Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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– Más bien las aguas por las que se sale a la laguna.

– Lo siento, debo de parecerle un pueblerino. Ya sé que es una ciudad, pero a mí no me lo parece.

– ¿Porque no hay coches?

Guarino sonrió y rejuveneció.

– En parte es eso. Pero lo más raro es el silencio -al cabo de un momento, vio que Brunetti iba a decir algo, y añadió-: Ya sé, ya sé, la mayoría de los que viven en una ciudad detestan el tráfico y la contaminación, pero lo peor es el ruido, créame. No cesa, ni a última hora de la noche ni a primera de la mañana. Siempre hay una máquina que funciona en algún sitio: un autobús, un coche, un avión que va a aterrizar, la alarma de un coche.

– Aquí todo lo más es alguien que pasa por debajo de tu ventana hablando por la noche.

– Tendría que hablar muy alto para molestarme a mí -dijo Guarino riendo.

– ¿Por qué?

– Vivo en un séptimo.

– Ah -fue lo único que se le ocurrió a Brunetti, a quien se le hacía difícil imaginar tal cosa. En abstracto, él sabía que en las ciudades la gente vivía en edificios altos, pero le parecía inconcebible que pudieran oír ruidos desde un séptimo piso.

Indicó una silla a Guarino y se sentó a su vez.

– ¿Qué desea del vicequestorei -preguntó, pensando que ya habían dedicado tiempo suficiente a los preliminares. Abrió el segundo cajón con el pie y apoyó en él ambos pies, cruzados a la altura del tobillo.

Ante esta actitud informal, Guarino pareció relajarse y dijo:

– Hace poco menos de un año, nos llamó la atención una empresa de transporte por carretera de Tessera, cercana al aeropuerto -Brunetti se puso alerta: hacía un mes, una empresa de transporte por carretera de Tessera había llamado la atención de toda la región-. Empezamos a interesarnos cuando, en el curso de otra investigación, apareció el nombre de la empresa -prosiguió Guarino. Ésta era una excusa rutinaria que el propio Brunetti había utilizado infinidad de veces, pero se reservó el comentario. Guarino estiró las piernas y volvió la cabeza para mirar por la ventana, como si la vista de la fachada de la iglesia pudiera ayudarle a exponer el caso con más claridad-. Cuando nos llamó la atención la empresa, fuimos a hablar con el dueño. El negocio pertenecía a la familia desde hacía más de cincuenta años; él lo había heredado de su padre. Resultó que había tenido problemas: subidas del precio del combustible, competencia de transportistas extranjeros, trabajadores que hacían huelga cuando no conseguían lo que pedían, necesidad de renovación de la flota de camiones… Lo de siempre -Brunetti asintió. Si se trataba de la misma empresa de Tessera, el final no había sido lo de siempre. Con una franqueza y una resignación que sorprendieron a Brunetti, Guarino dijo-: Entonces el hombre hizo lo que habría hecho cualquiera: falsear los libros -casi con pesar, añadió-: Pero no supo hacerlo. Él sabía conducir y reparar un camión y trazar una ruta de recogidas y entregas, pero no era contable, y la Guardia di Finanza se olió el fraude a la primera inspección de los libros.

– ¿Por qué le hicieron la inspección? -preguntó Brunetti. Guarino levantó la mano en un ademán que podía significar cualquier cosa-. ¿Lo arrestaron?

El maggiore se miró los pies y se sacudió de la rodilla una mota invisible para Brunetti.

– Me temo que la cosa es más complicada.

A Brunetti esto le parecía evidente: ¿por qué, si no, estaría ahora Guarino hablando con él?

Despacio y de mala gana, Guarino dijo:

– La persona que nos habló de él dijo que transportaba mercancías de interés para nosotros.

Brunetti interrumpió:

– Se transportan por ahí muchas cosas en las que todos estamos interesados. ¿No puede concretar?

Como si no le hubiera oído, Guarino prosiguió:

– Un amigo mío de la Guardia me dijo lo que habían descubierto y fui a hablar con el transportista -Guarino lanzó a Brunetti una mirada fugaz-. Le ofrecí un trato.

