Era aquel salto de cama-aquella apoteosis del kitsch-un gozo para la vista, un derechazo al buen gusto, una pieza de museo de los horrores, una obra maestra de la lencería homosexual.
Obedecí la indicación de Herminio y me dirigí hacia la mesa de camilla. Empezaba a atardecer, pero la única habitación existente en aquel cuchitril de loco sublime no necesitaba de la oscuridad exterior para que la penumbra la envolviese.
Sabido es que tanto los homosexuales como los videntes adoran las velas. Y Herminio era lo uno y lo otro-vidente y homosexual-y las dos cosas, por añadidura, de nacimiento. Nada tenía pues, de particular el hecho de que la pieza estuviese invadida (y muy débilmente alumbrada) por diez o doce velas de todos los colores, formas y tamaños.
El resto de la decoración era pacotilla de jipi venido a menos comprada en el Rastro.
Del tocadiscos, que también era una reliquia de museo, brotaba milagrosamente una canción.
Milagrosamente, digo, porque a la luz de mis escasos conocimientos tecnológicos y fonográficos era imposible entender cómo diantre llegaba la canción de marras hasta mis oídos por entre los saltos, eructos, carraspeos, gargarismos y rechinar de dientes de la antigualla.
Pero llegaba, vaya si llegaba, y probablemente no sólo hasta mí y hasta su propietario, sino también hasta las sufridas orejas de los restantes inquilinos del inmueble, convencidos todos-desde muchos años antes-de la inutilidad de avisar a la policía para pedirle que metiera en cintura, insensata pretensión, a aquel gallego aquijotado y metafísico que parecía una meiga con faralaes.
La canción era de los Beatles y se llamaba Abbey Road. Supuse que la Princesita del Almendro también la había escogido pensando en mí como el deshabillé con la efigie de Cassius Clay y en mi irreprimible nostalgia de los años sesenta. Muchas veces, en efecto, había escuchado yo ese himno oficioso de la Década Prodigiosa psicodélicamente arrellanado en los divanes morunos del salón de música del piso de la pequeña ciudad provinciana. Los homosexuales, por lo que a lo largo de mi vida de maratoneta nocturno he podido comprobar, tienen memoria de elefante diplomado en la Sorbona y cuidan hasta extremos realmente inverosímiles las nimiedades cotidianas de las que muy a menudo depende la felicidad o la infelicidad de los seres humanos.
Ya lo dije antes: no había tiempo que perder. Y no lo perdí. Esquivé como pude las zalemas y los requiebros de mi anfitrión y entré brutalmente por uvas.
– Herminio-le solté a bocajarro-, necesito que me ayudes, pero sin formular preguntas. Sé que eres un cotilla de tomo y lomo, como todos los de tu especie, y que al pedirte lo que te pido en las condiciones en que te lo pido te estoy asestando una cuchillada trapera. Entiéndelo, Princesita del Almendro, y perdóname. Te prometo que tú serás una de las primeras personas en enterarte de la tostada cuando mis labios dejen de estar sellados por la neurastenia.
Se rió, asintió y dijo:-Lo que tú mandes, Robert Redford, pero conste en acta que los cartomantes y los maricones somos como los curas: todo lo que decimos y lo que oímos, lo oímos, y lo decimos, bajo riguroso secreto de confesión.
– Sí-comenté-, especialmente los maricones.
– Por la cuenta que nos trae-dijo Herminio con acidez.
Se levantó, fue a buscar la baraja del tarot-utilizaba siempre el llamado del Universo-y yo le esperé en la camilla con el alma en vilo. Tenía una fe casi ciega en él, en sus análisis y en sus predicciones, que no eran-las últimas-tales, sino sosegado y dulcísimo descorrer de cortinas y velos de Isis (ahora sí, Kandahar) para que el beneficiario de esa operación de luz, con la pupila del tercer ojo dilatada al máximo, pudiera asomarse sin pestañear a sus abismos interiores.
Pero mi fe, por muy cegata que fuese, no se debía a la amistad ni a la credulidad ni al voluntarismo, sino a la experiencia. En lo tocante a mí Herminio jamás había marrado un golpe. Y en cuanto a los demás, por lo que se me alcanzaba tampoco.
