Me acosté a las nueve y dormí-del lobo un pelo-como un bendito: diez horas de un tirón sin pesadillas, sin dar vueltas en la cama y sin abrir la boca. Se conoce que estaba agotado y que, sin saberlo, confiaba en que se cumpliese también para mí el pronóstico y el deseo formulados por Escarlata O'Hara en la última línea de aquel culebrón ecuménico que se llamaba (y se sigue llamando) Lo que el viento se llevó.
Vale decir: mi subconsciente confiaba en que mañana, después de todo, fuese otro día.
Y lo fue, ya lo creo que lo fue.
El miércoles amaneció plomizo, lluvioso abrupto y encabronado. Salté de la cama a las siete, una hora antes de que sonara el despertador, y puse manos a la obra. El ángel y el demonio-puntuales, feroces, intransigentes-me habían dado un ultimátum. La lucha se intensificaba. No podía seguir perdiendo el tiempo a la espera de que el árbitro pitase el final del partido mientras el marcador registraba un empate.
Tenía que tomar una decisión.
Y al menos una cosa, en medio de aquel confuso e infame gatuperio, saltaba a la vista: yo no era capaz de pasar el Rubicón a solas inclinándome por el sí o por el no. Necesitaba ayuda. Alguien -un brujo, un amigo, una madre, una mujer enamorada, un guía espiritual-tenía que darme un empujón para que me cayese al río y el agua me refrescara, me enjuagara y me aclarara las ideas.
Cogí la libreta de los teléfonos y repasé los nombres anotados en sus páginas. Al final, después de darles no pocas vueltas, decidí empezar por Herminio, el mariquita gallego que se me había acercado una mañana en el estanque del Retiro con la intención de tirarme los tejos y que desde ese mismo día-despechado, pero feliz- se había convertido en mi echador de cartas, en mi oráculo de Delfos, en mi sumo sacerdote del tarot.
Tenía veintinueve años, pesaba cincuenta y ocho kilos prorrateados,-tocaban a poco-entre ciento setenta y siete centímetros de estatura y hablaba con la melosa y melodiosa cadencia de las muchachas de Muros (que son, según los expertos en antropología cultural, las más guapas y embaucadoras de toda Galicia).
Era lo que se dice un virtuoso de la lectura del destino, un príncipe de los naipes, un artista de las ciencias ocultas y del psicoanálisis sagrado.
Y, además, vivía-eso fue, en el fondo, lo que me decidió a empezar por él mi romería de petición de árnica-a un tiro de piedra de mi casa.
Se acostaba siempre muy tarde, empantanada hasta las tantas en los cazaderos y atolladeros del amor oscuro, y se levantaba, lógicamente cuando los niños salían del colegio. Vivía, como casi todos los homosexuales, solo y, sin duda solo también moriría. Pero no le importaba. Había apostado por sí mismo, sin trampa ni cartón, y eso le obligaba a sobrevivir-o a gastar la vida-dando la espalda a la sociedad. Sabía, como lo saben todos los maestros cantores del ocultismo que la Luz únicamente desciende sobre las personas que se atreven a escarbar sin miedo en sus propias tripas, que así aprenden a conocerse y a aceptarse, y que a partir de esa aceptación y de ese autoconocimiento obran en consecuencia sin detenerse nunca para mirar atrás.
Hice tiempo -febril, nervioso, demudado- hasta que oí dar las cuatro y media en el reloj de péndulo y sólo entonces, con pulso tembloroso, me arriesgué a telefonearle. No quería turbar su sueño ni interrumpir su descanso. Por nada del mundo-ni incendio, ni terremoto, ni impacto de meteorito, ni hecatombe nuclear-me hubiese atrevido a ello. Y no, como cabe imaginar por respeto, por buena crianza o por miedo a su reacción, sino por puro egoísmo: sabía por experiencia que el quinqué del tarot no ardía en su corazón ni se encendía en su mente cuando estaba cansado. Para que el sésamo, ábrete, golpease la roca y ésta se abriese, Herminio-flor de acequia, rosa de pitiminí, mariconazo de tente mientras cobro-tenía que encontrarse en plena forma.
