– Si tiene tiempo, me gustaría que buscara cierta información.
– ¿Para usted o para el maggiore Guarino? -preguntó ella.
– Para los dos, creo -respondió él, advirtiendo la simpatía con que ella había pronunciado el nombre.
– En diciembre, un hombre llamado Stefano Ranzato fue muerto en su despacho de Tessera. Durante un robo.
– Sí, comisario, lo recuerdo -dijo ella y, al cabo de un momento, preguntó-: ¿Y el maggiore está encargado del caso?
– Sí.
– ¿Cómo puedo ayudarles a los dos?
– Existen indicios que le hacen pensar que el asesino podría vivir cerca de San Marcuola -esto no era exactamente lo que le había dicho Guarino, pero tampoco difería mucho-. Como habrá observado, el maggiore no es veneciano, ni ninguno de los hombres de su brigada.
– Ah, la infinita sabiduría de los carabinieri -dijo ella.
Brunetti, como si no la hubiera oído, prosiguió:
– Ya han comprobado el registro de detenciones de la zona de San Marcuola.
– ¿Crímenes con violencia o intimidación?
– Las dos cosas, supongo.
– ¿El maggiore ha dicho algo más acerca del asesino?
– Unos treinta años, bien parecido y ropa cara.
– Bien, eso reduce el número a un millón aproximadamente.
Brunetti no se molestó en responder.
– San Marcuola, ¿eh? -ella guardó silencio. Mientras esperaba, él la vio abrocharse el botón del puño. Eran más de las once, y aún no se veía ni la más pequeña arruga en los almidonados puños de la blusa. ¿No debería advertirla de que tuviera cuidado de no cortarse las muñecas con el borde?
Ella ladeó la cabeza, mirando al dintel de la puerta de Patta, mientras, con aire ausente, abrochaba y desabrochaba el botón.
– Los médicos son una posibilidad -apuntó Brunetti al cabo de un rato.
Ella lo miró con franca sorpresa y sonrió.
– Ah, claro -dijo con gesto de aprobación-. No se me había ocurrido.
– No sé si Barbara… -empezó Brunetti, refiriéndose a la hermana de ella, que ya había hablado con el comisario en ocasiones anteriores, aunque marcando claramente los límites entre lo que podía y lo que no podía revelar a la policía.
La respuesta de la signorina Elettra fue inmediata.
– No creo que sea necesario hablar con ella. Conozco a dos médicos que tienen la consulta cerca de allí. Les preguntaré. La gente les cuenta cosas, y es posible que sepan algo -en respuesta al gesto de Brunetti, agregó-: Barbara les habría preguntado a ellos de todos modos.
Él asintió y dijo:
– Preguntaré abajo, en la oficina de los agentes. Ellos conocen detalles de la vida de la gente que vive en los barrios por los que patrullan.
Cuando daba media vuelta para marcharse, Brunetti se detuvo, como si recordara algo, y dijo:
– Otra cosa, signorina.
– ¿Sí, comisario?
– Forma parte de otra investigación, mejor dicho, no se trata de una investigación sino de una consulta que me han hecho: le agradecería que viera lo que puede encontrar acerca de un empresario de la ciudad, Maurizio Cataldo.
– Ah -interjección que podía significar cualquier cosa.
– Y también de su esposa, si es que hay algo sobre ella.
– ¿Franca Marinello, comisario? -preguntó ella, con la cabeza inclinada sobre el papel en el que había escrito el nombre de Cataldo.
– Sí.
– ¿Algo en concreto?
– No -dijo Brunetti y luego, con indiferencia-: Lo habitual: actividades, inversiones…
– ¿Le interesa su vida personal, comisario?
– No particularmente -dijo Brunetti, pero agregó-: De todos modos, si encuentra algo que le parezca interesante, tome nota, por favor.
– Veré lo que hay.
Él le dio las gracias y bajó a la oficina de los agentes.
