Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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El comisario conectó al teléfono una línea exterior, marcó el número de Avisani y pulsó la tecla del altavoz.

A la cuarta señal, el periodista contestó con el apellido.

– Beppe, ciao, soy Filipo -dijo Guarino.

– Santo cielo. ¿Está en peligro la República y sólo yo tengo la posibilidad de salvarla contestando tus preguntas? -inquirió el periodista con falsa angustia en la voz. Y luego, con sincero afecto-: ¿Cómo estás, Filipo? No te pregunto qué haces, sólo cómo estás.

– Bien. ¿Y tú?

– Todo lo bien que cabe esperar -dijo Avisani en aquel tono de incipiente desesperación que tantas veces había oído Brunetti durante años. Luego, más animadamente, prosiguió-: Tú no llamas si no es para pedir algo, así que, para no perder tiempo, dime ya de qué se trata -las palabras eran ásperas, pero el tono no lo era.

– Aquí tengo a alguien que te conoce -dijo Guarino-, y me gustaría que le dijeras que soy persona de fiar.

– Me haces demasiado honor, Filipo -dijo Avisani, con jocosa humildad. Por el altavoz se oyó un roce de papeles y una voz que decía-: Ciao, Guido. El teléfono me dice que la llamada es de Venecia; y la agenda, que el número es el de la questura, y Dios sabe que la única persona que ahí se fiaría de mí eres tú.

– ¿Puedo esperar que digas que yo soy aquí la única persona de la que tú te fías?

– Quizá ninguno de los dos me crea si digo que he recibido llamadas más extrañas que ésta.

– ¿Y bien? -apremió Brunetti, para ahorrar tiempo.

– Puedes confiar -dijo el periodista sin vacilación ni explicación-. Hace mucho que conozco a Filipo y sé que es de fiar.

– ¿Eso es todo? -preguntó Brunetti.

– Es suficiente -dijo el periodista, y colgó.

– ¿Comprende lo que ha demostrado esta llamada? -preguntó Brunetti.

– Sí; que puedo fiarme de usted -Guarino asintió, pareció asimilar la información y prosiguió, con voz serena-: Mi unidad está investigando el crimen organizado, concretamente, su penetración en el Norte -a pesar de que Guarino hablaba en tono grave y quizá, finalmente, decía la verdad, Brunetti no abandonaba la cautela. Guarino se cubrió la cara con las manos haciendo ademán de lavarse. Brunetti pensó en los mapaches, que siempre están lavándose. Escurridizas criaturas, los mapaches-. El problema tiene tantas facetas que se ha decidido atacarlo con nuevas técnicas.

Brunetti levantó una mano en ademán de prevención:

– No estamos en una reunión, Filipo; puede usar lenguaje corriente.

Guarino soltó una carcajada breve y no muy grata al oído.

– Después de siete años de trabajar en el cuerpo, no sé si aún sabré usarlo.

– Inténtelo, Filipo. Puede ser bueno para el alma.

Como en un intento por borrar el recuerdo de todo lo que había dicho hasta entonces, Guarino irguió el tronco y empezó por tercera vez.

– Algunos de nosotros tratamos de impedir que vengan al Norte. Imagino que no podemos hacernos ilusiones al respecto -se encogió de hombros y añadió-: Mi unidad pretende, por lo menos, evitar que, una vez aquí, hagan ciertas cosas.

El quid de la cuestión, pensaba Brunetti, era la naturaleza, aún no revelada, de estas «ciertas cosas».

– ¿Tales como transportes ilegales? -preguntó.

Brunetti observaba cómo su interlocutor luchaba contra el hábito de la reserva, pero se abstuvo de alentarle. Entonces, como si de pronto se hubiera cansado de jugar al ratón y el gato con Brunetti, Guarino dijo:

– Transportes sí, pero no de mercancía de contrabando. Residuos.

Brunetti volvió a apoyar los pies en el borde del cajón y se arrellanó en el sillón. Contempló las puertas del armaáio durante un rato y, finalmente, preguntó:

– Eso lo controla la Camorra, ¿no?

