– ¿Me equivoco al suponer que hablaron ustedes de algo más que fraude fiscal? -Si no era así, no había motivo para la visita de Guarino, y eso no necesitaba decirlo.
Guarino respondió con un lacónico:
– Sí.
– ¿Y que él le informaba de algo más que de su declaración de impuestos? -Brunetti notó que se le tensaba la voz. Por todos los santos, ¿por qué no podía este hombre decirle claramente lo que ocurría y qué quería? Porque, desde luego, no había venido a conversar sobre el plácido silencio de la ciudad ni las virtudes de la signorina Landi.
Guarino no parecía dispuesto a decir más. Finalmente, sin tratar de disimular su irritación, Brunetti preguntó:
– ¿No podría dejar de hacerme perder el tiempo y explicarme por qué ha venido?
Era evidente que Guarino estaba esperando a que Brunetti agotara la paciencia, porque su respuesta fue inmediata y serena.
– La policía atribuyó su muerte a un robo con homicidio -antes de que Brunetti pudiera preguntar qué conclusión había sacado la policía de los tres disparos, Guarino explicó-: Nosotros sugerimos esa hipótesis. No creo que les importara mucho lo ocurrido. Probablemente, esta explicación les facilitaba las cosas.
Y, probablemente, pensaba Brunetti, hacía que el asesinato desapareciera rápidamente de los medios. Pero, en lugar de hacer este comentario, preguntó:
– ¿Usted qué cree que ocurrió?
Otra rápida mirada a la iglesia y otro golpecito en la rodilla.
– Creo que el asesino o asesinos estaban esperándole. No había otras señales de violencia en el cuerpo.
Brunetti imaginó a los hombres que esperaban, a la víctima, inconsciente del peligro, y del afán de los asesinos por enterarse de lo que él sabía.
– ¿Supone que él les dijo algo?
Guarino lanzó a Brunetti una mirada penetrante al contestar:
– Ellos podían averiguarlo sin necesidad de torturarlo -calló un momento, como evocando el recuerdo del muerto, y añadió con evidente desgana-: Yo era su contacto, la persona con la que él hablaba -esto, advirtió Brunetti, explicaba el nerviosismo de Guarino. El carabiniere desvió la mirada, como si lo violentara el recuerdo de lo fácil que había sido para él hacer hablar a la víctima-. Habría sido fácil asustarlo. Si hubieran amenazado a su familia, él les habría dicho todo lo que querían saber.
– ¿Y eso sería?
– Que había estado informándonos -dijo Guarino, tras una breve vacilación.
– Para empezar, ¿cómo se encontró ese hombre metido en esto? -preguntó Brunetti, consciente de que Guarino aún no había explicado en qué había estado involucrado el muerto.
Guarino hizo una ligera mueca.
– Eso mismo le pregunté yo la primera vez que hablé con él. Me dijo que cuando el negocio empezó a ir mal y hubo gastado sus ahorros y los de su mujer, fue al banco a pedir un préstamo, mejor dicho, otro préstamo, porque ya le habían concedido uno, muy cuantioso. Se lo negaron, desde luego. Fue entonces cuando empezó a no registrar los pedidos ni los ingresos, ni siquiera cuando cobraba por cheque o transferencia -meneó la cabeza, en muda reprobación de semejante insensatez-. Como le he dicho, era un aficionado. Una vez empezó a hacer eso, era sólo cuestión de tiempo que lo pillaran -con evidente pesar, como si reprochara al muerto una falta menor, dijo-: Debió figurárselo -Guarino se frotó la frente con aire distraído y prosiguió-: Dijo que al principio tenía miedo. Porque sabía que no entendía de números. Pero estaba desesperado y… -dejó la frase sin terminar y luego prosiguió-: Semanas después, o así me lo dijo, un hombre fue a verlo a su despacho. Dijo que tenía información de que podía interesarle trabajar particularmente, sin preocuparse de comprobantes, y que, en tal caso, podía ofrecerle trabajo -Brunetti no dijo nada, y Guarino agregó-: Ese hombre vive en Venecia -esperó la reacción de Brunetti y dijo-: Por eso estoy aquí.
