Era indignante pensar en un sujeto como Gabetti, deshonra de toda la profesión, por su codicia. ¿Cómo podía ser capaz de traicionar la confianza que el sistema sanitario había depositado en él, programando visitas falsas? Y qué escándalo que unos doctores, doctores en Medicina, se prestaran a semejante corruptela. Il Gazzettino de esta mañana daba la noticia en primera plana, con una foto de la farmacia de Gabetti. ¿Qué pensaría la gente de los farmacéuticos, si uno de ellos era capaz de semejante ruindad? Y, una vez más, la ley sería burlada. El hombre era muy viejo para ser enviado a la cárcel, y todo se resolvería discretamente. Una pequeña multa, quizá la inhabilitación, pero no sería castigado, y esta clase de delitos, como todos los delitos, merecían castigo.
Abrió uno de los armarios superiores y bajó un bol de cerámica, el mediano, que solía usar para las mezclas de 250 cc. De uno de los armarios de abajo sacó un frasco vacío color marrón y lo dejó en el mostrador. Tomó unos guantes de látex del armario superior y se los puso. Del armario de los tóxicos extrajo la botella de ácido clorhídrico, la depositó en el mostrador, desenroscó el tapón de vidrio y lo dejó en una fuente de cristal que tenía para este fin.
La química no es un proceso aleatorio, reflexionaba, sino que sigue las leyes establecidas por Dios, al igual que toda la Creación. Seguir esas leyes es participar, en pequeña escala, del poder que Dios ejerce sobre el mundo. Mezclar sustancias por el debido orden -primero ésta, luego la otra- es seguir el plan de Dios, y dispensarlas a los pacientes es hacer que cumplan la función que Él les ha asignado.
La jeringuilla estaba en el cajón de arriba, en su envoltorio de plástico transparente, lista para su único uso. Él rompió la bolsa; accionó el émbolo un par de veces arriba y abajo, aspirando y expulsando aire para comprobar el buen deslizamiento; insertó la aguja en el frasco del ácido, que sujetaba con firmeza por la base con la mano izquierda; y, lentamente, tiró del émbolo, inclinando la cabeza para leer las cifras del costado. Con cuidado, sacó la aguja, la enjugó en la boca del frasco y la situó sobre el bol de cerámicas. Quince gotas, ni una más.
Contaba once cuando oyó ruido a su espalda. ¿La puerta? ¿Quién abriría sin llamar? No podía apartar la mirada del extremo de la jeringuilla, porque si se descontaba tendría que limpiar el bol y empezar de nuevo, y no quería verter ni aun aquella ínfima cantidad de ácido en los desagües de la ciudad. No faltarían los que se rieran de tantas precauciones, pero quién sabía el daño que podían causar quince gotas de ácido clorhídrico.
La puerta se cerró, más suavemente de como se había abierto, en el momento en que la última gota caía en el bol. Al girarse, vio a uno de sus clientes, aunque más que cliente podía considerarlo colega, ¿no?
– Ah, dottor Pedrolli -dijo sin poder ocultar el asombro-. Es una sorpresa verlo aquí. -Lo expresó de este modo, para no ofender a un médico, un hombre al que sus estudios y responsabilidades situaban a un nivel superior al suyo propio. Le trataba de usted, deferencia que reservaba a todos los médicos, por años que hiciera que los conocía. Fuera de la farmacia, quizá habría preferido tutearlos, por afinidad profesional, pero ellos seguían llamándole de usted y, con los años, él se había acostumbrado al tratamiento. Lo consideraba una señal de respeto hacia él y su posición, y había llegado a enorgullecerle. Se quitó los guantes, los echó a la papelera y tendió la mano al médico.
– Deseo hablar con usted, dottor Franchi -dijo el recién llegado en voz baja después de estrecharle la mano. El dottor Pedrolli parecía alterado, lo que era insólito, ya que siempre le había parecido un hombre tranquilo.
– ¿Quién le ha dejado entrar? -preguntó Franchi, procurando hablar con suavidad, en tono de curiosidad más que de irritación. Sólo una emergencia podía inducir a un empleado suyo a desobedecer sus instrucciones respecto a la puerta.
