– ¿Qué historia? -preguntó el conte ásperamente.
– La misma que habrás oído tú, Orazio: hombre mayor conoce a una bonita muchacha, deja a la esposa, se casa con la otra infretta e furia y después quizá no viven siempre felices -a Brunetti no le gustó el tono de su propia voz.
– Nada de eso, Guido. En absoluto.
– ¿Por qué?
– Porque ellos viven felices -se percibía en la voz del conte el mismo anhelo que cuando aludía a la posibilidad de pasar la velada hablando de Cicerón-. O, por lo menos, es lo que dice Donatella -en vista de que Brunetti no respondía, preguntó-: ¿Te intriga su aspecto?
– Ésa es una delicada forma de expresarlo.
– No lo comprendo -dijo el conte -. Era una muchacha preciosa. No tenía necesidad de hacerse eso, pero hoy las mujeres tienen ideas diferentes acerca de… -y no terminó la frase-. Fue hace años. Se marcharon, aparentemente de vacaciones, pero estuvieron fuera mucho tiempo, meses. No recuerdo quién me lo dijo -hizo una pausa y añadió-: Donatella no, desde luego -Brunetti se alegró al oírlo-. Lo cierto es que, cuando regresaron, ella estaba así. Australia: creo que allí estuvieron. Pero una persona no se va a Australia para hacerse la cirugía estética, por Dios.
– ¿Por qué lo haría? -preguntó Brunetti impulsivamente.
– Guido -dijo el conte al cabo de un momento-, hace tiempo que he renunciado.
– ¿Renunciado a qué?
– A tratar de comprender por qué la gente hace lo que hace. Por mucho que nos esforcemos, nunca lo conseguiremos. El chófer de mi madre solía decir: «Como sólo tenemos una cabeza, sólo podemos pensar en las cosas de una manera.» -el conte rió y dijo con súbita vivacidad-: Basta de cotilleo. Lo que quería saber es si te causó buena impresión.
– ¿Sólo eso?
– No pensé que fueras a fugarte con ella, Guido -rió el conte.
– Orazio, créeme, con una mujer amante de la lectura tengo más que suficiente.
– Te comprendo, te comprendo -y, en tono más serio-: Pero no has contestado a mi pregunta.
– Muy buena impresión.
– ¿Te pareció una persona digna de confianza?
– Absolutamente -respondió Brunetti al instante, sin necesidad de pensarlo. Pero, después de meditar un momento, dijo-: ¿No es curioso? No sé casi nada de ella, pero me parece de fiar porque le gusta Cicerón.
El conte volvió a reír, pero ahora con más suavidad.
– Para mí tiene sentido.
El conte raramente mostraba tanto interés por una persona, lo que indujo a Brunetti a preguntar:
– ¿Por qué esa curiosidad por saber si es digna de confianza?
– Porque, si ella se fía de su marido, tal vez él sea fiable.
– ¿Y te parece que ella se fía?
– Anoche estuve observándolos y no vi falsedad en ellos. Se aman.
– Pero no es lo mismo amar que confiar, ¿verdad?
– Ah, qué bien me hace percibir el tono ecuánime de tu escepticismo, Guido. Vivimos en una época que da tanta importancia al sentimentalismo que a veces me olvido de mi instinto.
– ¿Y qué te dice el instinto?
– Que un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un bellaco.
– ¿ La Biblia?
– Shakespeare, me parece -dijo el conte.
Brunetti creía que la conversación había terminado, pero su suegro dijo entonces:
– Quizá puedas hacerme un favor, Guido. Discretamente.
– ¿Sí?
– Tú dispones de información mucho mejor de la que pueda tener yo sobre ciertos asuntos, y me pregunto si no podrías hacer que alguien se informara de si Cataldo es persona en la que yo pudiera…
– ¿Confiar? -preguntó Brunetti provocativamente.
– No tanto como eso, Guido -dijo el conte Falier con firmeza-. Más bien si es alguien con quien yo pudiera asociarme en una inversión. Él tiene mucha prisa en que tome una decisión, y no sé si mi propia gente podría averiguar… -la voz del conte se extinguió, como si él no encontrara las palabras apropiadas para expresar con exactitud la naturaleza de su interés.
– Veré lo que puedo hacer -dijo Brunetti, advirtiendo que sentía curiosidad acerca de Cataldo, pero, en este momento, no deseaba descubrir por qué.
Él y el conte intercambiaron unas frases joviales que pusieron fin a la conversación.
Brunetti miró el reloj y vio que aún tenía tiempo para hablar con la signorina Elettra, la secretaria de su superior, antes de ir a casa a almorzar. Si alguien podía atisbar discretamente en las transacciones de Cataldo era ella, sin duda. Durante un momento, pensó en pedirle que, de paso, viera qué podía descubrir acerca de la esposa del magnate, pero lo avergonzaba un poco aquel deseo de ver una foto suya de antes de… antes de su matrimonio.
No tenías más que entrar en el despacho de la signorina Elettra para recordar que hoy era martes: un gran ramo de tulipanes color de rosa presidía una mesa situada delante de la ventana. El ordenador que ella había permitido que una generosa y agradecida questura le proporcionara meses atrás -consistente tan sólo en un anoréxico monitor y un teclado negro- dejaba en su escritorio espacio suficiente para un no menos espléndido ramo de rosas blancas. El envoltorio, pulcramente doblado, estaba en el recipiente destinado exclusivamente a papel, y ay del que, por distracción, echara papel, cartón, metal o plástico donde no correspondía. Brunetti la había oído hablar por teléfono con el presidente de Vesta, la empresa privada a la que había sido concedido el contrato para la recogida de residuos de la ciudad -en este momento, el comisario prefería no pensar en los factores que habían contribuido a tal concesión-, y recordaba la exquisita cortesía con que la joven llamaba la atención de su interlocutor sobre las maneras en que una investigación de la policía o, lo que era peor, de la Guardia di Finanza, podía complicar el funcionamiento de su empresa y lo onerosos y molestos que podían ser los inesperados descubrimientos a los que podía dar lugar tal inspección.
Luego de aquella conversación -aunque no a consecuencia de ella, por supuesto-, los basureros habían modificado su ruta y empezado a amarrar su «barca ecológica» frente a la questura todos los martes y viernes por la mañana, después de recoger el papel y el cartón de los residentes de la zona de SS Giovanni e Paolo. El segundo martes, el vicequestore Giuseppe Patta les había ordenado marcharse de allí, escandalizado por la brutta figura que presentaban unos agentes de policía que transportaban bolsas de papel de la questura a la barcaza de la basura.
La signorina Elettra no necesitó mucho tiempo para hacer comprender al vicequestore la excelente publicidad que supondría la introducción de una ecoiniziativa, fruto, evidentemente, del firme compromiso del dottor Patta con la salud ecológica de su ciudad de adopción. A la semana siguiente, La Nuova envió a la questura no sólo a un reportero sino también a un fotógrafo, y al día siguiente publicaba en primera plana una larga entrevista con Patta y, lo que es más, una gran foto. Aunque el vicequestore no aparecía en ella llevando una bolsa a la barcaza sino sentado ante su mesa, con una mano descansando en un montón de papeles, en una pose que sugería su capacidad para resolver los casos en ellos documentados por pura fuerza de voluntad y disponer después con máxima diligencia que los papeles se depositaran en el receptáculo pertinente.
Cuando entró Brunetti, la signorina Elettra salía del despacho de su superior.
– Ah, qué bien -dijo al ver a Brunetti en la puerta-. El vicequestore desea verlo.
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