Le expliqué que tenía entre manos un viaje inminente de vital importancia para mí y, en consecuencia, para los míos y que -por una serie de circunstancias, contrariedades, contradicciones y pejigueras que no venían al caso- me sentía incapaz de decidir si debía emprender o no ese viaje, simultáneamente celestial y diabólico, al fondo de lo desconocido. Y ese era el problema -añadí-que con tanta premura y nerviosismo casi histerismo, me había llevado hasta él en aquella tarde lúgubre, lluviosa y cargada de esplín del último día del invierno.
Fue extremadamente lacónico. Dijo que muy bien, que se daba por enterado y que iba a buscar y encontrar el sentido de mi dilema echándome siete cartas, porque siete-aclaró-era el número sagrado de la Cábala (y yo, al oírlo, me estremecí, pues al fin y al cabo estaba preguntándole si era o no conveniente para mí visitar el epicentro, capital y tabernáculo del orbe judío), y por último me explicó que luego, tras la lectura e interpretación de esos siete naipes, pondría sobre la mesa -fuera de concurso, por así decir- el octavo y, al parecer, resolutorio.
Colocó la baraja frente a mí y me pidió que la cortase en siete montones contiguos y sucesivos. Recogió luego éstos en orden inverso, los apiló cuidadosamente y empezó a tirar las cartas. La primera en salir fue la del Ahorcado.
Volví a estremecerme. Herminio captó al vuelo lo que estaba pensando y dijo: -Tranqui, Robert Redford. Ya te he explicado mil veces que no hay naipes buenos ni malos o, lo que es lo mismo, que todos los naipes pueden ser buenos y malos. Depende de cómo salen de cuándo salen y de dónde salen.
Subrayó el dónde con la voz y, sonriendo añadió: -La posición es muy importante, Dionisio. Tenlo siempre en cuenta. El tarot es como la vida: un proceso en marcha que nunca se detiene ni se repite. Es el río de Heráclito, el agua del Tao la danza de Shiva. Ningún naipe, por sí mismo hace granero, pero todos ayudan al compañero.
Miré con atención la imagen de aquel hombre colgado por los pies y sumergido en un universo de agua intensamente azul y surcada por una profusa y vistosa tropilla de peces de colores.
– El Ahorcado-siguió Herminio-representa en líneas generales la inversión de valores, pero también alude a los sacrificios y sacramentos que conducen o pueden conducir a la iluminación. Y conociéndote, Dionisio, estoy casi seguro de que tu dichoso viaje tiene mucho que ver con esas vainas. ¿Me equivoco?
– No-contesté secamente.
Me sentía con el trasero al aire. Herminio no se limitaba a interpretar los dibujos de los naipes. También leía en mí.
– De momento-dijo-vamos a explicar esta carta así: es el anuncio o, quizá, el certificado de tu bautismo. Enhorabuena, Dionisio. ¿Qué nombre vas a imponerte?
Reconocí su estilo. Tenía la saludable costumbre de intercalar, entre col y col, la lechuga de una broma. Con ella quitaba hierro, bambolla y mordiente a la sobrecogedora severidad del tarot.
El segundo naipe fue el de la Rueda de la Fortuna. El nombre lo decía todo. Vi en su superficie un rostro extrañísimo que giraba excéntricamente alrededor de una especie de globo.
– El mapamundi-apostilló Herminio levantando la mirada hacia mí- es tuyo. Cómetelo cuanto antes.
En tercer lugar salió la Fuerza: un león de boscosa crin acariciado por una mano de mujer.
El vidente, más princesita y maricona que nunca, me contempló de arriba abajo con regodeo, retintín y gachonería, y dijo canturreando: -¿Qué será será?
Se calló, encendió con indolente e insolente pachorra un cigarrillo, dio una calada, volvió a mirarme con sorna y añadió: -No te pases de listo, chato, que no es lo que te imaginas. Esa mano de sedosa piel y de elegantes dedos de pianista no pertenece a ninguna de tus mujeres actuales, pasadas o futuras.
Читать дальше