gafitas de montura de oro compradas por cuatro perras a un perista del barrio y leyó lo que sigue:»Así, quijotescamente, a la del alba y después de salir de la venta del Tourist Bungalow, llegó por fin Dionisio a la explanada del templo, lo rodeó, lo adoró, lo miró y remiró con hambruna mística -casi con codicia- por enésima vez y se sentó luego a descansar, y a recibir el prana o soplo de energía cósmica de los primeros rayos del sol, en el mullido y arenoso asiento del copete de una duna.

»Y fue entonces, en la frontera de la luz del día y en el preciso instante en que los gatos dejaban de ser pardos y las cosas recuperaban la nitidez de sus perfiles, cuando salió del bosque y se encaminó hacia el viajero un individuo de porte estrafalario y pintoresca fachada.

»Dionisio lo clasificó inmediatamente en la categoría de los faquires y lo contempló con abierta curiosidad mientras se le acercaba.

»Iba vestido de blanco con una especie de estola de color azafranado. Su barba era canosa, hirsutas sus greñas agitadas por el viento febriles sus ojos, cetrina su piel, silvestres sus cejas, saledizos sus pómulos, escuálidas sus carnes, huesudas y callosas sus articulaciones descoyuntados sus movimientos y firme, aunque indolente, su manera de caminar. Llevaba, como todos los santones de la India, los pies descalzos.

»Pasó y chilló una gaviota. El aire se tensó como la cuerda de un arco. Los cuervos graznaban. Zumbó un abejorro.

»Algo, inminente, iba a suceder. Dionisio lo supo en el acto.

»El desconocido llegó hasta él y, yéndose derecho al grano, sin darle ni tan siquiera los buenos días, preguntó: -¿Tienes tabaco?

»El viajero hurgó en su bola de correcaminos encontró y sacó una cajetilla arrugada y aplastada, y con gesto esquivo-como si quisiera zanjar el asunto lo antes posible-se la tendió al faquir.

– Puedes quedártela-dijo.

– No. Yo no fumo -fue la respuesta-. Lo preguntaba pensando en ti.

– ¿En mí?

– ¿Tanto te extraña?

»Dionisio se encogió de hombros. El santón en tono que no admitía réplica, añadió:-Enciende un cigarrillo. El viajero obedeció.

– Ahora da tres o cuatro caladas.

El viajero las dio.

– Abre la palma de la mano izquierda.

»¿De la mano izquierda? ¿Precisamente de la mano izquierda, pensó Dionisio, y eso en las mismísimas fauces tántricas del templo de Konarak?. [12]Y la abrió.

– Echa la ceniza del cigarrillo en esa mano.

La echó.

– Ciérrala.

La cerró.

– Abre otra vez la mano.

»Dionisio, tenso y mudo, acató la orden. Un instante después, como del rayo, los ojos casi se le salieron de las órbitas al comprobar que en la palma de la mano no quedaba huella alguna de ceniza. Esta, o lo que bajo su superficie y en su vientre se escondiera, había sido reemplazada por una flor amarilla.

»Vibró de nuevo el aire y, de repente, se aflojaron sus cuerdas. La gaviota regresó en silencio y voló, como un brochazo de plata, hacia la línea del horizonte. Los cuervos callaron. El abejorro había desaparecido.

»Y el faquir, que en ningún momento había tocado a Dionisio ni le había pedido nada, también. Su silueta metafísica y cimbreante era ya un caprichoso garabato junto a la orilla del mar.

»El viajero lo siguió con la mirada y luego dirigió ésta hacia la flor. Existía. No era un espejismo ni un sucedáneo ni una impostura. La olió, la tocó, verificó su identidad, la guardó con esmero entre las páginas del ejemplar del I Ching [13]que siempre llevaba a cuestas, buscó algo en sus tripas, lo encontró, lo sacó -era una hoja de papel impreso cuidadosamente doblada-, la desplegó, la leyó, se acordó del marinero del romance del conde Arnaldo-sólo digo mi canción / a quien conmigo va-y sonrió con el pensamiento y el sentimiento puestos en un lugar lejano.

»Luego se levantó, cerró los ojos, respiró abdominalmente en ocho tiempos, se inundó de prana, hizo todo lo posible para dejar la inteligencia en blanco y para suspender la actividad de los sentidos, meditó un instante, volvió a sonreír y emprendió el camino de regreso a la veranda del Tourist Bungalow, al calor humano de sus dos amigos, al fuego del hogar del Indómito Volkswagen, a la carretera de Delhi, al Templo de Oro de los sikhs en Amritsar, a la frontera paquistaní, a Erzurum, a Estambul, a Europa y en definitiva, a casa)).

Herminio se calló con un gesto de perplejidad consultó con la mirada a Dionisio y dijo:-Aquí hay un espacio en blanco. ¿Sigo leyendo?

– Sigue leyendo. El cuento no ha terminado.

Volvió a ajustarse las gafas, acercó una de las velas al libro, se aclaró la garganta y reanudó su tarea:

«Unos años antes, en el mes de diciembre de mil novecientos sesenta y dos, Dionisio se había tropezado por casualidad -en el curso de una noche pasada a bordo de un transatlántico que venía de Buenos Aires, hacía escala en Barcelona y rendía viaje en Génova-con un texto que había llamado poderosamente su atención de cachorro de artista distraído por las voluptuosas tentaciones del diabólico (que no divino) tesoro de la juventud y paralizado en su titubeante actividad literaria por el hastío, la claustrofobia y el desconcierto propios del callejón sin salida en el que por culpa del absurdo y demagógico debate abierto sobre la necesidad del compromiso político se habían encerrado muchos escritores occidentales-casi todos-a raíz de la terminación de la segunda guerra mundial.

El texto, que era muy breve (tanto que ni siquiera llegaba a ocupar una página), había sido escrito por un autor que ni Dionisio ni prácticamente nadie-excepto sus compatriotas-conocían por aquel entonces.

Se llamaba Jorge Luis Borges.

»Dionisio -asustado, emocionado y deslumbrado por lo que acababa de leer-consiguió que le fotocopiasen aquella página áurea en la oficina del capitán del barco, la dobló meticulosamente, la escondió en un bolsillo secreto de la cartera de piel de cocodrilo que había heredado de su padre y a partir de aquel momento procuró llevarla siempre consigo.)) «Y ésa era, naturalmente, la desgastada hoja de papel impreso que Dionisio había sacado de entre las páginas del ejemplar del I Ching y había releído por enésima vez frente a la Gran Basílica del Tantrismo después de su extraño encuentro con el Faquir de Konarako) El texto en cuestión decía así…

UNA ROSA AMARILLA Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas.

Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco: Púrpura del jardín, pompa del prado gema de primavera, ojo de abril…» Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa como Adán pudo verla en el paraíso y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras, y que podemos mencionar o aludir, pero no expresar, y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.

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