– ¿Sobre? -preguntó él, olvidándose momentáneamente de Cataldo y de su esposa.
– Tiene una visita. Un carabiniere. De Lombardía – la Serenísima República había dejado de existir hacía más de dos siglos, pero los que hablaban su lengua aún podían expresar con una sola palabra su recelo respecto a esos voceras arribistas de lombardos.
– Ya puede entrar -dijo ella, acercándose a su mesa, para dejarle paso hacia la puerta de Patta.
Él le dio las gracias, llamó con los nudillos y, al grito de Patta, entró.
Patta estaba sentado a su escritorio. Tenía a un lado el mismo montón de papeles utilizado en la escenografía de la foto de los periódicos: para Patta, un montón de papeles no podía tener otra utilidad que la meramente decorativa. Brunetti vio a un hombre sentado frente al escritorio de Patta que, al oír entrar al comisario, se puso de pie.
– Ah, Brunetti -dijo Patta con jovialidad-, le presento al maggiore Guarino, de los carabinieri de Marghera -el aludido era alto, unos diez años más joven que Brunetti y muy delgado. Tenía la sonrisa fácil y franca y una cabellera espesa, que empezaba a encanecer en las sienes. Los ojos, oscuros y muy hundidos, le daban el aspecto del hombre que prefiere observar los acontecimientos desde lugar seguro y semioculto.
Se estrecharon la mano, intercambiaron frases afables y Guarino se hizo a un lado para dejar pasar a Brunetti hacia la otra silla situada delante del escritorio.
– Brunetti -empezó Patta-, quería que conociera al maggiore, que ha venido a ver si podemos ayudarle -antes de que Brunetti pudiera preguntar, el vicequestore prosiguió-: Desde hace algún tiempo, se acumulan los indicios, especialmente en el Noreste, de la presencia de ciertas organizaciones ilegales -lanzó una mirada a Brunetti, que no tuvo necesidad de preguntar: todo el que leyera el periódico, incluso todo el que hubiera mantenido una conversación en un bar, estaba al corriente. Pero para contentar a Patta, Brunetti arqueó las cejas en lo que esperaba que fuera una señal de inquisitivo interés, y Patta explicó-: Y, lo que es peor, y éste es el motivo de la visita del maggiore, existen pruebas de que están siendo adquiridas empresas legales, concretamente, en el sector del transporte -¿cómo era aquel cuento de un escritor norteamericano del hombre que se quedó dormido y despertó al cabo de décadas? ¿Acaso Patta había estado hibernando en alguna cueva mientras la Camorra se extendía hacia el Norte, y no lo había descubierto hasta esta mañana al despertarse?
Brunetti mantenía los ojos fijos en Patta, fingiéndose ajeno a la reacción del carabiniere, que había carraspeado.
– El maggiore Guarino lleva algún tiempo ocupándose de este problema, y sus investigaciones lo han traído al Véneto. Como comprenderá, Brunetti, esto ahora nos concierne a todos -prosiguió Patta, en un tono en el que vibraba el horror ante una amenaza recién descubierta. Mientras hablaba Patta, Brunetti trataba de explicarse por qué había sido requerida su presencia. El transporte, al menos, por carretera o por ferrocarril, nunca había sido de la incumbencia de la policía en Venecia. Él apenas tenía experiencia directa de asuntos relacionados con el transporte terrestre, criminales o de otra índole, ni recordaba que la tuviera alguno de los hombres a sus órdenes-,… por consiguiente, me ha parecido que, estableciendo contacto entre ustedes dos, podríamos crear una cierta sinergia -concluyó Patta, con su pedantería habitual.
Guarino fue a responder, pero al observar la no muy discreta mirada de Patta al reloj, pareció cambiar de idea.
– No abusaré más de su tiempo, vicequestore -dijo, acompañando sus palabras de una amplia sonrisa a la que Patta correspondió afablemente-. Quizá sea preferible que el comisario y yo cambiemos impresiones -inclinó la cabeza hacia Brunetti al decir esto- y después volvamos para solicitar su input -cuando Guarino utilizó la palabra inglesa, sonó como si conociera su significado.
