Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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Ella lo miró.

– ¿Seguro?

– Bueno -dijo él, dándose cuenta de lo inocente de la pregunta-. Dinero limpio.

– Reconoces, por lo menos, que existe una diferencia -dijo ella, con la causticidad de quien lleva años votando a los comunistas.

Él no dijo nada. Al cabo de un rato, se detuvo y preguntó:

– ¿A qué ha venido eso de…, cómo lo ha llamado tu madre, las «peculiaridades dietéticas» y esa tontería de lo que los chicos no quieren comer?

– La esposa de Cataldo es vegetariana -dijo Paola-. Y mi madre no quería ponerla en evidencia, de modo que me ha parecido oportuno ser yo la que cargara con el sambenito, como se suele decir. -Le oprimió el brazo.

– ¿Y de ahí la fábula de mi insaciable apetito? -dijo él sin poder contenerse.

¿Había vacilado ella un instante? Fuera como fuere, repitió, tirándole del brazo y sonriéndole:

– Sí. La fábula de tu apetito.

De no haber simpatizado Brunetti con Franca Marinello a causa de su conversación, quizá habría comentado que ella no precisaba de peculiaridades dietéticas para llamar la atención. Pero, merced a la intervención de Cicerón, él había cambiado de opinión, y ahora se daba cuenta de que se inclinaba a defenderla.

Pasaron por delante de la casa de Goldoni, torcieron a la izquierda y, enseguida, a la derecha, hacia San Polo. Al salir al campo, Paola se detuvo a contemplar aquel espacio abierto.

– Qué extraño, verlo tan vacío.

A Brunetti le gustaba este campo, le había gustado desde niño, por sus árboles y su amplitud: SS Giovanni e Paolo era muy pequeño, la estatua estorbaba, y las pelotas de fútbol solían acabar en el canal; Santa Margherita tenía forma irregular, y siempre le había parecido muy ruidoso, y más ahora, que se había puesto de moda. Quizá era el escaso comercio la causa de su predilección por Campo San Polo, que sólo tenía tiendas en dos de sus lados, ya que los otros habían resistido la atracción de mammón. La iglesia, cómo no, había sucumbido a ella y ahora cobraba entrada, después de descubrir que la belleza rinde más beneficio que la gracia. Y tampoco había tanto que ver en su interior: unos cuantos Tintorettos, el viacrucis de Tiépolo, etcétera.

Sintió que Paola le tiraba del brazo.

– Vamos, Guido, es casi la una.

Él aceptó la tregua que ella le ofrecía con estas palabras, y siguieron hasta casa.

* * *

Sorprendentemente, al día siguiente, el suegro llamó a Brunetti a la questura. Después de dar las gracias por la cena, Brunetti esperó a oír el motivo de la llamada.

– Bien, ¿qué te pareció?

– ¿El qué? -preguntó Brunetti.

– Ella.

– ¿Franca Marinello? -preguntó Brunetti, disimulando la sorpresa.

– Naturalmente. La tuviste delante toda la noche.

– No imaginé que tuviera la misión de interrogarla -protestó Brunetti.

– Pero lo hiciste -replicó el conte secamente.

– Sólo acerca de Cicerón, lo siento -explicó Brunetti.

– Sí, lo sé -dijo el conte, y a Brunetti le pareció detectar una nota de envidia en su voz.

– ¿De qué hablaste tú con el marido? -preguntó Brunetti.

– De maquinaria para el movimiento de tierras -respondió el conte con singular falta de entusiasmo-. Y de otras cosas -tras una brevísima pausa, agregó-: Es mucho más interesante Cicerón.

Brunetti recordó que su ejemplar de los discursos era un regalo de Navidad del conte, quien había escrito en la dedicatoria que éste era uno de sus libros favoritos.

– ¿Pero…? -preguntó Brunetti, en respuesta al tono de su suegro.

– Pero hoy en día Cicerón no goza de gran predicamento entre los empresarios chinos -se detuvo a meditar su propia observación y agregó con un suspiro teatral-: seguramente, porque tenía muy poco que decir sobre maquinaria para el movimiento de tierras.

