– … y al final decidimos no renovar nuestro abbonamento. Es todo tan mediocre, con esas porquerías francesas y alemanas que se empeñan en montar -decía la mujer, casi temblando de indignación-. Es como cualquier teatrillo de provincias francés -sentenció agitando una mano en un ademán que consignaba al olvido el teatro y, con él, a la provincia francesa. Brunetti, recordando la recomendación de Jane Austen a uno de sus personajes, de que «guardara el aliento para enfriar el té» venció la tentación de observar que, al fin y al cabo, La Fenice era un teatro menor y Venecia, una pequeña ciudad provinciana de Italia, por lo que no cabía esperar grandes cosas.
Llegó el café, y un camarero dio la vuelta a la mesa empujando un carrito cargado de botellas de grappa y digestivi. Brunetti pidió una Domenis, que no lo defraudó. Se volvió hacia Paola, para preguntarle si quería un sorbo de su grappa, pero ella estaba escuchando lo que Cataldo decía a su padre. Tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano, con la esfera del reloj hacia Brunetti, que vio que marcaba más de medianoche. Lentamente, él deslizó el pie por el suelo hasta encontrar algo sólido, pero no tan duro como la pata de una silla, y le dio dos golpecitos.
Apenas un minuto después, Paola miró su reloj y dijo:
– Oddio, un alumno viene a mi despacho a las nueve de la mañana y aún he de leer su ejercicio -se inclinó hacia el extremo opuesto de la mesa, para decir a su madre-: Tengo la impresión de pasarme el día haciendo mis deberes o corrigiendo los de los demás.
– Y, nunca, a su debido tiempo -agregó el conte, pero lo dijo con afecto y resignación, para dejar claro que sus palabras no llevaban reproche.
– Quizá también nosotros deberíamos pensar en irnos a casa, ¿no, caro? -dijo la signora Cataldo sonriendo a su marido.
Cataldo asintió y se levantó. Se situó detrás de su esposa y le retiró la silla cuando ella se levantaba. Miró al conte.
– Gracias, signor conte -dijo inclinando la cabeza ligeramente-. Usted y su esposa han sido muy amables al invitarnos. Y, más aún, al habernos dado la ocasión de conocer a su familia -sonrió en dirección a Paola.
Se dejaron caer las servilletas en la mesa, y el avvocato Rocchetto dijo que necesitaba estirar las piernas. El conte preguntó a Franca Marinello si podía hacer que los llevaran a casa en su barco, a lo que Cataldo respondió que el suyo estaría esperándolos en la porta d'acqua.
– No me importa hacer a pie un trayecto, pero, con este frío y a estas horas de la noche, prefiero volver en la lancha -dijo.
Por parejas, volvieron al salone en el que no quedaba ni vestigio de las copas que allí se habían servido, y se dirigieron al vestíbulo, en el que dos de los criados de aquella noche ayudaron a los caballeros a ponerse el abrigo. Brunetti dijo a Paola en un aparte:
– Y luego dicen que es difícil encontrar buen personal hoy en día.
Ella sonrió, pero alguien que estaba al otro lado soltó un espontáneo resoplido de risa. Al volverse, él sólo vio la cara impasible de Franca Marinello.
Una vez en el patio, el grupo intercambió corteses despedidas: Cataldo y su esposa fueron conducidos a la p orta d'acqua, donde esperaba su barco; los Rocchetto vivían a tres puertas de distancia, y la otra pareja tomó la dirección de Accademia, después de declinar jovialmente la sugerencia de Paola de que ella y Brunetti los acompañaran a casa.
Cogidos del brazo, Brunetti y Paola emprendieron el regreso. Cuando pasaban por delante de la universidad, Brunetti preguntó:
– ¿Te has divertido?
Paola se detuvo y lo miró a los ojos. En lugar de responder, preguntó con frialdad:
– ¿Harías el favor de decirme de qué iba todo eso?
– ¿Perdón?
– ¿Perdón porque no has entendido la pregunta o perdón por haber pasado la velada hablando con Franca Marinello y desentendiéndote de todos los demás?
