Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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– Él debía de saber desde el principio quiénes eran o, por lo menos, lo que eran -dijo el comisario-. Y qué querían que hiciera -a pesar de las seguridades de Guarino, Brunetti pensaba que Ranzato debía de saber lo que llevaba en los camiones. Además, estas palabras de remordimiento eran exactamente lo que la gente deseaba oír. A Brunetti siempre le había desconcertado esta buena disposición de la gente para dejarse seducir por el pecador arrepentido.

– Quizá, pero no me lo dijo -respondió el maggiore, recordando a Brunetti cómo él mismo tendía a proteger a ciertas personas a las que utilizaba como informadores, o a las que había obligado a actuar como tales-. Dijo que quería dejar de trabajar para ellos. No me explicó por qué, pero, cualquiera que fuera la razón, estaba claro, por lo menos para mí, que le angustiaba. Fue entonces cuando dijo lo de que prefería que lo arrestaran. Para que aquello no continuara.

Brunetti se abstuvo de decir que aquello no había continuado. Ni se molestó en comentar que, muchas veces, la percepción del peligro personal pone a las personas en la senda de la virtud. Sólo un anacoreta habría permanecido ignorante de la emergenza spazzatura que había acaparado la atención de la nación durante las últimas semanas de vida de Ranzato.

¿Estaba incómodo Guarino? ¿O, quizá, irritado por la frialdad de Brunetti? A fin de mantener viva la conversación, Brunetti preguntó:

– ¿Qué día lo vio por última vez?

El maggiore ladeó el cuerpo y extrajo del bolsillo una libretita negra. La abrió, se humedeció el índice de la mano derecha y pasó rápidamente varias hojas.

– El siete de diciembre. Lo recuerdo porque dijo que su esposa quería que fuera con ella a misa al día siguiente -Guarino dejó caer la mano bruscamente y la libretita le golpeó el muslo-. Oddio -susurró.

El carabiniere se había puesto pálido. Cerró los ojos y apretó los labios. Durante un momento, Brunetti pensó que aquel hombre iba a desmayarse. O a echarse a llorar.

– ¿Qué ocurre, Filipo? -preguntó retirando los pies del cajón y poniéndolos en el suelo, mientras se inclinaba hacia adelante, levantando una mano ligeramente.

Guarino cerró la libreta, la apoyó en la rodilla y se quedó mirándola.

– Ahora lo recuerdo. Dijo que su esposa se llamaba Immacolata y que siempre iba a misa el día ocho, porque era su santo.

Brunetti no comprendía por qué esta circunstancia podía haber alterado a Guarino, hasta que éste explicó:

– Me dijo que era el único día del año en que ella le pedía que la acompañara a misa y a comulgar. Él pensaba ir a confesar a la mañana siguiente, antes de la misa -Guarino tomó la libreta y la guardó en el bolsillo.

– Espero que fuera -dijo Brunetti antes de darse cuenta de que había hablado.

Capítulo 5

Ninguno de los dos hombres supo qué decir después de aquello. Brunetti se levantó y fue a la ventana, en busca de un momento de calma, tanto para sí mismo como para Guarino. Tendría que explicar a Paola lo que había dicho sin pensar, aquella frase que se le había escapado.

Oyó que Guarino carraspeaba y decía como si él y Brunetti hubieran acordado tácitamente no seguir hablando de Ranzato ni de lo que éste pudiera saber.

– Se lo he dicho porque lo mataron y, como la única pista que tenemos del hombre para el que trabajaba apunta a San Marcuola, necesitamos su ayuda. Ustedes, la policía de Venecia, son los únicos que pueden decirnos si por allí vive alguien que pueda estar complicado en…, en fin, en algo así. -No parecía haber terminado, y Brunetti no dijo nada. Después de un momento, Guarino prosiguió-: Nosotros no sabemos a quién estamos buscando.

– ¿El signor Ranzato trabajaba sólo para este hombre? -preguntó Brunetti volviéndose hacia el maggiore.

– Es el único del que me habló.

– Que no es lo mismo.

