Donna Leon - Líbranos del bien

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Tres hombres, entre ellos un carabiniere, irrumpen en el apartamento de un pediatra en plena noche, lo atacan y se llevan a su hijo de dieciocho meses. ¿Qué ha motivado un ataque tan violento por parte de las fuerzas del orden? Cuando el comisario Brunetti es convocado al hospital en que ingresa la víctima del cruel asalto, deberá enfrentarse a más preguntas que respuestas. Sl mismo tiempo, el inspector Viaenllo descubre una estafa que implica a los farmacéuticos y médicos de Venecia. Y tras la estafa… algo más que dinero. Líbranos del bien, el decimosexto caso protagonizado por el cominsario Brunetti, el más negro y el primero sin crimen, urde dos tramas paralelas en torno a tráfico ilegal de menores para la adopción y a un dilema médico. Con el ingenio y la lucidez habitual en ella, Donna Leon demuestra que el camino del Infierno puede estar sembrado de buenas intenciones.

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– Alguien que lo sabe.

Franchi se puso colorado.

– No puede entrar aquí haciendo semejantes acusaciones. -Entonces, recordando el estatus de la persona a la que se dirigía, moderó el tono de voz-. Eso es impropio. E injusto.

Pedrolli dio un pequeño paso atrás y, curiosamente, con la distancia pareció aumentar la diferencia de estatura. Ahora el médico dominaba claramente al farmacéutico.

– A propósito de acusaciones impropias e injustas, dottor Franchi -empezó Pedrolli con voz razonable y paciente-, quizá podríamos hablar de Romina Salvi.

Franchi tardó unos segundos en componer el gesto y preparar la voz.

– ¿Romina Salvi? Es clienta mía, pero no sé qué puede importar…

– Hace seis años que toma litio, según tengo entendido -dijo el médico con una sonrisa leve, de las destinadas a infundir confianza en el paciente.

– Tendría que consultar la ficha para estar seguro -dijo Franchi.

– ¿De que toma litio o de que hace seis años?

– De una y otra cosa. De las dos.

– Ya.

– Es que no sé a qué viene todo esto, dottore -dijo Franchi con vehemencia-. Y, si me permite, seguiré con lo que estaba haciendo. No me gusta hacer esperar a mis clientes.

– Romina iba a casarse con Gino Pivetti, un técnico del laboratorio del hospital. Pero la madre de él se enteró de lo del litio y la depresión, y se lo dijo a su hijo. Él no sabía nada. Romina no se lo había dicho por miedo a que la dejara.

– No comprendo qué tiene que ver eso conmigo -interrumpió Franchi. Sacó otro par de guantes, confiando en que su ostensible deseo de volver al trabajo impresionara a su visitante y le hiciera comprender que era inútil proseguir la conversación y que había llegado el momento de irse. Porque el dottor Franchi no podía decir claramente a un doctor en Medicina que se marchara.

– Y así fue, el chico la dejó, y ya no habrá hijos maníaco-depresivos que perturben el divino plan de perfección.

La cortesía impidió a Franchi responder que era mejor así: las criaturas de Dios debían emular Su Perfección, no transmitir una enfermedad que desbaratara el plan divino. Destapó el frasco vacío y dejó el tapón cabeza abajo, para eliminar todo peligro de contaminación del mostrador, aunque la posibilidad era remota.

– Hace tiempo que pienso en eso, dottor Franchi -dijo Pedrolli, ya con más animación-, desde que me enteré de que mi ficha médica estaba aquí y recordé toda la información que contiene.

Con intención de dar a entender lo poco que le faltaba para perder la paciencia, Franchi se acercó el bol unos centímetros, como si se dispusiera a empezar a preparar la solución y dijo:

– Lo siento, dottore, pero nada de esto tiene sentido. -Levantó la mano y abrió un armario, bajó el frasco de pepsina, la suspensión que era el siguiente ingrediente del preparado. Desenroscó el tapón y lo dejó en otra bandeja de cristal.

– ¿Y Romina Salvi? ¿Tiene algún sentido para usted que alguien, con una llamada telefónica, le destrozara la vida? -preguntó Pedrolli.

– Su vida no está destrozada -dijo Franchi, abandonando ya todo intento de disimular su impaciencia. Tomó la jeringuilla y la apartó cuidadosamente-. Quizá se haya roto su compromiso, pero eso no le destrozará la vida.

– ¿Por qué no? -preguntó Pedrolli con repentina cólera-. ¿Porque sólo se trata de sentimientos? ¿Porque nadie está en el hospital? ¿Porque nadie ha muerto?

De pronto, Franchi sintió que ya no aguantaba más, que estaba harto de hablar de sentimientos y vidas destrozadas. Una vida que sigue la senda del Señor no puede ser una vida destrozada. Miró a Pedrolli.

