– ¿Un mal día? -preguntó ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Te he oído subir la escalera, tus pasos eran los de un hombre muy cansado, y he pensado que quizá te animara si te abría la puerta y te decía cuánto me alegro de verte en casa.
– ¿Sabes? Tienes mucha razón en eso de las tetas y los culos de las revistas -soltó él.
Ella ladeó la cabeza y estudió su expresión.
– Entra, Guido. Me parece que necesitas un vaso de vino.
Él sonrió.
– ¿Yo te doy la razón sobre algo que llevamos décadas debatiendo, y lo único que se te ocurre es ofrecerme un vaso de vino?
– ¿Pues qué querías?
– ¿Qué te parecería un poco de tetas y culo? -preguntó él echándole mano.
Después de cenar, él la siguió al estudio. Había bebido poco vino con la cena y ahora lo único que deseaba era sentarse, hablar y escuchar lo que ella tuviera que decir sobre algo que aún no sabía cómo llamar: quizá el desastre Pedrolli fuera la definición más adecuada.
– ¿El farmacéutico de campo Sant'Angelo? -preguntó ella cuando él hubo acabado de referir los hechos, intentando seguir el orden cronológico, pero temiendo haberse embarullado.
Brunetti estaba sentado al lado de ella, con los brazos cruzados.
– ¿Lo conoces?
– No; esa farmacia no me pilla de paso. Además, es uno de esos campi en los que casi nunca te paras. Sólo cruzas para ir a Accademia o a Rialto. Ni siquiera he entrado en la tienda que está al lado del puente, a comprar una de esas camisas de algodón.
Brunetti enfocó el campo en su plano mental de la ciudad, primero desde el puente y después desde la calle della Mandola. Un restaurante en el que no había comido nunca, una galería de arte, la inevitable agencia de la propiedad inmobiliaria, la edicola con el anuncio del chocolate Labrador. Lo sacó de sus divagaciones topográficas la voz de Paola que preguntaba:
– ¿Tú crees que él haría eso? ¿Llamar a la gente para contar cosas de sus clientes?
– Yo pensaba que lo que las personas podían llegar a hacer tenía un límite -dijo Brunetti-. Pero ya no. Con los estímulos adecuados, todos somos capaces de cualquier cosa. -Se quedó escuchando el eco de sus propias palabras, comprendió en qué medida eran consecuencia de los sucesos del día y dijo rápidamente-: No; eso no es cierto, ¿verdad?
– Espero que no -respondió Paola-. Pero, ¿no ha tenido que prestar juramento, como los médicos, de no revelar ciertas cosas?
– Creo que sí. Pero ese hombre es muy listo para hacer eso abiertamente. No; bastaría con que llamara por teléfono para interesarse por la salud de una persona: «¿Daniela ya ha salido del hospital?» «¿Hará el favor de decir a Egidio que tiene que renovar la receta?» Y, si esas llamadas sacan a la luz algo embarazoso o vergonzoso, sólo sería porque el bueno del farmacéutico de la familia se interesaba por sus clientes.
Paola reflexionó un momento, se volvió hacia su marido y le puso la mano en el brazo.
– Y así es como debe de verse él. Si alguien le preguntara, él podría mantener ante la otra persona y ante sí mismo que sólo lo guiaba un exceso de celo.
– Probablemente.
– Cochino canallita.
– Como la mayoría de los moralistas -dijo Brunetti con fatiga.
– ¿No puedes hacer nada respecto a eso, o respecto a él? -preguntó ella.
– Me parece que no -respondió Brunetti-. Una de las extrañas particularidades del asunto es que, por sórdidos y repugnantes que sean los hechos, la única ilegalidad que ha cometido Franchi es leer esos historiales, y él diría, y creería, que lo hacía por el bien de sus clientes. Como también Marcolini cumplía con su deber de buen ciudadano. Lo mismo que su hija, imagino. -Brunetti siguió pasando revista a los hechos-. Y la violencia que los carabinieri utilizaron con Pedrolli tampoco se considerará criminal. Aquella noche, tenían una orden judicial para efectuar arrestos. Llamaron a la puerta, pero los Pedrolli no les oyeron. Y Pedrolli admite haber atacado primero al carabiniere.
