El hombre abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al comisario. Marcolini levantó una mano y Brunetti advirtió que iba a darle una palmada en el hombro o a oprimirle el brazo. La idea lo horrorizó y comprendió que no podría soportarlo. Al pasar por delante de Marcolini, dio dos pasos rápidos para rehuir el contacto, luego se volvió y esbozó un gesto de sorpresa, como si hubiese esperado verlo más cerca.
– Muchas gracias por su tiempo, signore -dijo exprimiendo una última sonrisa.
– No hay de qué darlas -dijo Marcolini asentando el cuerpo sobre los talones y cruzando los brazos-. Encantado de ser útil a la policía.
Brunetti notó un sabor metálico en la boca, musitó unas palabras que ni él mismo entendió y salió del edificio.
En la calle, Brunetti se sintió asaltado por una horda de furias que siseaban: «Dieciocho meses, dieciocho meses, dieciocho meses.» Habían tenido con ellos al niño dieciocho meses, y entonces Bianca Marcolini había pedido a su padre que hiciera que se lo llevaran de su casa, como si fuera un mueble que le estorbaba o un electrodoméstico que había adquirido a prueba y decidido devolver a la tienda.
Si, cuando uno de sus hijos tenía dieciocho meses, Paola le hubiera dicho que era del cartero, del basurero o del cura párroco, él no lo habría querido menos por ello. Brunetti se llamó al orden: ya estaba otra vez poniéndose de ejemplo, como si en el mundo no hubiera más patrones de conducta.
Siguió andando hacia la questura, pero, por más que se esforzaba, no conseguía acallar aquellas voces. Tan ensimismado llegó que estuvo a punto de chocar con Patta, que en aquel momento salía por la puerta principal.
– Ah, Brunetti -dijo el vicequestore-. ¿Viene de alguna gestión?
Brunetti asumió una expresión de agobio profesional.
– Sí, dottore, pero no quiero retrasarlo de la suya.
– ¿Qué otra cortés explicación dar al hecho de que el jefe se iba a su casa dos horas antes de la reglamentaria?
Brunetti prefería que Patta no se enterase de sus actividades y, menos aún, de que había estado haciendo preguntas al jefe de un partido político emergente en el Véneto. Patta creía que los únicos que tenían derecho a hacer preguntas a los políticos eran los camareros; los demás debían mantenerse a la expectativa.
– ¿Qué clase de gestión? -preguntó Patta.
Brunetti, recordando la descripción que el marquis de Custine hacía de los funcionarios de aduanas del puerto de San Petersburgo, dijo:
– Se ha recibido la denuncia de que los funcionarios del puerto aceptan sobornos y ponen trabas a los que no los pagan.
– Nada nuevo -dijo Patta con impaciencia, acabó de calzarse los guantes y se fue.
En el primer piso, Brunetti fue a la sala de los agentes y se alegró de ver allí a Vianello y Pucetti. No pensaba en si habrían descubierto algo acerca del farmacéutico ni en si podrían ayudarle a resolver el caso: Brunetti se alegraba, simplemente, de estar en compañía de personas que sabía compartirían su visceral repugnancia hacia lo que Marcolini acababa de contarle.
Entró en la sala sin decir nada. Vianello levantó la cabeza y sonrió, y otro tanto hizo Pucetti. Sus escritorios estaban llenos de papeles y carpetas, y Pucetti tenía tinta en la barbilla. Brunetti sintió una emoción extraña que le impedía hablar: dos hombres completamente normales, haciendo su trabajo.
Ahora bien, la sonrisa de Vianello era la del depredador que acaba de vislumbrar el flanco moteado de un gamo en el linde del calvero.
– ¿Qué hay? -preguntó Brunetti.
– ¿Has visto a la signorina Elettra? -preguntó el inspector. Brunetti observó en Pucetti una sonrisa parecida.
– No. ¿Por qué?
– Anoche, la compañera del signor Brunini recibió una llamada telefónica.