Brunetti estaba asombrado de la rapidez con la que Guarino había acertado con el tono perfecto para dirigirse a Patta y de la sutileza que reflejaba su sugerencia. Se solicitaría la opinión de Patta, pero no antes de que otros hubieran hecho el trabajo, con lo que se le evitaría esfuerzo y responsabilidad y, no obstante, podría atribuirse el mérito de cualesquiera progresos que se lograran. Esto, para Patta, era el desiderátum.
– Sí, sí -dijo Patta, como si las palabras del maggiore le hubieran recordado las grandes responsabilidades de su cargo.
Guarino se puso en pie y Brunetti le imitó. El maggiore hizo varias observaciones más; Brunetti fue hasta la puerta y esperó a que terminara, y los dos hombres salieron del despacho juntos.
La signorina Elettra se volvió hacia ellos.
– Confío en que la reunión haya sido un éxito, signori -dijo afablemente.
– Con una inspiración como la aportada por el vicequestore, no podía ser de otro modo, signora -dijo Guarino con voz neutra.
Brunetti la vio fijar la atención en el hombre que acababa de hablar.
– Desde luego -respondió ella, con ojos brillantes-. Es grato conocer a otra persona que valora su inspiración.
– ¿Cómo no iba a valorarla, signorai ¿O es signorina? -preguntó Guarino imprimiendo en su voz curiosidad o quizá asombro porque ella aún pudiera permanecer soltera.
– El vicequestore Patta es, después de nuestro actual jefe del Gobierno, el hombre más inspirador que conozco -sonrió ella, respondiendo sólo a la primera pregunta.
– Lo creo, desde luego -convino Guarino-. Carismáticos, cada uno a su manera -sax e volvió hacia Brunetti-. ¿Algún sitio en el que podamos hablar?
Brunetti, que no estaba seguro de poder mantener la seriedad si abría la boca, se limitó a mover la cabeza de arriba abajo, y los dos hombres salieron del despacho. Mientras subían la escalera, Guarino preguntó:
– ¿Hace tiempo que ella trabaja para el vicequestore?
– El tiempo suficiente para haber caído bajo su hechizo -respondió Brunetti. Y, al ver la mirada de Guarino-: No estoy seguro. Años. Es como si hubiera estado aquí desde siempre, aunque no es así.
– ¿Las cosas no marcharían si no fuera por ella? -preguntó Guarino.
– Eso me temo.
– Nosotros tenemos a una persona como ella en el puesto -dijo el maggiore -: La signorina Landi, la formidable Gilda. ¿Su signorina Landi es funcionaria civil?
– Sí -respondió Brunetti, sorprendido de que Guarino no se hubiera fijado en la chaqueta colgada, descuidadamente, desde luego, del respaldo de la silla. Brunetti entendía poco de moda, pero podía distinguir un forro Etro a veinte pasos, y sabía que el Ministerio del Interior no lo utilizaba en las chaquetas de uniforme. Evidentemente, Guarino había pasado por alto el indicio.
– ¿Casada?
– No -respondió Brunetti, y sorprendiéndose a sí mismo, preguntó-: ¿Y usted? -Brunetti caminaba delante del otro hombre, y no oyó la respuesta-. ¿Cómo dice?
– En realidad, no.
¿Qué podía significar eso?, se preguntó Brunetti.
– Perdón, pero no entiendo -dijo cortésmente.
– Separado.
– Oh.
Una vez en el despacho de Brunetti, éste llevó a su visitante a la ventana para mostrarle la vista: la iglesia perpetuamente en vísperas de restauración y el geriátrico totalmente restaurado.
– ¿Adonde va el canal? -preguntó Guarino inclinándose para mirar hacia la derecha.
– A la Riva degli Schiavoni y el hacino.
– ¿Se refiere a la laguna?
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