Yo, de hecho, le llamaba, entre bromas y veras princesita del almendro y él, al escuchar ese apodo, se sonrojaba, se estremecía de gusto y temblaba como una hoja de hierba de Walt Whitman.
Marqué su número, oí su voz, contuve el impulso de creer-siempre me sucedía-que estaba hablando con una chica y dije: -Soy Dionisio. ¿Te despierto?
– No, corazón, no me despiertas-contestó-.Entre otras razones, cariño, porque para ti siempre estoy despierto. Puedes entrar en mi habitación cuando se te antoje y, naturalmente, sin avisar. Me encantan las sorpresas. ¿Por qué no quieres que te deje una llave de mi casa? Eres malo avieso, machista y desdeñoso conmigo. Ya me vendrás a buscar cuando te castigue Dios. Recuerda que la vida es larga y que yo sólo voy a cumplir treinta, no como tú, que eres un vejestorio.
Bromas de mariquita solterón -pese a su edad-que yo, cuando estaba de buenas y con tiempo por delante, le seguía. Pero esta vez, ay ni tenía tiempo para vacilar ni estaba de buenas.
Le corté, le pedí perdón por el tono de mi voz y por mi prepotencia-justificadísima, dije, por las circunstancias-y le pregunté si podía recibirme y leerme las cartas esa misma tarde.
Podía, claro que podía. ¡Faltaría más! Verme -comentó- era un placer tan intenso como el que le producían los orgasmos, aunque por desgracia mucho menos frecuente.
No esperé a que se arrepintiera. Me puse un chubasquero y salí a la calle. No había un alma.
Entré en el cafetín de la esquina, que estaba a rebosar, y pedí un carajillo doble. La crisis evangélica-llamémosla así-me empujaba hacia el alcohol. Estaba violando todos los mandamientos de la nueva era, que yo mismo,-en fraterna colaboración y comunión de ideas con un grupo de adelantados del Espíritu y de insurrectos frente al Sistema-me había esforzado por trasladar con relativo y sorprendente éxito, desde las playas y comunas de la risueña California hasta los áridos pegujales de mi país. ¡Si mis correligionarios y acólitos me viesen!
Pero no había riesgo, no frecuentaban esos ambientes de clase obrera, humo de tagarnina, lingotazo de cazalla servido en copa de coñac, serrín en el suelo, café de cazuela, venablos a discreción y apasionadas discusiones sobre el resultado y el arbitraje del partido de fútbol de la víspera. Santiago, y cierra España.
A las cinco menos siete minutos entraba como un obús por el portal de la casa de Herminio subía de dos en dos los peligrosos escalones de madera desbastada por el paso del tiempo y por las rugosas suelas de los zapatos de los vecinos y de sus adláteres,-aquel barrio de artistas, de putas, de navajeros, de heroinómanos y de señoras haciendo punto en sillas de enea con un chal negro sobre los hombros hundía sus cimientos en uno de los núcleos más antiguos de la ciudad- y golpeaba sonoramente la puerta del cubil del brujo (y picadero coquetón de treinta y ocho metros cuadrados y abigarradamente aprovechados) con la aldaba de hierro renegrido que muchos años atrás, y en recuerdo de una noche al parecer inolvidable, le había regalado un farmacéutico sordo de las montañas de Orense.
– ¿Qué mosca te ha picado? -dijo el mariquita al abrirme.
Y acto seguido me indicó con un gesto de sus manos huesudas la mesa de camilla que utilizaba para desplegar ante la mirada atónita de sus clientes y de sus queridos el fastuoso espectáculo de sombras chinescas protagonizado por las figuras e imágenes del tarot.
Herminio llevaba un batín corto y ceñido de color violeta con la carota del boxeador Cassius Clay estampada en el trasero de la prenda y delicadamente rodeada por un óvalo de cordoncillo en relieve. Los mofletes del negrazo se hinchaban y deshinchaban siguiendo el hilo de los sinuosos y cadenciosos movimientos de las nalgas del zahorí. ¿Dónde habría comprado éste semejante pingo de marujona insatisfecha y sin estudios? Seguro que se lo había puesto para mí. Ya le agradecería después el detalle y le felicitaría por el hallazgo.
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