– El dottor Banfi, su colega. Le he dicho que quería hablar con usted acerca de un paciente.
– ¿Qué paciente? -preguntó el farmacéutico, alarmado al pensar que uno de sus clientes pudiera estar grave. Empezó a repasar mentalmente los nombres de los niños a los que él sabía que atendía el dottor Pedrolli: quizá se trataba de un caso de larga enfermedad, y, sabiendo quién era, tal vez podría ganar unos segundos preciosos en la preparación de la medicina y prestar un buen servicio a un enfermo.
– Mi hijo -dijo Pedrolli.
Esto no tenía sentido. Él se había enterado, con el consiguiente asombro, de la visita de los carabinieri y de todo lo sucedido en casa del dottor Pedrolli. Aquel niño ya no podía ser considerado un paciente.
– Creí que… -empezó Franchi, y entonces se le ocurrió que podían haberle devuelto al niño-. ¿Es que ha…? -No supo cómo terminar la frase.
– No -dijo Pedrolli con su voz serena que sonó con fuerza en esa habitación de pequeñas dimensiones-. No -repitió el médico, con gesto sombrío-. Es definitivo.
– Lo lamento, pero no entiendo -dijo Franchi, reparando ahora en la jeringuilla que tenía en la mano, la dejó en el mostrador, procurando que el extremo de la aguja no tocara la superficie. Vio que Pedrolli observaba el movimiento y recorría con mirada de experto los frascos del mostrador. El médico, como buen profesional, sabría apreciar la disciplina y el orden riguroso de su laboratorio, espejo de la disciplina y el rigor de su ordenada vida.
– Estoy preparando una fórmula de pepsina para una paciente -explicó en respuesta a una pregunta inexistente de Pedrolli, esperando que el médico observara su discreción al omitir el nombre de la paciente. Señalando los frascos alineados junto a la pared, dijo-: No he querido sacar un frasco del fondo del armario teniendo otros delante, y los he sacado todos. Por seguridad. -Un médico sabría valorar esta precaución, estaba seguro.
Pedrolli asintió, con aparente indiferencia.
– Yo también soy cliente suyo, ¿verdad? -preguntó, para sorpresa del farmacéutico.
– Sí. Desde luego -respondió Franchi. Le parecía un cumplido que un médico, un profesional como él, pero de rango superior, reconociera que se contaba entre sus clientes. No obstante, la clienta era la esposa. Y el niño, claro, aunque ya no.
– Por eso he venido -dijo el dottor Pedrolli, volviendo a sorprenderlo.
– Sigo sin comprender -dijo Franchi. ¿Podía la pérdida sufrida haber alterado el equilibrio mental de este hombre? Ay, pobre, pero quizá era comprensible, después del disgusto.
– Usted debe de tener mi ficha, ¿no? -preguntó Pedrolli, para mayor desconcierto del farmacéutico.
– Por supuesto, dottore -respondió Franchi-. Tengo las fichas de todos mis clientes. -Le gustaba considerarlos sus pacientes, pero comprendía que tenía que llamarlos clientes, para demostrar que sabía cuál era su sitio en el orden de las cosas.
– ¿Podría explicarme cómo es que la tiene, dottore? -preguntó Pedrolli.
– ¿Que la tengo? -repitió Franchi estúpidamente.
– Mi ficha médica.
Pero él había dicho sólo «ficha», no «ficha médica». Este hombre no le había entendido.
– No es que quiera rectificarle, dottore -empezó, aunque sí quería-, pero tengo su ficha de cliente de la farmacia -dijo eligiendo cuidadosamente las palabras-. No sería correcto que yo tuviera su ficha médica. -Y era verdad; decirlo así no era mentir.
Pedrolli sonrió, pero no con una sonrisa tranquilizadora.
– No es eso lo que me han dicho.
– ¿Lo que le ha dicho quién? -preguntó un ofendido Franchi. ¿Acaso él, un profesional, un hombre que contaba entre sus clientes a jueces, abogados, ingenieros y médicos, había de consentir semejante acusación?
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