– ¿No está afiliado, verdad? -preguntó Marcolini, que, al parecer, no creía necesario ser más explícito.
– ¿A la Lega? -preguntó Brunetti-. No. -Hizo una pausa y agregó-: Por lo menos, oficialmente.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Marcolini sorprendiéndolo.
– Que me parece lo más prudente no manifestar mis ideas políticas -dijo Brunetti, con la expresión de alivio del que por fin puede sincerarse. Pero agregó, para evitar confusiones-: Por lo menos, en mi trabajo; cuando estoy trabajando.
– Sí, comprendo -dijo Marcolini-. ¿Y qué le trae aquí, comisario? El conde Falier me ha llamado para preguntar si querría recibirle. Usted es su yerno, ¿verdad?
– Sí -dijo Brunetti con voz átona-. Precisamente, deseo hablarle de su yerno de usted.
– ¿Qué hay de él? -preguntó Marcolini instantáneamente, con cierta curiosidad pero poco entusiasmo.
– Mi departamento intervino en su problema con los carabinieri -explicó Brunetti en un tono de voz que denotaba desagrado ante aquel recuerdo.
– ¿De qué manera?
– La noche de la redada me llamaron para que fuera a verlo al hospital.
– Creí que se encargaban del caso los carabinieri -dijo Marcolini.
– En efecto, pero nuestra oficina no procesó el aviso de los carabinieri, y cuando ocurrió aquello nos llamaron a nosotros. -Con la voz de un burócrata irritado, Brunetti agregó-: El caso no era nuestro, pero recibimos la denuncia de que un ciudadano había sido agredido.
– ¿Y ustedes acudieron?
– Desde luego. Cuando te llaman tienes que ir -dijo Brunetti, satisfecho de su perfecta imitación del pequeño tambor.
– Justo. Pero aún no me ha dicho cuál es el motivo de su visita.
– Ante todo, quiero ser totalmente franco con usted, signore.
El gesto de asentimiento de Marcolini fue de una sorprendente benevolencia.
– A mi superior no le gusta que nos hayamos visto involucrados en un asunto de los carabinieri, y me ha pedido que indague. -Aquí Brunetti hizo una pausa, como para cerciorarse de que Marcolini le seguía y, al ver que éste movía la cabeza de arriba abajo, prosiguió-: Se nos han dado distintas versiones acerca de la procedencia de ese niño. Según una, se trata de un hijo que Pedrolli tuvo con una extracomunitaria a la que conoció en el Sur -dijo, pronunciando «extracomunitaria» y «Sur» con el desdén que el caso requería. Observó el efecto de esa entonación en Marcolini y agregó-: Luego está la historia de que la mujer tuvo ese niño con su marido. -Aquí se detuvo, para dejar hablar a su interlocutor.
– ¿Por qué quieren saber eso, comisario?
– Como ya le he dicho, signore, si no es hijo de Pedrolli, pensamos que deberíamos dejar el caso en manos de los carabinieri. -Sonrió y terminó-: Pero, si es hijo suyo, la intervención de mis superiores, y de usted mismo, podría influir.
– ¿Intervención? -preguntó Marcolini-. ¿Influir? No entiendo.
Brunetti adoptó una expresión de diáfana buena fe.
– Cerca de los servicios sociales, signore. Tal como van las cosas, es probable que el niño acabe en un orfanato. -Ésa era la realidad, a partir de la cual Brunetti seguía tejiendo su ficción-. Finalmente, quizá fuera posible, por el bien del niño, devolverlo a sus padres.
– ¡Sus padres! -barbotó Marcolini con una voz sin vestigio de afabilidad-. Sus padres son una pareja de albaneses que entraron ilegalmente en el país. -Hizo una pausa efectista y subrayó-: ¡Albaneses, por el amor de Dios!
Por toda respuesta, Brunetti imprimió en su cara una expresión de vivo interés, y Marcolini prosiguió:
– Probablemente, la madre debe de ser una especie de puta. Sea lo que sea, lo cierto es que no tuvo reparo en vender a su hijo por diez mil euros. Así que será mejor para él que lo lleven al orfanato.
– Eso lo ignorábamos, signore -dijo Brunetti con gesto de reprobación.
