Donna Leon - Líbranos del bien

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Tres hombres, entre ellos un carabiniere, irrumpen en el apartamento de un pediatra en plena noche, lo atacan y se llevan a su hijo de dieciocho meses. ¿Qué ha motivado un ataque tan violento por parte de las fuerzas del orden? Cuando el comisario Brunetti es convocado al hospital en que ingresa la víctima del cruel asalto, deberá enfrentarse a más preguntas que respuestas. Sl mismo tiempo, el inspector Viaenllo descubre una estafa que implica a los farmacéuticos y médicos de Venecia. Y tras la estafa… algo más que dinero. Líbranos del bien, el decimosexto caso protagonizado por el cominsario Brunetti, el más negro y el primero sin crimen, urde dos tramas paralelas en torno a tráfico ilegal de menores para la adopción y a un dilema médico. Con el ingenio y la lucidez habitual en ella, Donna Leon demuestra que el camino del Infierno puede estar sembrado de buenas intenciones.

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– No le… -empezó el técnico, pero Brunetti cortó:

– Le diré que tenemos los resultados -y suavizando la voz, añadió-: No se preocupe. Es todo lo que le diré. Veremos si coincide con la sangre de alguna de las personas de la lista.

Bocchese le dio las gracias, se despidió cortésmente y colgó.

Brunetti bajó en busca de Vianello.

Les bastaron unos minutos para encontrar la concordancia de la sangre y un par de llamadas telefónicas para descubrir el posible móvil. Piero Cogetto era un abogado recién separado de su compañera, también abogada, con la que había vivido durante siete años. No tenía antecedentes de consumo de drogas y nunca había sido arrestado.

Una vez Vianello tuvo ese indicio, con otras dos llamadas pudo completar la historia: al enterarse de que Cogetto era seropositivo, su compañera lo dejó. Ella decía que se había separado de él por su infidelidad, no por la enfermedad, pero los que la conocían recibían la explicación con escepticismo. La segunda persona con la que habló Vianello dijo que la mujer siempre había mantenido que se había enterado de la enfermedad de Cogetto porque alguien se lo mencionó por error.

Después de informar de sus averiguaciones a Brunetti y Pucetti, Vianello preguntó:

– ¿Qué hacemos ahora?

– Siendo seropositivo no puede ir a la cárcel -dijo Brunetti-. Pero si, por lo menos, conseguimos que confíese que causó los destrozos de la farmacia, podremos cerrar el caso del vandalismo y darlo por resuelto. -Entonces se dio cuenta de que estaba hablando como Patta y agradeció que los otros no lo mencionaran.

– ¿Crees que lo admitirá? -preguntó Vianello.

Brunetti se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Las muestras de sangre coinciden, y una prueba de ADN confirmaría la coincidencia. Pero es abogado, y sabe que siendo seropositivo no podemos hacerle nada. -De pronto, sintió cansancio y deseó que todo aquello hubiera terminado.

– Si fue él, yo lo comprendería -dijo Pucetti.

– ¿Y quién no? -convino Vianello, aceptando tácitamente la idea de que el dottor Franchi era la persona que había cometido el «error»-. Iré a hablar con él, si quieres -se ofreció, dirigiéndose a Brunetti. Y a Pucetti-: Podrías venir, y así verías lo que es hablar con una persona que sabe que no puede ser arrestada.

– De ésas las hay a montones -dijo Pucetti con gesto impasible.

CAPÍTULO 25

Le gustaba estar aquí, en el laboratorio, trabajando, preparando las fórmulas que ayudarían a las personas a recuperar la salud. Le gustaba el método, botes y frascos, alineados en el orden preciso, obedientes a su voluntad, según el procedimiento que él consideraba óptimo. Le gustaba la sensación que experimentaba al desabrocharse la bata para sacar, del bolsillo del chaleco, la llave del armario. Siempre vestía traje completo, dejaba la americana en el despacho, colgada de una percha, y se ponía la bata encima del chaleco. Jersey, nunca: chaleco y corbata. ¿Cómo iba el público a saber que él era un profesional, un dottore, si no se presentaba vestido correctamente?

Los otros no pensaban así. Él ya había comprendido que no tenía poder para imponer a rajatabla sus normas en materia de indumentaria, pero no transigía con que las mujeres llevaran la falda más corta que la bata, había prohibido las bambas a todo el personal y sólo toleraba las sandalias a las mujeres, y en verano. Un profesional debía vestir como es debido. Adónde iríamos a parar si no.

