– Estamos investigando el uso ilícito de información médica, dottore.
Se quedó observando la reacción de Pedrolli a esta insinuación, pero el médico se limitó a parpadear y encogerse de hombros antes de responder:
– Me parece que eso no me dice nada.
A Brunetti le parecía que, detrás de la expresión de serenidad que había asumido, el médico estaba analizando activamente lo que acababa de oír, considerando, quizá, las hipótesis hacia las que apuntaba.
El comisario se percató entonces de que aún no había aludido a las posibilidades de que Pedrolli recuperara al niño. Y, cambiando de registro, empezó:
– Ahora quisiera hablarle de su hijo.
Le pareció que su interlocutor ahogaba una exclamación. Desde luego, fue algo más fuerte que un suspiro, aunque la cara del médico permaneció impasible.
– ¿Qué quiere saber de mi hijo? -preguntó, tratando de controlar la voz.
– Según mis informes, es poco probable que la madre biológica lo reclame. -Si Pedrolli comprendió la intención de estas palabras, no lo demostró, y Brunetti prosiguió-: Por ello, me gustaría saber si piensa usted llevar el caso a los tribunales.
– ¿A los tribunales?
– Para pedir que se lo devuelvan.
– ¿Cómo cree que podría conseguirlo, comisario?
– Su suegro es un hombre…, en fin, un hombre bien relacionado. Quizá él podría… -Brunetti observaba la cara del médico, tratando de percibir alguna emoción, pero no la había.
Pedrolli miró el reloj y dijo:
– No quiero ser descortés, comisario, pero son cosas que sólo atañen a mi familia y a mí, y prefiero no hablar de ellas con usted.
Brunetti se puso en pie.
– Deseo que todo se arregle, dottore. Si en algo puedo ayudarle, hágamelo saber -dijo Brunetti tendiendo la mano.
Pedrolli se la estrechó brevemente, pareció ir a decir algo, pero guardó silencio.
Brunetti dijo que ya conocía el camino y se fue, pensando en parar a tomar algo antes de su entrevista con el suegro del médico.
Brunetti entró en una trattoria situada al pie del segundo puente en el trayecto del hospital a campo Santa Marina. No había mesa libre, y tuvo que conformarse con un plato de cicchetti y un vaso de vino novello, en la barra. En torno flotaban conversaciones, que no oía, absorto como estaba recordando la sorpresa de Pedrolli ante la mención de su historial clínico. ¿O, quizá, ante la sugerencia de que podía haberse hecho de él un uso ilícito?
Los fondi di carciofi estaban deliciosos, y Brunetti pidió dos más, y también otra polpetta, con el correspondiente vaso de vino. Cuando terminó no había saciado el hambre pero, por lo menos, la había mitigado. Estas comidas a salto de mata eran uno de los gajes del oficio, además de las llamadas telefónicas de madrugada, como la recibida al principio de este caso. Pagó, salió y se encaminó hacia campo Santa Marina cortando por detrás de Miracoli.
No había hecho falta que Paola le dijera dónde estaba la sede del partido de Marcolini: todos los venecianos lo sabían, cualesquiera que fuesen sus tendencias políticas. La Lega Doge era uno de los partidos separatistas que, durante los últimos años, habían brotado en el Norte, alimentados por el primario cóctel de miedo, descontento y resentimiento que el cambio social había producido en Italia. Sus partidarios detestan a los inmigrantes, a las izquierdas y a las mujeres con igual ferocidad, a pesar de que los necesitan: a unos, para que trabajen en sus fábricas; a otros, para echarles la culpa de los males del país; y a las últimas, para demostrar su virilidad acostándose con ellas.
Giuliano Marcolini era el fundador de la Lega Doge: Brunetti se negaba a llamarlo «ideólogo», ya que el término sugería que el partido podía tener algo que ver con ideas. En un período de veinte años, Marcolini había convertido su pequeño negocio de accesorios para fontanería en una cadena de grandes tiendas: el propio Brunetti sabía que los trabajadores que cuatro años antes le habían reformado el cuarto de baño habían adquirido el material en un establecimiento Marcolini.
Hay millonarios que compran equipos de fútbol, los hay que adquieren esposa nueva o hacen reconstruir a la vieja, otros financian hospitales o galerías de arte: a Brunetti le había caído en suerte vivir en un país en el que los ricos fundan partidos políticos. En clara imitación de otros partidos separatistas, la Lega Doge se había dotado de una bandera en la que campeaba un animal rampante; pero como el león ya estaba afiliado a otro partido, se reclutó al grifo, a pesar de ser un animal que aparece raramente en la historia de Venecia y es figura poco frecuente en la iconografía veneciana. Los colores del partido eran púrpura y amarillo, y el saludo, el puño alzado sobre la cabeza, en una actitud que recordaba el saludo del Black Power que hicieron unos atletas afroamericanos en las Olimpiadas de México 1968, lo cual no dejaba de resultar embarazoso, por lo menos, para las personas dotadas de cierto sentido histórico. Un socarrón periodista de la izquierda preguntó si el saludo era una alusión a la legendaria tacañería de los venecianos, y la primera aparición de las banderas y camisetas púrpura y amarillo coincidió, desgraciadamente, con la presentación de la colección de primavera de un conocido diseñador gay que había elegido los mismos colores para sus prendas.
Pero la vehemencia de la retórica de Marcolini y la fe de sus seguidores superaron esos contratiempos iniciales, y, seis años después de su fundación, la Lega Doge ya había conseguido la alcaldía de seis municipios del Véneto y numerosos puestos en los consejos municipales de Verona, Brescia y Treviso. En Roma, los políticos empezaban a prestar atención al signor Marcolini y a lo que la derecha llamaba sus «ideas», y la izquierda, sus «opiniones». Marcolini era cortejado por los políticos que creían que podía serles útil, lo que hacía pensar a Brunetti en la observación hecha a propósito de Hitler por el jefe de uno de los partidos políticos que serían barridos por el Führer: «Caramba, ese hombre sabe hablar: podríamos utilizarlo.»
Cuando salía a campo Santa Marina, Brunetti iba pensando en qué actitud adoptar. Brava, por supuesto; la del hombre muy hombre que no aguanta tonterías ni de las mujeres ni de los extranjeros, a menos, desde luego, que los extranjeros sean hombres y europeos y hablen una lengua civilizada como el italiano, aunque los hombres de verdad hablan dialecto, ¿no? De haber sabido aquella mañana que iría a ver a Marcolini, Brunetti se habría vestido para la ocasión, aunque no imaginaba cuál podía ser la indumentaria adecuada para presentarse en la sede de la Lega Doge. Algo paramilitar y ligeramente prepotente: ¿las botas de Marvilli, quizá?
Pasó por delante del hotel y entró en Ramo Bragadin. La primera puerta de la derecha se abría a un patio desde el que una escalera conducía a las oficinas de la Lega Doge. En los bajos tenía el taller un marmolista, y Brunetti se preguntó cómo soportarían el ruido los vecinos de arriba. Pulsó el timbre y enseguida le abrió la puerta un joven bien rasurado que vestía americana de tweed y pantalón vaquero negro.
– Guido Brunetti -dijo el comisario sin mencionar el rango, tendiendo la mano-. Tengo una cita con el signor Marcolini. -Hablaba articulando las palabras con precisión, como el que no está habituado a expresarse en italiano.
El joven, que tenía la cara tan chupada que los ojos parecían aún más juntos de lo mucho que ya lo estaban, sonrió a su vez, estrechó la mano de Brunetti y respondió en dialecto:
– El signor Marcolini estará libre dentro de un momento, signore. Lo acompañaré a su despacho.
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