– ¿A cambio de no arrestarlo? -preguntó Brunetti innecesariamente.

La mirada de Guarino fue tan súbita como iracunda.

– Eso se hace continuamente. Usted lo sabe -Brunetti observó cómo el maggiore decidía callar algo que luego le pesaría haber dicho-. Estoy seguro de que ustedes lo hacen -la mirada de Guarino se suavizó de pronto.

– Lo hacemos, sí -dijo Brunetti tranquilamente, y añadió, para ver cómo reaccionaba su interlocutor-: Pero no siempre resulta como se había previsto.

– ¿Qué sabe de este asunto? -preguntó el otro secamente.

– Nada más que lo que usted me ha contado, maggiore -como Guarino no respondiera, preguntó-: ¿Y qué sucedió entonces?

Guarino fue a sacudirse la rodilla otra vez, olvidó su intención y dejó allí la mano.

– El hombre resultó muerto durante un robo -dijo finalmente.

A la memoria de Brunetti empezaban a acudir los detalles. El caso fue asignado a Mestre, más próxima a Tessera que Venecia. Patta había procurado por todos los medios que la policía de Venecia no interviniera en la investigación, aduciendo falta de personal y jurisdicción dudosa. Brunetti había hablado del caso con policías de Mestre amigos suyos, que le dijeron que parecía tratarse de un simple atraco chapucero, sin pistas.

– Él siempre llegaba temprano -prosiguió Guarino, sin mencionar todavía el nombre de la víctima, omisión que irritaba a Brunetti-. Una hora por lo menos antes que los conductores y demás empleados. Aquel día sorprendió a los intrusos y ellos le dispararon. Tres veces -Guarino le miró-. Usted ya debe de saberlo, desde luego. La noticia salió en todos los periódicos.

– Sí -dijo Brunetti-; pero sólo sé lo que decían los periódicos.

– Esa gente ya había registrado el despacho -prosiguió Guarino-, o lo hizo después de matarlo. Trataron de abrir la caja fuerte de la pared, no pudieron, le registraron los bolsillos y se quedaron con el dinero que llevaba encima y el reloj.

– ¿Para que pareciera un robo? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– ¿Algún sospechoso?

– Ninguno.

– ¿Familia?

– Esposa y dos hijos mayores.

– ¿Trabajaban en la empresa?

Guarino movió negativamente la cabeza.

– El hijo es médico y ejerce en Vicenza. La hija es contable y trabaja en Roma. La esposa es maestra y se jubila dentro de un par de años. Muerto él, la empresa se hundió. No duró ni una semana -vio cómo Brunetti arqueaba las cejas-. Ya lo sé, parece increíble, en la era de la informática, pero no pudimos encontrar registro de pedidos, rutas ni albaranes, ni siquiera la lista de los conductores. Debía de tenerlo todo en la cabeza. Los archivos eran un caos.

– ¿Y qué hizo la viuda? -preguntó Brunetti con suavidad.

– Cerrar la empresa. No tenía alternativa.

– ¿Así, sin más?

– ¿Qué más podía hacer? -preguntó Guarino, casi como instando a Brunetti a disculpar la inexperiencia de la mujer-. Ya se lo he dicho, es maestra. De primaria. No sabía nada del negocio. Era una de esas empresas de un hombre solo que con tanta destreza gestionamos en este país.

– Hasta que el hombre solo se muere -dijo Brunetti tristemente.

– Sí -convino Guarino, y suspiró-. Ella quiere vender, pero nadie se interesa. Los camiones son viejos, y ya no hay clientes. Lo más que puede esperar es conseguir que otra empresa le compre los camiones y traspasar el local, pero acabará malvendiéndolo todo -Guarino calló, como si no tuviera nada que añadir. Brunetti era consciente de que no había dicho nada acerca de lo que hubiera entre ellos dos durante el tiempo en los que habían estado en relación y, en cierto modo, habían colaborado.

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