– ¿Y los empresarios chinos tienen más que decir? -inquirió Brunetti.

El conte se rió.

– No puedes sustraerte al hábito de interrogar, ¿eh, Guido? -antes de que Brunetti pudiera protestar, el conte prosiguió-: sí, los pocos que conozco están muy interesados, especialmente, en excavadoras. Lo mismo que Cataldo y que su hijo, de su primer matrimonio, que dirige la fábrica de maquinaria pesada. China vive una fiebre de la construcción, y su empresa tiene más pedidos de los que puede atender, de modo que me ha propuesto una asociación limitada.

Con los años, Brunetti había aprendido que la circunspección era la respuesta más apropiada a lo que su suegro pudiera divulgar acerca de sus negocios, por lo que sólo se permitió un atento:

– Ah.

– Pero a ti esto no te interesa -dijo el conte, muy acertadamente, desde luego-. ¿Qué te pareció ella?

– ¿Puedo preguntar el porqué de tu curiosidad? -inquirió Brunetti.

– Porque hace varios meses me sentaron a su lado en una cena y me ocurrió lo mismo que a ti. Aunque hacía años que la conocía, en realidad, no había hablado mucho con ella. Empezamos comentando una noticia que aquel día venía en el periódico y, de pronto, estábamos hablando de las Metamorfosis. No sé cómo ocurrió, pero fue una delicia. Tantos años, y aún no habíamos hablado, quiero decir hablado de algo real. Así que sugerí a Donatella que te sentara frente a ella, para que pudierais conversar mientras yo hablaba con el marido -y entonces, con sorprendente realismo, el conte añadió-: has tenido que sentarte al lado de tantos aburridos amigos nuestros que me pareció que merecías una compensación.

– Fue muy interesante. Ha leído hasta la acusación contra Verres.

– Bravo -casi canturreó el conte.

– ¿La conocías de antes? -preguntó Brunetti.

– ¿Antes de su matrimonio o antes de la estética? -preguntó el conte con voz neutra.

– Antes de su matrimonio -dijo Brunetti.

– Sí y no. Verás, siempre ha sido más amiga de Donatella que mía. Una pariente de Donatella le pidió que estuviera al cuidado de la muchacha cuando vino a estudiar. Una historia un tanto bizantina, desde luego. Pero al cabo de dos años tuvo que marcharse. Problemas familiares. El padre murió y ella se vio obligada a volver a casa y buscar empleo, porque la madre no había trabajado en su vida -añadió vagamente-: No recuerdo los detalles. Habría que preguntar a Donatella -el conte carraspeó y, en tono de disculpa, dijo-: Parece el argumentó de un culebrón de la tele. ¿Estás seguro de que quieres oírlo?

– No acostumbro a ver televisión -dijo Brunetti virtuosamente-. Por eso me parece interesante.

– De acuerdo entonces -dijo el conte, y prosiguió-: Por lo que yo sé, y no recuerdo si me lo contó Donatella u otra persona, Franca conoció a Cataldo siendo modelo, de peletería si mal no recuerdo, y el resto, como tiene la cargante costumbre de decir mi nieta, es historia.

– ¿El divorcio forma parte de la historia? -preguntó Brunetti.

– Sí, en efecto -respondió el conte, contrariado-. Hace mucho tiempo que conozco a Maurizio, y no se distingue por su paciencia. Ofreció un trato a su esposa, y ella aceptó.

El instinto desarrollado a lo largo de décadas de sonsacar a testigos recalcitrantes, indicó a Brunetti que su interlocutor se callaba algo, y preguntó:

– ¿Y qué más?

El conte tardó en responder:

– Ha sido mi invitado y se ha sentado a mi mesa, por lo que no me gusta decir esto de él, pero Maurizio tiene fama de vengativo, lo que quizá indujo a su esposa a aceptar sus condiciones.

– No es la primera vez que oigo esa historia, por desgracia -dijo Brunetti.

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