Mari Jungstedt - Nadie Lo Conoce

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Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso.
Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima.
Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

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No se marchó de casa hasta que se fue a estudiar a Gotemburgo. Allí vivía en una residencia de estudiantes y compartía baño y cocina con el resto de los estudiantes de su pasillo, así que tampoco disfrutó de mucha privacidad. Al terminar sus estudios consiguió inmediatamente un empleo fijo en el ayuntamiento de Gotland y allí seguía desde entonces. Encontró un piso en la calle Stenkumla, bien situado, pero no justo en el centro de la ciudad. Era un apartamento de un dormitorio, cuarto de estar y cocina con vistas a la calle. En el tercer piso. Nunca olvidaría la sensación que tuvo al entrar por primera vez en aquel apartamento. Vacío, recién renovado y como nuevo. Recordaba cómo pasó el dedo por los azulejos relucientes del baño, inhaló el olor a pintura en la cocina y admiró las molduras sin marcas de la sala de estar. Disfrutó de la soledad y el orden.

Más tarde se trasladó y desde hacía veinte años vivía en su propia casa, pequeña, con jardín y dentro del recinto amurallado. En Klinten, para más señas, el pintoresco barrio situado en la parte alta de la catedral, que era la zona más atractiva de Visby. Antiguamente había sido una barriada pobre donde se levantaba la horca para que los condenados a muerte se vieran desde toda la localidad y así la población escarmentara en cabeza ajena. La vista era magnífica, con toda la ciudad medieval extendiéndose a sus pies, con sus estrechas callejuelas, sus ruinas y la muralla. Al otro lado de la ciudad se divisaba el mar, como un telón de fondo azul.

Gunnar Ambjörnsson nunca se había casado ni había tenido hijos y a sus sesenta y dos años comprendía que ya no lo iba a hacer. Había habido mujeres en su vida, aunque la cosa nunca había llegado tan lejos como para pensar en vivir juntos. Alguna que otra había tratado de convencerlo, pero siempre se había echado atrás a última hora. Por supuesto que le habían gustado y también había estado enamorado, pero nunca creyó que mereciera la pena renunciar a su soledad.

Desde hacía unos años mantenía una relación con una mujer de Stånga. Berit era profesora. Estaba muy ocupada con su trabajo y la pequeña granja en la que vivía. Nunca renunciaría a su vida en el campo para mudarse a vivir con él en la ciudad, lo cual le parecía estupendo. Cada uno vivía su vida y se veían los fines de semana. Era justo el arreglo que le convenía.

Ahora estaba de vuelta en casa tras haber participado en un torneo de golf en Slite. El golf era una de sus grandes pasiones, después de la política. Era socialdemócrata desde que le salieron los dientes, al haber nacido y haberse criado en una familia obrera de verdad. Era concejal del ayuntamiento y participaba en varias comisiones y consejos de administración. En el verano, que era cuando tenía vacaciones, aprovechaba para viajar. Dentro de unos días uno de esos viajes lo llevaría hasta Marruecos, de la que se había enamorado en la adolescencia y a la que había vuelto con cierta regularidad a lo largo de los años. Viajaba siempre solo, ése era el quid de la cuestión, en su opinión. Así conocía uno a nuevas personas de una manera totalmente diferente a lo que solía ocurrir si se iba acompañado. A Berit no le importaba; estaba muy ocupada con la granja, los animales, los hijos y los nietos.

Consiguió a duras penas pasar con el coche entre las casas pequeñas y bajas y girar hacia la calle Norra Murgatan, que estaba en la parte alta de la zona noreste de la muralla. Detuvo el coche en su aparcamiento privado. Estaba deseando poder darse una ducha y sentarse luego en el jardín con el periódico Aftonbladet y un vasito de whisky. La tarde era cálida y no corría brisa. Echó un vistazo al reloj al salir del vehículo. Las nueve y cuarto y la luz era como en pleno día. El verano sueco era insuperable cuando hacía buen tiempo. Abrió el maletero y sacó la pesada bolsa con los palos de golf. Sacó la llave y abrió la cerradura de la valla de dos metros de altura que protegía su jardín de las miradas de los curiosos. Este estaba formado por algunos arriates de rosas, un recuadro de césped con algunos muebles de jardín y una barbacoa. También había una caseta donde guardaba las herramientas de jardín.