– Cuánta aberración y cuánto sufrimiento -dijo Paola.
Se quedaron en silencio un rato. Finalmente, Brunetti se levantó, fue a la sala, recogió su ejemplar de las Lettere dalla Russia y volvió al estudio. En el poco rato que él había estado ausente, Paola se había esparcido sobre el sofá como el agua en el surco, con un libro en las manos, pero encogió las piernas para hacerle sitio.
– ¿Son tus rusos? -preguntó al ver el libro.
Él se sentó y empezó a leer desde donde había terminado la noche antes. Paola estuvo un momento mirando su perfil, estiró las piernas por encima de las de él y siguió leyendo.
Al día siguiente el tiempo empeoró, con un brusco descenso de la temperatura, seguido de una lluvia torrencial, fenómenos que limpiaron las calles, primero, de turistas y, luego, de todo resto de suciedad. Horas después, las sirenas anunciaron la primera acqua alta del otoño, agravada por una violenta b ora que entró del noreste.
Un malhumorado Brunetti, provisto de paraguas, sombrero, botas e impermeable, llegó a la questura y se paró en la entrada, ofreciendo lo que él consideraba una brutta figura, para sacudirse el agua como un perro. Al mirar en derredor, observó que el suelo estaba mojado, por lo menos, en un metro a la redonda. Andando pesadamente y sin ganas de hablar con nadie, subió a su despacho.
Dejó el paraguas apoyado en la pared detrás de la puerta. Si se escurría agua al parquet, allí no se vería. Colgó el impermeable en el armario, arrojó el empapado sombrero al estante superior y se sentó para quitarse las botas. Cuando por fin se instaló detrás de su mesa estaba sudoroso e irritado.
Sonó el teléfono.
– ¿Sí? -contestó con singular hosquedad.
– ¿Cuelgo y vuelvo a llamar cuando haya tenido tiempo de salir a tomar café? -preguntó Bocchese.
– Daría lo mismo y, probablemente, antes de llegar al bar me llevaría el acqua alta.
– ¿Tan fuerte viene? -preguntó el técnico-. Yo he llegado temprano y aún no estaba muy mal.
– Se calcula que alcanzará el máximo dentro de una hora. Y sí, es fuerte.
– ¿Se ahogará algún turista?
– No me tiente, Bocchese. Ya sabe que tenemos los teléfonos intervenidos y lo que digamos puede ser denunciado a la Junta de Turismo. -De pronto, se sintió más animado, ya fuera por la insólita jovialidad de Bocchese o por la idea del turista ahogado-. ¿Qué tiene que decirme?
– VIH -dijo el técnico y, agregó en el silencio resultante-: Tengo muestras de sangre seropositiva. Para ser más exactos, tengo los resultados del laboratorio, ¡por fin!, según los cuales la muestra que les envié es B negativo, un tipo relativamente raro y VIH positivo, lo cual es menos raro de lo que sería de desear.
– ¿La sangre de la farmacia?
– Sí.
– ¿Se lo ha dicho a alguien?
– No. Acabo de recibir el e-mail. ¿Por qué?
– No hay razón. Hablaré con Vianello.
– No será suya la sangre, ¿verdad? -dijo Bocchese con voz neutra.
La pregunta afectó de tal modo a Brunetti que no pudo menos que gritar:
– ¡¿Qué dice?!
Siguió un largo silencio al otro extremo y Bocchese dijo con voz contrita:
– No he querido decir eso. Con una sola muestra, no se puede saber de quién es.
– Pues dígalo así -dijo Brunetti, todavía gritando-. Y no gaste esas bromas. No tienen gracia -añadió con voz áspera, sorprendido por el acceso de cólera que le había provocado el técnico.
– Perdón -dijo Bocchese-. Es deformación profesional, supongo. Sólo vemos trocitos de personas, muestras de personas, y a veces bromeamos sobre ellas, olvidando a las personas.
– Está bien -dijo Brunetti y, en tono más sereno-: Hablaré con él.
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