– En el Sur, desde luego.

– ¿Y aquí?

– Todavía no. Pero ya se les detecta. Aunque no es como en Nápoles, todavía.

Brunetti recordó las noticias de aquella castigada ciudad que con insistencia habían llenado las páginas de los periódicos durante las fiestas de Navidad, de los montones de basura acumulada en las calles, que podían llegar hasta el primer piso de las casas. ¿Quién no había visto a los desesperados ciudadanos quemar no sólo los apestosos montones de basura sino también la foto del alcalde? ¿Y quién no se había escandalizado al ver intervenir al ejército para restablecer el orden, en tiempo de paz?

– ¿Y a quién enviarán ahora? -preguntó Brunetti-. ¿A los Cascos Azules?

– Podrían tener algo peor -dijo Guarino. Y rectificó, secamente-: Ya tienen algo peor.

Puesto que la investigación de la ecomafia estaba en manos de los carabinieri, Brunetti siempre había reaccionado ante la situación como ciudadano particular, uno de los indefensos millones que veían en los informativos cómo la basura humeaba en las calles y oía al ministro de Ecología reprender a los ciudadanos de Nápoles por no separar los desperdicios, en tanto que el alcalde luchaba contra la contaminación con medidas tales como la de prohibir fumar en sitios públicos.

– ¿Ranzato estaba involucrado en eso? -preguntó Brunetti.

– Sí. Pero no con las bolsas de basura de las calles de Nápoles.

– ¿Con qué?

Guarino estaba quieto, como si sus movimientos nerviosos de antes fueran la manifestación física de su reticencia frente a Brunetti, y ahora ya no tuviera necesidad de ellos.

– Algunos de los camiones de Ranzato iban a Alemania y a Francia a cargar con destino al Sur y regresaban con fruta y verdura. -Al cabo de un segundo, el viejo Guarino añadió-: No debí decir esto.

Brunetti, imperturbable, apuntó:

– Seguramente no irían a recoger bolsas de basura de las calles de París y Berlín. -Guarino movió negativamente la cabeza-. Residuos industriales, químicos, o… -prosiguió el comisario.

Guarino completó la lista:

– …o sanitarios y, a menudo, radiológicos.

– ¿Y adonde los llevaban?

– Una parte, a los puertos y, de allí, al país del Tercer Mundo que los aceptara.

– ¿Y el resto?

Antes de responder, Guarino se irguió.

– Los residuos se dejan en las calles de Nápoles. Ya no hay sitio en los vertederos ni en las incineradoras, que no dan abasto a quemar lo que les llega del Norte. No sólo de Lombardía y del Véneto, sino de cualquier fábrica que pague para que se lo lleven y no haga preguntas.

– ¿Cuántos viajes habrá hecho Ranzato?

– Ya le he dicho que él no sabía llevar cuentas.

– ¿Y usted no podía…? -empezó Brunetti. Desechó la palabra «obligarle» sustituyéndola por-: ¿… inducirle a que se lo dijera?

– No -Ante el silencio de Brunetti, Guarino añadió-: Una de las últimas veces que hablé con él, me dijo que casi deseaba que lo arrestara, para poder dejar de hacer lo que hacía.

– Entonces todos los periódicos hablaban del tema, ¿verdad?

– Sí.

– Comprendo.

Guarino suavizó la voz al decir:

– Ya éramos, no diré amigos, pero casi, y él me hablaba con franqueza. Al principio tenía miedo de mí pero al final tenía miedo de ellos y de lo que le harían si descubrían que hablaba con nosotros.

Y, por lo visto, lo descubrieron.

Estas palabras o, quizá, el tono en que fueron pronunciadas, hicieron que Guarino lanzara a Brunetti una mirada agria.

– Eso, suponiendo que no fuera un robo -dijo con voz neutra, dando a entender que la mejor prueba de la amistad era la aparente confianza.

– Desde luego.

Brunetti era compasivo por naturaleza, pero lo impacientaban las muestras de arrepentimiento: la mayoría de las personas, por mucho que lo negaran, sabían perfectamente dónde se metían.

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