Deslizó la cadena de oro entre los dedos hasta encontrar la llave del armario de tóxicos. Se puso en cuclillas y abrió la puerta metálica, escuchando con agrado el suave chasquido de la cerradura. ¿Había en Venecia otro farmacéutico que se tomara tan en serio su responsabilidad para con los clientes? Recordaba que, años atrás, había visitado a un colega que le había invitado a pasar al cuarto de los preparados. Cuando ellos entraron, el cuarto estaba vacío y él había visto que la puerta del armario de los tóxicos estaba abierta y con la llave en la cerradura. Había tenido que hacer un gran esfuerzo para abstenerse de señalar el grave riesgo que suponía semejante negligencia. Allí podía entrar cualquiera: un niño que se suelta de la mano de su madre, un descuidero, un drogadicto… y Dios nos libre de lo que podía ocurrir. ¿Era una película o era una novela, en la que una mujer entra en una farmacia y se traga arsénico que alguien ha dejado olvidado? U otro veneno, no recordaba cuál. De todos modos, la mujer era mala, por lo que quizá le estuvo bien empleado.

Sacó el frasco del ácido sulfúrico, enderezó las piernas y lo depositó cuidadosamente en el mostrador. Luego, despacio, lo arrimó a la pared, para mayor seguridad. Repitió la operación con otros frascos, que fue alineando, con las etiquetas hacia adelante, claramente legibles. Eran envases pequeños: arsénico, nitroglicerina, belladona y cloroformo. Puso dos a la derecha y dos a la izquierda del ácido, de manera que la etiqueta de la calavera y las tibias quedara bien a la vista. La puerta del laboratorio estaba cerrada, como la tenía siempre: los otros sabían que debían llamar y pedir permiso antes de entrar. Él así lo había dispuesto.

La receta estaba en el mostrador. Hacía años que la signora Basso padecía aquella dolencia gástrica, y él había preparado la fórmula ocho veces por lo menos, de manera que en realidad no necesitaba mirar la receta, pero un buen profesional no juega con estas cosas, y menos tratándose de algo tan delicado. Sí; las dosis eran las mismas: ácido clorhídrico y pepsina en proporción de una parte por dos, veinte gramos de azúcar y doscientos cuarenta gramos de agua. Lo que variaba de una a otra receta era el número de gotas que el dottor Prina prescribía para tomar después las comidas y que dependía del resultado de cada análisis. Él era responsable de la exacta elaboración de la solución que debía suplir, en el estómago de la signora Basso, la falta de jugos gástricos.

La pobre mujer llevaba años sufriendo aquella afección que, según el dottor Prina, era cosa de familia, y merecía toda su atención y simpatía, no sólo por ser también feligresa de la parroquia de Santo Stefano y miembro de la cofradía del Rosario, lo mismo que su madre, sino también porque, además de cumplir con sus obligaciones de buena cristiana, soportaba su cruz en silencio. No era como aquel glotón de Vittorio Priante, con su papada y sus pies planos. Cuando entraba en la farmacia, no sabía hablar más que de comida, comida y comida, de vino y de grappa, y más comida. Seguro que había mentido al médico acerca de sus síntomas, para que le recetara la solución ácida para la digestión. O sea que, además de glotón, era embustero.

Pero la profesión imponía estas obligaciones a quien pretendía ejercerla escrupulosamente. Él podía alterar la solución, haciéndola más fuerte o más suave, pero eso sería traicionar su sagrada tarea. Por mucho que el signor Priante mereciera ser castigado por sus excesos y sus mentiras, el castigo estaba en las manos de Dios y no en las suyas. Sus clientes recibirían de él la atención que había jurado dedicarles; nunca permitiría que su criterio personal condicionara su trabajo. Eso sería antiprofesional, inconcebible. No obstante, el signor Priante debería emular su templanza en la mesa. Su madre se la había inculcado, al igual que la moderación en todo. Hoy, martes, cenarían gnocchi, que ella hacía con sus propias manos, pechuga de pollo a la plancha y una pera. Nada de excesos. Y un vasito de vino, blanco.

Por inmoral, por lasciva que fuera la conducta de sus clientes, él no consentiría que sus principios éticos afectaran a su conducta profesional. Nunca se le ocurriría faltar a su juramento, ni siquiera en un caso como el de la hija de la signora Adami, una niña de quince años a la que ya habían recetado medicamentos contra enfermedades venéreas en dos ocasiones. Ello sería, además de pecado, una falta de profesionalidad, y ambas cosas eran anatema para él. Pero la madre tenía derecho a saber el camino que llevaba su hija y adónde podía conducirla. Una madre debe velar por la pureza de su hija, eso era indiscutible. Por consiguiente, él tenía la obligación de procurar que la signora Adami conociera los peligros a los que se exponía la jovencita; era un deber moral, el cual nunca podía disociarse de su deber profesional.

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