Aquello era un oasis, una especie de paraíso verde en medio de la ciudad. Se había hecho instalar un estanque con una fuente que manaba lenta y armoniosamente.

Cuando cerró la puerta de la cerca, mientras caminaba por el caminito de grava primorosamente rastrillado hasta la entrada, hubo algo que lo hizo detenerse. Se había producido algún cambio desde que abandonó la casa muy temprano esa misma mañana.

Gunnar Ambjörnsson era una persona muy escrupulosa, de costumbres fijas, y hacía las cosas exactamente de la misma manera todos los días. Allí había algo anómalo, pero no conseguía descubrir qué cosa.

Dejó el equipo de golf en el suelo y deslizó la mirada por las rosas trepadoras, de un rojo intenso, de la celosía que separaba el césped de los muebles de jardín, y por la fachada de la casa. El gato negro del vecino estaba hecho un ovillo en la parte superior de la valla que daba a la calle y lo observaba desde su atalaya.

Entonces se dio cuenta de qué era lo que no estaba como siempre. La fuente no funcionaba, no se oía el murmullo del agua. Al principio pensó que debía de ser una avería. Luego observó que el cepillo de barrer no estaba en su sitio habitual, apoyado contra la pared de la casa. Eso confirmaba sus sospechas: alguien había estado allí, sin duda. ¿Habrían entrado ladrones? Se apresuró hacia la puerta y la empujó. No, estaba cerrada y parecía que no había sufrido ningún desperfecto. Abrió a tientas y entró. La vivienda tenía una sola planta, así que no tardó apenas nada en revisarla. Su cuadro original de Peter Dahl colgaba intacto en la pared encima del sofá del cuarto de estar, lo mismo que el aguafuerte de Zorn. Abrió el cajón del chifonier, la cubertería de plata estaba allí, así como la colección de monedas.

Todo parecía intacto. Salió de nuevo, se fijó en el cepillo apoyado contra la pared de la caseta de herramientas. Él nunca solía colocarlo allí. Se acercó con cuidado a la caseta y escuchó si se oía algún ruido. Cabía la posibilidad de que se hubiera escondido alguien allí dentro. El intruso, evidentemente, no tenía ningún interés por la casa. Tal vez la presencia de alguien lo había sorprendido y se había refugiado en la caseta. Dado que siempre cerraba con llave la valla, a veces solía dejar abierta la puerta de la caseta sin echar el cerrojo. Ambjörnsson estaba en tensión y se movía con todo el sigilo que podía. En ese barrio los robos eran extremadamente inusuales, de hecho él no había sido víctima de ninguno durante todos aquellos años. Con tal de que no fuera un drogadicto colgado, uno de esos capaz de cualquier cosa. A veces, cuando hacía buen tiempo, se veía a alguno de ellos bebiendo con los borrachos, sentados en el césped en lo alto de la cuesta de Rackarbacken, junto a la muralla.

Subió con cuidado la escalera, lo suficiente como para poder inclinarse hacia delante y bajar con cautela la manilla. Allí había algo, no le cabía la menor duda, apenas se atrevía a respirar. Ahora era tarde para retroceder.

Al principio, cuando abrió la puerta, no comprendió qué era lo que se le venía encima. Cayó hacia atrás y alcanzó a vislumbrar que lo que se abatía sobre él era algo grande y ensangrentado. Gritó como un loco cuando fijó la vista en los ojos muertos de la cabeza de un caballo.

Se lavó bien las manos. Se las enjabonó y se las restregó con el cepillo duro hasta que la piel le dolió. Luego continuó con los antebrazos hasta sentir el escozor, a fuerza de frotar se hacía heridas que empezaban a sangrar. Para entonces ya no sentía ningún dolor. Salía poca agua del grifo y tampoco llegaba a calentarse del todo. No le importaba, de alguna manera formaba parte del proceso. Caían gotas de sangre en el fregadero y le gustaba ver cómo salpicaban sobre las paredes de acero inoxidable. Luego se frotó el pecho, el abdomen, las piernas y los brazos con la misma rudeza.

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