Mari Jungstedt - Nadie Lo Conoce

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Con la resolución del último caso en el que estuvo implicado, el comisario Anders Knutas se siente deprimido y agobiado. Espera ansioso la llegada de las vacaciones de verano para pasar unos días con su familia. Pero antes debe ocuparse de un nuevo caso.
Un grupo de arqueólogos está excavando en un viejo poblado vikingo de Gotland, pero ignoran que un grave peligro se cierne sobre ellos. Todo empieza con el descubrimiento, por parte de dos niñas, del cadáver decapitado de un caballo en un prado cerca de su casa. Parece que el criminal, obedeciendo a un antiguo rito vikingo, ha torturado al animal antes de llevarse su cabeza y su sangre. El caso se complica peligrosamente cuando la holandesa Martina Flochten, una de las estudiantes del grupo de arqueología, desaparece sin dejar rastro y es hallada asesinada unos días más tarde. Posteriormente un importante político de la isla, Gunnar Ambjörnsson, encuentra en la caseta de su jardín una cabeza de caballo y Anders Knutas y su equipo se preguntan si será la próxima víctima.
Una vez más, Anders Knutas y el periodista Johan Berg, que ahora vive en la isla y espera el nacimiento de su hija, necesitarán todo su valor e inteligencia para resolver este cruel caso con ecos de cultos ancestrales.

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Los grillos cantaban en los matorrales que bordeaban el angosto sendero que subía hasta la cima. El ascenso fue arduo, la montaña era alta e inaccesible. El grupo de gente formaba una unidad debido a su indumentaria. Todos iban vestidos con mantos largos ajustados a la cintura con cintas negras. Los hombres llevaban la cabeza cubierta con capuchas y las mujeres con pañuelos. Todos avanzaban con la cabeza ligeramente inclinada, tal vez para no tropezar con las raíces de los árboles o para rezar.

Un murmullo ininterrumpido se mezclaba con el tamborileo del hombre que iba en cabeza, el cual portaba un tambor de piel plano en una mano y un palo de madera forrado de cuero en la otra e iba golpeando el tambor a intervalos regulares.

Cuando llegaron al espacio abierto, que era su meta, uno de los hombres se apartó del grupo. Sacó de debajo del sayo un cuerno natural de medio metro de largo, se lo acercó a la boca y sopló directamente hacia el mar. El sonido era monótono y lastimero. Un cuerno con vino pasaba de mano en mano. Con los ojos cerrados y el semblante serio bebieron todos de él y cuando todos lo hubieron hecho arrojaron las últimas gotas a la tierra. El hombre que había tocado el cuerno, que al parecer era el líder, se puso delante de los participantes. Pronunció unas palabras y volvió el rostro hacia el Este al tiempo que sonaban los golpes del tambor. Gritó en mitad de la noche luminosa, y con voz alta y clara invocó a las fuerzas ocultas. Después se volvió sucesivamente hacia el Sur, el Oeste y el Norte mientras seguía hablando. Al terminar se dirigió hacia el centro del círculo, donde habían levantado un altar con las imágenes de los dioses pintadas con sangre.

Los participantes se acercaron uno a uno a la mesa sagrada y depositaron flores, frutas y bolsitas con semillas. Alrededor se habían colocado piedras formando un círculo.

Las personas congregadas dentro del círculo pateaban el suelo y reanudaron el murmullo, que se fue volviendo cada vez más fuerte hasta convertirse casi en un clamor. Algunos de los hombres encendieron un fuego, que enseguida se elevó hacia el cielo.

El percusionista acompañaba con rítmicos golpes de tambor el clamor de los convocados. Alguien acercó al líder un hacha, que blandió ante sí mientras pronunciaba invocaciones. Se levantó una jaula con una gallina blanca y bien cebada a la vista de los asistentes, que la miraron embelesados. Colocaron la gallina en el suelo delante del líder, que alzó el hacha y le cortó la cabeza con un golpe preciso. La sangre salpicó por todas partes, el clamor se fue volviendo cada vez más extático y, el pataleo, más intenso.

Al final el líder se derrumbó. Los golpes de tambor cesaron y las voces enmudecieron. Todo quedó en silencio.

Uno de los participantes abandonó discretamente el grupo. Nadie se percató de que se volvió por el mismo camino por el que había llegado. Se sentó en el coche y se alejó de allí.

Sábado 10 de Julio

Iban a pasar el fin de semana en la casa que los padres de Emma tenían en la isla de Fårö; Elin, Johan y ella solos. Sus padres habían pasado por Roma para despedirse antes de iniciar el largo viaje que tenían por costumbre realizar todos los años. Durante su visita lo único que sintió Emma fue una sensación de vacío. No dieron muestras de sinceridad, únicamente un poco de palabrería insustancial sobre lo adorable que era Elin, y después se marcharon camino del aeropuerto para viajar rumbo a China. Mejor así.