Cuando volvía a su despacho, Brunetti ya no pensaba en el desconocido asesinado sino en las personas que le habían presentado en la cena de la víspera y se dijo que después del almuerzo pediría a Paola que le contara cotilleos -había que ser sincero y llamarlos por su nombre- acerca de Cataldo y su esposa.
El mes de enero se había mostrado desapacible, atacando a la ciudad con un frío húmedo. Una nube gris se había aposentado sobre todo el norte de Italia, una nube que escatimaba la nieve a las montañas al tiempo que mantenía una temperatura relativamente alta que generaba niebla pero no lluvia.
Así pues, hacía semanas que no se lavaban las calles, aunque por la noche las cubría una viscosa lámina de condensación. La única acqua alta del invierno, ocurrida cuatro días atrás, no había hecho sino remover la mugre dejando el pavimento tan sucio como antes. El aire del continente, sin hora ni tramontana que lo dispersara, se había infiltrado hacia el Este poco a poco y ahora se extendía sobre la ciudad, elevando día tras día el nivel de contaminación y envolviendo a Venecia en quién sabe qué miasmas químicos.
Paola había reaccionado a la situación pidiéndoles que se descalzaran antes de entrar en casa, por lo que Brunetti encontró en el rellano las pruebas reveladoras de que el resto de la familia ya estaba en casa.
– Ah, superdetective -murmuró agachándose para desatarse los zapatos, que dejó a la izquierda de la puerta, y entró en el apartamento.
Oyó voces en la cocina y fue hacia ellas silenciosamente.
– Pero lo dice el periódico -en la voz de Chiara había inquietud y una nota de exasperación-. Que el nivel supera los límites de la tolerancia legal. Aquí lo dice -Brunetti oyó un manotazo en un periódico-. ¿Qué significa «tolerancia legal»? Y si el nivel supera los límites, ¿quién tiene que hacer algo para remediarlo?
Brunetti quería almorzar en paz y, después, charlar con su esposa. No le apetecía entrar en una discusión en la que temía que se le hiciera responsable de la ley y de sus tolerancias.
– Y, si no pueden remediarlo, ¿qué hemos de hacer nosotros, dejar de respirar? -concluyó Chiara, y entonces se despertó el interés de Brunetti, que detectó en la voz de su hija el mismo tono que empleaba Paola en los más líricos pasajes de sus denuncias y reivindicaciones.
Brunetti se acercó a la puerta, ya curioso por descubrir cómo responderían los otros a la pregunta.
– He quedado con Gerolomo a las dos y media -interrumpió Raffi en una voz que sonó frivola en contraste con la de su hermana- así que me gustaría comer pronto y hacer algo de mates antes de irme.
– El mundo se derrumba, y tú no piensas más que en tu estómago -declamó una voz femenina.
– Venga ya, Chiara -dijo Raffi-. Es la vieja historia, como lo de dar el dinero de la semanada para salvar a los niñitos de las misiones cuando estábamos en primaria.
– En esta casa no se salvará a ningún niñito de las misiones -sentenció Paola.
Los chicos se rieron, y a Brunetti aquél le pareció un buen momento para hacer su entrada.
– Ah, paz y armonía en la mesa -dijo tomando asiento, con la vista en las cacerolas de los fogones. Bebió un sorbo de vino, lo encontró de su gusto, bebió otro sorbo y dejó la copa en la mesa-. Es un consuelo y un gozo para el hombre, tras la ardua jornada de trabajo, volver al hogar, a reposar en el plácido seno de su amante familia.
– Sólo ha pasado media jornada, papá -dijo Chiara con grave voz de arbitro, golpeando con la uña el cristal de su reloj.
– Sabiendo que nadie ha de contradecirle -prosiguió Brunetti-, que cada una de sus palabras será considerada una perla de sabiduría y todas sus manifestaciones serán acogidas con respeto.
Chiara apartó el plato, apoyó la frente en la mesa y se protegió la cabeza con las manos.
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