Guiados por las voces, fueron hacia la parte delantera de la casa. Al entrar en el salón, Brunetti vio a los anfitriones de pie de espaldas a la ventana central y de cara a Brunetti y Paola, de modo que brindaban la vista de los palazzi del otro lado del Gran Canal a una pareja a la que estaban saludando y en la que, al verla de espaldas, Brunetti reconoció al hombre y la mujer que los habían adelantado en la calle. Si no eran ellos, debía existir otro hombre fornido de pelo blanco que acompañaba a una mujer alta y rubia con tacones de aguja y un artístico moño en la nuca. Ella se hallaba un poco apartada, mirando por la ventana y, vista desde esta distancia, no parecía tomar parte en la conversación.
Otras dos parejas estaban a uno y otro lado de sus suegros. Brunetti reconoció al abogado del conte y a su esposa. Los otros eran una antigua amiga de la contessa que, al igual que ella, se dedicaba a obras de beneficencia, y su marido, que vendía armamento y tecnología de minería a países del Tercer Mundo.
El conté vio a su hija al volver la cabeza en el curso de lo que parecía una animada conversación con el hombre del pelo blanco. Entonces dejó la copa, dijo unas palabras a su interlocutor y, sorteándolo, fue hacia Paola y Brunetti. Cuando su anfitrión se alejó, el hombre se volvió, para ver quién reclamaba su atención y, en aquel momento, Brunetti recordó su nombre: Maurizio Cataldo, del que se decía que tenía influencia con ciertos miembros de la administración de la ciudad. La mujer seguía mirando por la ventana, absorta en la vista y ajena a la marcha del conte.
Brunetti y Cataldo no habían sido presentados, pero, como solía ocurrir en la ciudad, Brunetti conocía su historia a grandes rasgos. La familia había llegado de Friuli a principios del siglo pasado, según creía, había prosperado durante la época fascista y se había enriquecido más aún durante el boom de los años sesenta. ¿Construcción? ¿Transportes? No estaba seguro.
El conte llegó junto a Brunetti y Paola, los besó en ambas mejillas y se volvió hacia la pareja con la que había estado hablando, mientras decía:
– Paola, tú ya los conoces -Y a Brunetti-: Pero tú, Guido, no lo sé, y ellos desean conocerte.
Esto podía ser cierto de Cataldo, que los veía acercarse enarcando las cejas y ladeando la barbilla mientras sus ojos iban de Paola a Brunetti con franca curiosidad. Pero era imposible descifrar la expresión de la mujer, aunque quizá sería más exacto decir que su cara expresaba una grata y permanente expectación, fijada de manera inmutable por las manos de un cirujano. La boca estaba configurada como para estar el resto de su tiempo de permanencia en la tierra entreabierta en una pequeña sonrisa, como la que dedicarías al nietecito de la criada. La sonrisa, en tanto que expresión de agrado, era fina, pero los labios que la dibujaban eran gruesos, carnosos y de un intenso rojo cereza. Los ojos asomaban por encima de unos pómulos abultados y prietos, color de rosa, del tamaño de un kiwi cortado por la mitad en sentido longitudinal. La nariz arrancaba de un punto de la frente más alto de lo normal y era roma, como si la hubieran aplastado con una espátula una vez colocada.
El cutis era perfecto, sin asomo de arruga ni mácula, como el de un niño. El pelo en nada se distinguía del oro batido, y Brunetti entendía de moda lo suficiente como para saber que el vestido había costado más que cualquiera de los trajes que él había tenido.
Así que ésta debía de ser la Superliftata , la segunda esposa de Cataldo, pariente lejana de la contessa, a la que Brunetti conocía de oídas pero no había visto hasta ahora. Un rápido repaso al archivo de cotilleos de su memoria le hizo recordar que la mujer procedía del Norte, que era retraída y, por alguna oculta razón, extraña.