– En este asunto hay muchas cosas que ustedes ignoran y que los carabinieri ignoran -dijo Marcolini con creciente indignación-. Eso de su aventura en Cosenza es cuento. Él asistía a no sé qué congreso y, mientras estaba allí, hizo un trato para comprar al niño. -Brunetti fingió un gesto de sorpresa, como si oyera esto por primera vez.
Marcolini se levantó y dio la vuelta a la mesa.
– Si realmente hubiera ocurrido lo que él dijo al principio, yo podría entenderlo. Un hombre tiene sus necesidades, y él estuvo allí toda una semana. Si se la hubiera tirado, lo comprendería. Por lo menos, sería hijo suyo. Pero Gustavo nunca ha sido de los que saben echar una cana al aire, y aquí se trata sólo de un pequeño bastardo albanés al que su madre puso en venta y que mi yerno, como un imbécil, compró y se trajo a casa.
Marcolini se levantó, tomó una de las fotos de encima de la mesa y se la puso en la mano a Brunetti.
– Mire, aquí lo tiene. El pequeño albanés.
Brunetti miró la foto y vio a Pedrolli, a su esposa y, entre los dos, a un niño de abundante flequillo, cara redonda y ojos oscuros. Marcolini fue hasta la pared y volvió.
– Tendría que haber visto a ese pequeño intruso, con su cabeza cuadrada de albanés, plana por detrás, como la tienen ellos. ¿Cree que yo quería que mi hija fuera su madre? ¿Imagina que yo iba a consentir que eso heredara todo lo que yo he conseguido, con tanto esfuerzo? -Recuperó la foto y la arrojó a la mesa cara abajo. Brunetti oyó romperse el cristal, pero Marcolini no debió de oírlo, o no debió de importarle, porque agarró otra foto y se la puso delante a Brunetti.
– Mire, ésta es Bianca, a los dos años. Ése es el aspecto que ha de tener una criatura. -Brunetti miró a una niña de abundante flequillo, cara redonda y ojos oscuros. No dijo nada, pero movió la cabeza de arriba abajo, para dar a entender que había captado lo que fuera que se suponía que tenía que detectar en la foto-. ¿Qué me dice? -inquirió Marcolini-. ¿No es ése el aspecto que ha de tener una criatura?
– Muy bonita, signore. Entonces y ahora.
– Y casada con un idiota -dijo Marcolini dejándose caer pesadamente en la silla.
– ¿Y no está preocupado por ella, signore? -preguntó Brunetti, esforzándose por imprimir conmiseración en la voz.
– ¿Preocupado, por qué?
– Porque ella eche de menos al niño.
– ¿Eche de menos? -preguntó Marcolini. Entonces miró al techo y lanzó una carcajada-. ¿Quién cree que me pidió que llamara por teléfono?
Brunetti no fue capaz ni de intentar reprimir un gesto de asombro, y se quedó mirando a su interlocutor unos segundos con la boca abierta.
– Comprendo -dijo con voz opaca.
– ¿A que le he dado una sorpresa? -dijo Marcolini con risa cavernosa-. Bueno, confieso que también ella me la dio a mí. Yo pensaba que se había encariñado con el crío, y por eso no decía nada, aunque, según iba creciendo, más albanés lo veía yo. Porque no era como nosotros -dijo con convicción-. Y no me refiero a mí, a Bianca o a mi esposa: es que no parecía italiano.
Marcolini miró al comisario, para comprobar que le escuchaba con atención. Así era, por supuesto, y Brunetti procuraba aparentar que le escuchaba, además, con aprobación.
– Pero yo callaba porque, en fin, ella parecía quererlo, y yo me habría guardado de decir o hacer algo que pudiera disgustarla o afectar a nuestra relación.
– Desde luego -dijo Brunetti con una sonrisa amistosa, de padre a padre. Y apremió-: ¿Pero…?
– Pero un día, estando ella en casa, en mi casa, nuestra casa, quiero decir, el periódico hablaba del caso de la rumana que había vendido a su hijo. En el Sur -especificó Marcolini con displicencia-. Ahí es donde ocurren todas esas cosas. Esa gente no sabe lo que es el honor.
Читать дальше