La vehemencia de la pregunta sorprendió a Brunetti, que no supo sino protestar con voz de balido lastimero:
– Es que lee a Cicerón.
– ¿Cicerón? -preguntó una no menos sorprendida Paola.
– Del gobierno, y las cartas, y la acusación contra Verres. Hasta la poesía -dijo él. De pronto, aguijoneado por el frío, la tomó del brazo y empezó a subir el puente, pero ella se resistía hasta obligarle a parar al llegar a lo alto y, echándose hacia atrás para situarlo en perspectiva, dijo sin soltarle la mano:
– Espero que te des cuenta de que estás casado con la única mujer de esta ciudad capaz de darse por satisfecha con semejante explicación. -Esta respuesta provocó una brusca carcajada de Brunetti-. Además, ha sido interesante contemplar los esfuerzos de toda esa gente.
– ¿Esfuerzos?
– Esfuerzos -repitió ella, empezando a bajar por el otro lado del puente. Cuando Brunetti la alcanzó, prosiguió-: Franca Marinello se esforzaba por impresionarte con su inteligencia. Tú te esforzabas por averiguar cómo una persona con ese aspecto podía haber leído a Cicerón. Cataldo se esforzaba por convencer a mi padre para que invirtiera en su proyecto, y mi padre se esforzaba por decidir si invertía o no.
– ¿Invertir en qué proyecto? -preguntó Brunetti, olvidándose de Cicerón.
– Un proyecto en China -dijo ella.
– Oddio -fue todo lo que se le ocurrió a Brunetti.
– ¿Por qué en China, nada menos? -inquirió Brunetti.
Esto la hizo detenerse. Se paró delante del comedor de los bomberos, cuyas ventanas estaban oscuras a esta hora y del que no salía a la calle olor a comida. Brunetti estaba realmente intrigado.
– ¿Por qué en China? -repitió.
Ella meneó la cabeza en señal de total perplejidad y miró en derredor, como buscando a quién poner por testigo.
– ¿Alguien tendrá la bondad de decirme quién es este señor? Creo recordar que, a veces, por la mañana, lo veo a mi lado en la cama; pero no puede ser mi marido.
– Oh, basta ya, Paola, y contesta -dijo él con impaciencia.
– ¿Cómo es posible que leas dos periódicos al día y no tengas idea de por qué una persona puede querer invertir en China?
Él la tomó del brazo y la encaminó hacia casa. No tenía sentido pararse en medio de la calle para hablar de esto, pudiendo hacerlo mientras caminaban o, incluso, en la cama.
– Pues claro que lo sé -dijo-. Economía emergente, posibilidades de hacer grandes negocios, una Bolsa pujante, crecimiento ilimitado. Pero, ¿qué falta le hace nada de esto a tu padre?
Notó que ella aflojaba el paso. Temiendo otra parada para más floreos retóricos, él mantuvo el ritmo, obligándola a seguirle.
– Porque a mi padre le corre por las venas el veneno del capitalismo, Guido. Porque, durante siglos, ser Falier ha sido ser comerciante, y ser comerciante es dedicarse a hacer dinero.
– Así habla una profesora de literatura que asegura que no le interesa el dinero.
– Es que yo, Guido, soy la última de la estirpe. Soy la última de la familia que lleva el apellido. Nuestros hijos llevan el tuyo -ella se puso a caminar, sin dejar de hablar, aunque más despacio-: Mi padre ha dedicado toda su vida a hacer dinero, con lo que nos ha permitido a mí y a nuestros hijos el lujo de no tener que preocuparnos por ganarlo.
Brunetti, que había jugado tal vez miles de partidas de Monopoly con sus hijos, estaba seguro de que ellos habían heredado el gen del capitalismo, que tenían interés por el dinero y hasta quizá su veneno.
– ¿Y él piensa que allí se puede hacer dinero? -preguntó Brunetti, y se apresuró a añadir, para impedir que ella pudiera asombrarse de que él hiciera semejante pregunta-: ¿Dinero seguro?
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