– ¿Quién es el hombre?
Guarino levantó una mano, desestimando la pregunta.
– No lo sabemos. Él dijo que aquel hombre no le dio su nombre ni él se lo preguntó. Sólo extendía albaranes, por si la policía paraba los camiones, pero todos los datos eran falsos, me dijo. El destino y la carga.
– ¿Y cuál era la carga?
– Eso no importa. Estoy aquí porque él fue asesinado.
– ¿Y he de creer que lo uno no tiene que ver con lo otro? -preguntó Brunetti.
– No. Pero lo que le pido es que me ayude a encontrar al asesino. Lo otro no le atañe.
– Tampoco el asesinato -dijo Brunetti suavemente-. Mi superior se encargó de que así fuera cuando ocurrieron los hechos: decidió que el caso era competencia de Mestre, que tiene jurisdicción sobre Tessera -Brunetti imprimió meticulosidad en su voz.
Guarino se puso en pie, pero sólo para acercarse a la ventana, como hacía Brunetti en los momentos de dificultad. Miró la iglesia y Brunetti miró la pared.
Guarino volvió a la silla y se sentó.
– Lo único que dijo es que el hombre era joven, de unos treinta años, y bien parecido, y que vestía como si tuviera dinero. Creo que dijo «ostentosamente».
Brunetti se abstuvo de comentar que la mayoría de los italianos de treinta años son bien parecidos y visten como si tuvieran dinero, y dijo tan sólo:
– ¿Cómo sabía que ese hombre vive aquí? -empezaba a resultarle difícil disimular su irritación ante la resistencia de Guarino a facilitar información concreta.
– Confíe en mí. Vive aquí.
– Me parece que no es lo mismo -dijo Brunetti.
– ¿El qué no es lo mismo?
– Confiar en usted y confiar en la información que posee.
El maggiore reflexionó.
– Un día, en Tessera, ese hombre recibió una llamada por el telefonino en el momento en que entraban en el despacho. Salió al pasillo a hablar, pero no cerró la puerta. Daba instrucciones al otro y le decía que tomara el Uno hasta San Marcuola, que lo llamara cuando desembarcara y que él iría a recogerlo.
– ¿Estaba seguro de que era San Marcuola? -preguntó Brunetti.
– Sí -Guarino miró a Brunetti y sonrió-. Me parece que ya es hora de que dejemos de andarnos con rodeos -se irguió en la silla y preguntó-: ¿Volvemos a empezar, Guido? -ante la señal de asentimiento de Brunetti, dijo-: Me llamo Filipo. -tendió la mano como si fuera una ofrenda de paz, y como tal decidió aceptarla Brunetti.
– ¿El nombre del muerto? -preguntó el comisario, implacable.
Guarino respondió sin vacilar.
– Ranzato. Stefano Ranzato.
Guarino explicó entonces con más detalle el declive de Ranzato de empresario a defraudador y a confidente de la policía. Y de confidente a cadáver. Cuando hubo terminado, Brunetti preguntó, como si el maggiore no se hubiera negado ya a responder a la pregunta:
– ¿Y qué transportaban los camiones?
Éste, se decía Brunetti, era el momento de la verdad. Guarino podía responder o no, y Brunetti sentía curiosidad por descubrir cuál sería su decisión.
– Él no llegó a saberlo -dijo Guarino y, al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Por lo menos, eso me decía. No le informaban, y los conductores nunca decían nada. Recibía una llamada y enviaba los camiones a donde le indicaban. Albaranes y todo en orden. Decía que muchas veces las cosas parecían legales, transporte de una fábrica a un tren o de un almacén a Trieste o a Genova. Y decía que al principio para él aquello era… la salvación -Brunetti notó que se le resistía un poco esta palabra-. Porque nada quedaba reflejado en los libros.
A Brunetti le parecía que Guarino no tendría inconveniente en quedarse allí para siempre, hablando de los negocios del muerto.
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