– Ya le he dicho, dottore, que no entiendo de qué me habla. Pero sí entiendo que la signorina Salvi padece una enfermedad que podría transmitir a sus hijos, por lo que quizá sea preferible que se haya roto ese compromiso.

– ¿Con ayuda de usted, dottore? -preguntó Pedrolli.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó Franchi con aparente indignación.

– Según la madre de Gino, alguien le preguntó si no estaba preocupada por sus futuros nietos. Ellos viven en campo Manin, ¿verdad? Así pues, ésta debe de ser su farmacia. ¿Y de dónde si no había de recibir ella esa muestra de interés?

– Yo no hablo de mis clientes -dijo Franchi con la absoluta convicción del hombre que nunca miente ni murmura.

Pedrolli lo miró largamente, estudiando su cara con tanta intensidad que Franchi, pare rehuir su mirada, volvió al trabajo. Rasgó el envoltorio de otra jeringuilla con un ruido áspero, eco de su furor. Bombeó aire para probar el deslizamiento del émbolo e insertó el extremo en el frasco pequeño. Lentamente, empezó a aspirar el líquido.

– Usted no haría eso, ¿verdad? -preguntó Pedrolli, asombrado de haber tardado tanto en comprender-. Usted no mentiría ni hablaría de sus clientes, ¿eh?

Eso no merecía comentario, pero Franchi volvió la cabeza lo justo para decir, no sin irritación por la vaguedad del otro:

– Por supuesto que no.

– Pero sí llamaría por teléfono si creyera que un cliente hacía algo que usted consideraba inmoral, ¿verdad? -Pedrolli hablaba despacio, como si fuera haciendo deducciones-. Eso sí lo haría, lo mismo que advirtió a la madre de Gino. Decir, no diría nada. Sólo mostraría su preocupación y mencionaría lo que la causaba, y ellos ya sabrían a qué atenerse. -Se quedó mirando al hombre que tenía delante como si lo viera por primera vez, después de tantos años de conocerlo.

Franchi, agotada la paciencia, empuñó la jeringuilla como si fuera un cuchillo y apuntó al otro hombre. ¿Qué significaba esto y por qué estaba el dottor Pedrolli tan interesado por aquella mujer? Paciente suya no era, desde luego.

– Claro que lo haría -dijo al fin, cediendo a la cólera-. ¿Acaso no es un deber moral? ¿No es lo que hacemos todos, cuando vemos la maldad, el pecado y la mentira, y está en nuestra mano impedirlos?

Pedrolli no habría quedado más atónito si el otro le hubiera clavado la jeringuilla. Levantó la mano con la palma hacia Franchi y dijo con voz tensa:

– ¿Impedirlos y nada más? ¿Y, si ya es tarde para impedirlos, cree que hay que castigarlos?

– Naturalmente -dijo Franchi, como el que explica una cuestión de exquisita simplicidad-. Los pecadores deben ser castigados. El pecado merece castigo.

– ¿Siempre y cuando nadie acabe en el hospital o muerto?

– Exactamente -dijo Franchi con su habitual meticulosidad-. Si se trata sólo de sentimientos, no importa.

Volvió a su trabajo. Un hombre sereno, competente, entregado a sus tareas profesionales.

¿Quién sabe lo que Pedrolli vio en aquel momento? ¿Un niño con un pijama de patitos que se aplastaba la nariz con el dedo? ¿Y quién sabe lo que oía? ¿Una vocecita que decía «papá»? Lo que importa es lo que hizo. Dio un paso adelante y, con un brusco movimiento, empujó al farmacéutico hacia un lado. Franchi, atento a la jeringuilla, para no clavarse la aguja, dio un traspiés, cayó sobre una rodilla y respiró con alivio al haber conseguido mantenerla apartada de su cuerpo.

Entonces levantó la mirada hacia Pedrolli, pero sólo vio el frasco grande que venía hacia él entre las manos del médico, y el líquido que brotaba, y su propia mano que se interponía. Luego todo fue oscuridad y dolor.

CAPÍTULO 26

– Lamento, dottore, que esta conversación haya de ser distinta de las anteriores. -Lo comprendo.

– La primera vez fui a verlo al hospital porque usted había sido víctima de un delito, y la segunda, para pedirle información sobre una persona de la que se sospechaba que había delinquido. Pero hoy debo decirle que se le interroga en relación con un delito del que está acusado y que nuestra conversación está siendo grabada en cinta magnetofónica y en vídeo. El inspector Vianello está presente en calidad de observador y al final de la conversación será presentada a usted una transcripción de la misma para que la firme… ¿Lo ha entendido, dottore? Debe responder en voz alta, dottore. Para la grabación.

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