Les había prometido cuidar de la casa y, además, un cambio de aires le sentaría bien. Empezaba a sentirse encerrada en la casa de Roma. Había tantas cosas que le recordaban su vida anterior y, en realidad, no quedaba nada de ella. Las paredes rezumaban Olle y toda la amargura que había surgido durante el último medio año.

A Emma le encantaba la casa de Fårö. Nunca había entendido cómo podían sus padres viajar al extranjero cuando el verano era tan maravilloso en aquella isla.

La carretera que conducía hasta la terminal de los transbordadores, junto al estrecho de Fårösund, discurría entre campos cultivados. Condujeron por carreteras pequeñas a través de las aldeas de Barlingbo y de Ekeby para subir luego hasta Bal y hasta Sute, un núcleo de población más grande, antes de llegar a Fårösund, donde tomaron el transbordador hasta Fårö. La travesía del estrecho se hacía en unos pocos minutos. Elin hizo todo el viaje dormida.

Al abandonar el barco en la otra orilla, Emma experimentó la misma sensación de dicha de siempre. La isla de Fårö era más inhóspita y estaba más azotada por el viento que Gotland, y esa diferencia se percibía al instante. Realizaron la parada de rigor en el supermercado Konsum para comprar fresas frescas y hacer las últimas compras, y de camino hacia Skär se detuvieron también junto a la panadería para comprar sus incomparables bollos de azúcar. Después recorrieron el último trecho en dirección a Norsta Auren, en el extremo más septentrional de Fårö.

La construcción blanca de piedra se encontraba aislada, rodeada por un muro bajo de piedra y abierta al mar. Emma sintió un ligero cosquilleo en el estómago, hacía más de medio año que no había estado allí. La casa, como de costumbre, parecía algo fría cuando entraron. Los suelos de piedra estaban relucientes, sus padres la habían limpiado a fondo. Se sentó en el sillón situado junto a la ventana y dio el pecho a Elin, que se había despertado y había empezado a llorar. Mientras tanto, Johan descargó las cosas del coche. Emma contempló la playa a través de la ventana. Al principio era estrecha, pero después se iba ensanchando. Tenía una gran ventaja, la arena estaba tan compacta que se podía pasear por ella con el cochecito de bebé.

– Luego quizá podríamos dar un paseo por la playa -le gritó a Johan.

– Sí, claro, será estupendo. ¿Quieres beber algo?

– Sí, un vaso de agua, por favor.

Enseguida se presentó en el cuarto de estar con un gran vaso de agua. Johan estaba tan alegre y relajado, se le veía feliz de estar con ella y con su hija. Al parecer era todo lo que necesitaba. ¿Por qué no podía estar ella igual de contenta? Johan canturreaba en la cocina mientras colocaba la compra. Tenía que esforzarse y darle una oportunidad. Después de llevar un rato mamando, las mejillas de Elin se habían vuelto sonrosadas. «Lo haré por ti -pensó-. Y por mí.»

Debido a la nueva situación, la Brigada de Homicidios se encontraba reunida a pesar de que era sábado.

Knutas estaba ansioso por escuchar las conclusiones a las que había llegado Agneta Larsvik, que había dedicado los dos últimos días a analizar cuáles eran, en su opinión, los rasgos que caracterizaban al autor de los hechos.

Acababan de sentarse todos cuando se abrió la puerta y entró Martin Kihlgård, que parecía contento, llevaba el cabello despeinado, y traía dos grandes bolsas de papel en las manos.

– Hola a todos -saludó animado-. He estado en una magnífica fiesta en el restaurante de Hamra y esta mañana, cuando me iba, han insistido en darme algo rico para acompañar el café. ¿Hay café recién hecho?

– No, pero enseguida lo pongo -se ofreció Karin.

– Te ayudo -dijo Martin y ambos salieron de la sala.

Knutas y Norrby se cruzaron un par de miradas. Este Kihlgård siempre tenía que ser el centro de atención. Por otro lado, también contribuía a crear buen ambiente, cosa que Knutas le agradecía, ya que a él eso no se le daba tan bien.

Aguardaron pacientemente hasta que estuvo listo el café. Mientras tanto llegó Thomas Wittberg resacoso con un litro de coca-cola en la mano. A juzgar por su aspecto, también él se había pasado la noche bebiendo. Charlaron un poco sobre el ambiente de fiesta que hubo en la ciudad la noche anterior. Había sido una noche en la que se habían producido más desórdenes de lo normal. El número de turistas, al parecer, aumentaba año tras año, en especial entre los jóvenes, que llegaban a Visby atraídos por el ambiente de ocio nocturno, que en verano era de los mejores del país. Por desgracia, con ellos llegaban también las borracheras, las drogas y las peleas. De todos modos, las personas reunidas alrededor de la mesa tenían cosas más graves de las que hablar y, tan pronto como sirvieron el café y los bollos de canela que había traído Kihlgård, empezaron a repasar en qué punto se hallaba la investigación. Knutas comenzó llamando la atención de todos sobre el hecho de que la construcción del complejo hotelero constituía un punto de conexión entre Martina Flochten y Gunnar Ambjörnsson, para quienes se hubieran perdido los comentarios en los pasillos.

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