Brunetti tardó unos segundos en procesar la información: llamada recibida en el telefonino que había comprado, cuyo número había dado a la clínica: número del signor Brunini y teléfono al que la signorina Elettra había quedado encargada de contestar.
– ¿Y?
– El comunicante dijo que creía poder ayudar al signor Brunini y, por supuesto, también a la signorina.
– ¿Eso es todo? -preguntó Brunetti.
– La signorina Elettra no ha podido contener la emoción al recibir la noticia. -Como Brunetti no respondiera, el inspector prosiguió-: No hacía más que repetir: «Un bebé, un bebé…», hasta que el hombre dijo que sí, que estaba hablando de un bebé.
– ¿Y ahora qué? ¿Dejó un número?
Vianello ensanchó la sonrisa.
– Más que eso. Accedió a encontrarse con ella y con el signor Brunini. Ella me ha dicho que, mientras quedaban en la hora y el sitio, no hacía más que llorar.
Brunetti tuvo que sonreír a su vez.
– ¿Y?
– No sabía qué querrías hacer -dijo Vianello. Marvilli se había comportado honrada y hasta generosamente con ellos: lo menos que podían hacer era devolverle el favor dándole una información que podía ayudarle en su carrera. Por otra parte, nunca estaba de más contar con un amigo en los carabinieri. Habría podido llamarle él, pero Brunetti prefería que hiciera la llamada Vianello: así no daría tanto la impresión de que estaba pagándole un favor personal.
– El caso pertenece a los carabinieri -dijo Brunetti al fin-. ¿Querrás llamar a Marvilli?
– ¿Y la cita?
– Explícale la situación. Si quieren que vayamos nosotros, iremos. Que decidan ellos.
– De acuerdo -dijo Vianello, pero no extendió el brazo hacia el teléfono-. No es hasta pasado mañana -añadió.
Brunetti carraspeó y abordó el asunto que lo había llevado allí:
– ¿Habéis terminado con los nombres que estaban en el ordenador de Franchi?
– Ahora mismo -dijo Vianello-. Hemos repasado los historiales y encontrado una docena que contienen información que podría ser interesante para ciertas personas.
«Qué exquisita diplomacia se gasta hoy el inspector», pensó Brunetti.
– ¿Quieres decir ser motivo de chantaje? -preguntó.
Pucetti se echó a reír y dijo a Vianello:
– Ya le he dicho que era mejor hablar claro.
Vianello prosiguió:
– Creo que podríamos repartirnos los historiales e ir a ver a la gente.
– ¿No se puede hacer por teléfono? -preguntó Pucetti con extrañeza.
Brunetti se adelantó a hablar sin dar tiempo a Vianello de responder, consciente de la clase de información que podían contener los historiales.
– El primer contacto, sí; para averiguar si hay motivo, después habrá que ir personalmente. -Señaló las carpetas-. ¿Hay algo que sea delito?
Vianello extendió la mano con un ligero balanceo.
– Dos de ellos toman muchos tranquilizantes, pero eso sería culpa del médico, no suya, creo yo.
Parecía un asunto muy leve.
– ¿No hay nada mejor? -preguntó, y comprendió que la palabra no podía ser menos apropiada.
– Me parece que yo tengo algo -dijo Pucetti, titubeando.
Los otros dos hombres vieron al joven agente rebuscar entre las carpetas que tenía encima de la mesa y extraer una.
– Es una norteamericana -empezó.
«Una mechera», fue lo primero que pensó Brunetti, pero enseguida comprendió que ésta no era la clase de información que podía tener un farmacéutico.
– En realidad, quizá se trate del marido -matizó Pucetti.
Vianello suspiró audiblemente, y Pucetti prosiguió: -Durante los dos últimos años, la mujer ha estado en Pronto Soccorso cinco veces. Los otros no dijeron nada.
– La primera vez, fractura del tabique nasal -dijo Pucetti abriendo la carpeta y deslizando el índice por la primera hoja. Pasó a la segunda-. Tres meses después, un profundo corte en la muñeca. Dijo que se le había roto una copa en el fregadero.
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