– Ah -empezó el conte, interrumpiendo los pensamientos de Brunetti. Paola se adelantó, besó a la mujer y estrechó la mano del hombre. Dirigiéndose a la mujer, el conte dijo-: Franca, te presento a Guido Brunetti, mi yerno, el marido de Paola -y a Brunetti-: Guido, te presento a Franca Marinello y su marido, Maurizio Cataldo -dio un paso atrás y, con un ademán, invitó a Brunetti a adelantarse, como si Brunetti y Paola fueran un regalo de Navidad que ofrecía a la otra pareja.
Brunetti dio la mano a la mujer, que la estrechó con sorprendente firmeza, y al hombre, cuya palma tenía un tacto seco, como si necesitara que le quitaran el polvo.
– Piacere -dijo, sonriendo primero a los ojos de la mujer y después a los del hombre, de un azul pálido.
El hombre movió la cabeza de arriba abajo, pero fue la mujer quien habló:
– Su madre política habla muy bien de usted desde hace años. Mucho gusto de conocerle por fin.
Antes de que a Brunetti se le ocurriera qué responder, las puertas del comedor se abrieron desde dentro y el hombre que les había tomado los abrigos anunció que la cena estaba servida. Mientras cruzaban el salón, Brunetti trató de recordar lo que la contessa pudiera haberle contado de su amiga Franca, aparte de que le había brindado su amistad años atrás, cuando la joven había venido a estudiar a Venecia.
El espectáculo de la mesa, cargada de porcelana y de plata y adornada con un estallido de flores, le recordó la última vez que había comido en esta casa, hacía sólo dos semanas. Venía a traer dos libros a la contessa con la que en los últimos años intercambiaba lecturas, y con ella encontró a su hijo Raffi, que, le explicó, había venido a recoger el borrador de su ensayo de Literatura Italiana, que su abuela se había brindado a repasar.
Estaban en el estudio, sentados frente al escritorio, uno al lado del otro. Tenían delante las ocho hojas del ensayo, con comentarios escritos en tres colores. A la izquierda de los papeles estaba una bandeja de sandwiches o, mejor dicho, restos de una bandeja de sandwiches. Mientras Brunetti se los terminaba, la contessa le descifró su código de colores: rojo para faltas gramaticales, amarillo para las formas del verbo essere y azul para las inexactitudes y errores de interpretación.
Raffi, que solía irritarse cuando Brunetti disentía de su visión de la historia o Paola corregía su gramática, parecía convencido de que su abuela sabía bien lo que se decía, e introducía en el portátil sus sugerencias sin rechistar. Y Brunetti escuchaba atentamente las explicaciones que ella daba.
Paola lo sacó de su abstracción murmurando:
– Busca tu sitio.
Porque, delante de cada sitio, estaba una tarjetita escrita a mano. Él no tardó en encontrar la suya y se alegró al ver a su izquierda la de Paola, entre él y su padre. Ya cada cual parecía haber encontrado su sitio en la mesa. A una persona familiarizada con la etiqueta le habría escandalizado que, en una cena elegante, se sentara juntos a los matrimonios, y menos mal, pensaría el purista, que el conte y la contessa ocupaban uno y otro extremo de la mesa rectangular. Renato Rocchetto, el abogado del conte, sostuvo la silla de la contessa. Cuando ella se hubo sentado, las otras mujeres tomaron asiento a su vez y a continuación hicieron otro tanto los hombres.
Brunetti se encontró frente a la esposa de Cataldo, a un metro de su cara. Ella escuchaba lo que le decía su marido, con la cabeza casi rozando la de él, pero Brunetti sabía que pronto llegaría lo inevitable. Paola lo miró, le dio unas palmadas en el muslo y susurró:
– Coraggio.
Cuando Paola retiró la mano, Cataldo sonrió a su esposa y se volvió hacia Paola y su padre; Franca Marinello miró a Brunetti.
– Qué frío hace, ¿verdad? -empezó, y Brunetti se preparó para otra de aquellas conversaciones de las cenas mundanas.
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