– Yo diría que sí. Como ya le he dicho, no es que nos hubiéramos hecho amigos, pero hablábamos de ciertas cosas con franqueza.

– ¿Por ejemplo?

– Yo le decía que tenía mucha suerte de estar casado con una mujer de la que estaba tan enamorado -dijo Guarino en una voz que se mantuvo firme salvo al pronunciar la palabra «enamorado».

– Comprendo.

– Se lo dije sinceramente -insistió Guarino con un énfasis que a Brunetti le pareció revelador-. No fue una de esas cosas que les dices para hacer que confíen en ti -esperó un momento, para asegurarse de que Brunetti comprendía la diferencia, y prosiguió-: Quizá fuera así al principio, pero con el tiempo las cosas cambiaron entre nosotros.

– ¿Conoce a la esposa?

– No; pero él tenía una foto en la mesa -dijo Guarino-. Me gustaría hablar con ella, pero no puede ser, o se sabría que estábamos en contacto con él.

– Si lo han matado, ¿no diría que eso ya lo saben? -preguntó Brunetti, resistiéndose a mostrarse clemente.

– Quizá -admitió Guarino con cierta resistencia, y luego rectificó-: probablemente -su voz se hizo más firme-: Pero son las reglas. No debemos hacer algo que pueda ponerla en peligro.

– Por supuesto -dijo Brunetti, renunciando a observar que eso ya estaba hecho. Volvió a la mesa-. No sé en qué medida podremos ayudarles, pero preguntaré por ahí y repasaré el archivo. Desde luego, en este momento no se me ocurre nadie -en la expresión «preguntaré por ahí» estaba implícito que todas las pesquisas que se hicieran, aparte del habitual repaso del archivo, tendrían carácter puramente extraoficial: interrogatorio de informadores, charlas en bares, insinuaciones-. De todos modos, Venecia no es el mejor sitio para buscar información sobre transporte por carretera.

Guarino lo miró, buscando sarcasmo en su comentario, sin hallarlo.

– Le agradeceré cualquier información que pueda darme -dijo-. Vamos desorientados. Siempre ocurre esto cuando hemos de trabajar en sitios en los que no conocemos… -la voz de Guarino se apagó.

A Brunetti se le ocurrió que el otro podía haberse interrumpido para no decir: «a alguien en quien confiar».

– Es extraño que él no arreglara las cosas para que pudiera usted ver a ese hombre -dijo-. Al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que conocía su relación.

Guarino no dijo nada.

Brunetti se daba cuenta de que quedaba mucho por preguntar. ¿No se había parado a ningún camión y pedido los papeles al conductor? ¿Y si había un accidente?

– ¿Habló con los conductores?

– Sí.

– ¿Y?

– Y no me fueron de gran ayuda.

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que ellos iban a donde les mandaban, sin hacer preguntas -la expresión de Brunetti indicaba en qué medida le parecía plausible la explicación, por lo que Guarino añadió-: O bien el asesinato de Ranzato contribuyó a borrarles la memoria.

– ¿Cree que valdría la pena averiguar si fue una cosa o la otra?

– Me parece que no. Aquí la gente no tiene mucha experiencia de la Camorra, pero ya ha aprendido que vale más no causarle problemas.

– Si así están ya las cosas, poca esperanza quedará de poder pararlos.

Guarino se puso en pie y se inclinó sobre la mesa tendiendo la mano a Brunetti.

– Me encontrará en el puesto de Marghera.

Brunetti se levantó y le estrechó la mano diciendo:

– Preguntaré por ahí.

– Se lo agradeceré -Guarino miró a Brunetti largamente, movió la cabeza de arriba abajo, para indicar que le creía, fue rápidamente hacia la puerta y salió sin hacer ruido.

– Vaya, vaya, vaya -murmuró Brunetti entre dientes. Estuvo un rato sentado a la mesa, pensando en lo que le habían dicho y luego bajó al despacho de la signorina Elettra. Ella levantó la mirada de la pantalla del ordenador al entrar él. Por la ventana entraba un sol de invierno que iluminaba las rosas que él había visto por la mañana y la blusa de la joven, que resplandecía más que las flores…

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