»Los jóvenes se sientan en el asiento delantero, y algo más tarde el hombre se detiene en un área de descanso vacía y los paraliza con una descarga eléctrica. No tenemos ninguna descripción de cómo lo hace, pero probablemente con algún tipo de arma de electrochoque. Después los mete en la parte trasera y les restriega la cara con un trapo, lo más seguro empapado con cloroformo o éter.
– Déjame añadir que Tryggve Holt no estaba seguro del curso de los acontecimientos -intercaló Carl-. Estaba semiinconsciente por la descarga eléctrica, y después su hermano mayor no pudo decirle gran cosa, ya que tenían la boca tapada con cinta adhesiva.
– Eso es -continuó Marcus Jacobsen-. Pero si he entendido bien, Poul dio a su hermano pequeño la impresión de que habían conducido una hora más o menos, claro que no es un dato fiable al cien por cien. Poul padecía un tipo de autismo y no captaba bien la realidad, pese a ser un superdotado.
– ¿Síndrome de Asperger, tal vez? Lo digo por el texto del mensaje, y porque Poul llegó a escribir la fecha exacta en aquella situación espantosa. Eso ¿no es sintomático? -preguntó Bente Hansen con el rotulador preparado.
– Sí, tal vez.
El inspector jefe asintió en silencio.
– Después del viaje en coche metió a los chicos en una caseta de botes que apestaba a alquitrán y agua podrida. Era una caseta bastante pequeña donde se podía estar justo de pie con la espalda muy encorvada. No era para botes de remo o veleros, sino más bien para canoas y kayaks. Y estuvieron encerrados allí cuatro o cinco días antes de que Poul fuera asesinado. Las indicaciones temporales son de Tryggve, pero no olvidemos que en aquella época tenía trece años y mucho miedo. Por eso pasó casi todo el tiempo dormido.
– ¿Tenemos alguna pista para reconocer el lugar? -preguntó Peter Vestervig, uno de los chicos del grupo de Viggo.
– No -respondió el inspector jefe de Homicidios-. Los chicos tenían los ojos vendados al entrar en la casa. Pero, aunque no vieron nada del exterior, Tryggve dijo que oían un ronroneo grave, que sonaba como los molinos de viento. Oían el sonido a menudo, pero otras veces no tan alto. Seguramente dependía de la dirección del viento y de las condiciones meteorológicas.
El inspector jefe fijó la vista un momento en el paquete de cigarrillos que tenía en la mesa. Últimamente le bastaba con eso para recuperar la energía. Suerte que tenía.
– Sabemos -continuó- que la caseta estaba al borde del agua, puede que estuviera construida sobre estacas, porque se oía el chapoteo de las olas justo debajo del suelo de tablas. La puerta debía de estar a medio metro por encima del suelo, así que había que trepar para entrar a la estancia de techo bajo. Tryggve es de la opinión de que debieron de construirla para guardar kayaks o canoas, porque dentro había pagayas. Y también cree que no estaba hecha con un tipo de madera que se asocia normalmente con la tradición escandinava, porque era de color marrón más claro y de diferente veta, pero luego sabremos más sobre eso. Laursen, nuestro viejo amigo de la Científica, encontró en el papel del mensaje una astilla, procedente del pedazo de madera que usó Poul a modo de pizarrín. En estos momentos está en manos de los expertos. Tal vez pueda ayudarnos a identificar de qué clase de madera estaba hecha la caseta.
– ¿Cómo mataron a Poul? -preguntó alguien en la parte de atrás.
– Tryggve no lo sabe. El secuestrador le había cubierto la cabeza con un saco de tela. Oyó algo de alboroto, y cuando le quitaron el saco su hermano había desaparecido.
– ¿Cómo sabe, entonces, que su hermano está muerto? -insistió el que había hecho la pregunta.
Marcus aspiró hondo.
– Los sonidos no dejaban lugar a dudas.
– ¿Qué sonidos?
– Jadeos, alboroto, un golpe sordo y nada más.
– ¿Un golpe con un objeto romo?
– Es posible, sí. ¿Te importa seguir, Carl?
Todos lo miraron. Aquello fue un gesto por parte del inspector jefe de Homicidios, que no aprobaban muchos de los reunidos. Si de ellos dependiera, Carl debería salir de la sala sin hacer ruido y perderse en algún rincón lejano.
Llevaban años bastante hartos de él.
A Carl le daba igual. En medio de su hipófisis aún bullía el oleaje hormonal de una noche salvaje. Eran sensaciones placenteras que, a juzgar por la expresión amuermada de los reunidos, era el único en experimentar.
Se aclaró la garganta.
– Tras el asesinato de su hermano mayor, Tryggve recibió instrucciones sobre lo que debía decir a sus padres: que Poul estaba muerto y que el hombre no dudaría en golpear de nuevo si contaban a alguien lo que había ocurrido.
Captó la mirada de Bente Hansen. Fue la única de la sala que reaccionó. La saludó con la cabeza. Siempre había sido una tía legal.
– Debió de ser un trauma terrible para un chico de trece años -dijo Carl dirigiéndose directamente a ella-. Después, cuando Tryggve volvió a casa, le dijeron que el asesino se había puesto en contacto con los padres antes del asesinato, exigiendo un millón de rescate. Dinero que de hecho pagaron.
– ¿Pagaron? -quiso saber Bente Hansen-. ¿Antes o después del asesinato?
– Que yo sepa, antes del asesinato.
– No entiendo nada de todo esto, Carl. ¿Puedes explicarlo en pocas palabras? -preguntó Vestervig. En aquella casa la gente muy pocas veces decía con tal franqueza que no entendía algo. Tenía su mérito.
– Con mucho gusto. La familia conocía la fisonomía del asesino, al fin y al cabo había participado en sus reuniones. Es probable que pudieran identificar con bastante seguridad al hombre, el coche y muchas otras cosas. Pero el asesino se prevenía para evitar que acudieran a la Policía, y el método era simple y atroz.
Algunos de los presentes se apoyaron en la pared. Sus mentes estaban ya en los casos que tenían sobre sus mesas de trabajo. Los moteros y las bandas de inmigrantes parecían estar de la olla. En las últimas horas había habido otro tiroteo en Nørrebro, el tercero en una semana, así que a la gente del Departamento no le faltaba trabajo. Ahora ni las ambulancias se atrevían a entrar en la zona. Había amenazas continuas. Algunos de los compañeros habían invertido en chalecos antibala ligeros, y en aquel momento había un par que lo llevaban puesto debajo del jersey.
Carl los entendía hasta cierto punto. ¿Qué coño les importaba un mensaje en una botella de 1996 cuando estaban hasta el cuello con tantas otras cosas? Pero el exceso de trabajo ¿no era acaso culpa suya? La mitad de la gente reunida allí ¿no había votado acaso a los partidos que habían arrojado el país a aquel cenagal? Una reforma policial y una política de integración desafortunada. Qué carajo, ellos se lo habían buscado. A saber si lo recordaban en el coche patrulla a las dos de la mañana mientras su mujer soñaba con tener un hombre a su lado.
– El secuestrador escoge una familia con muchos hijos -continuó Carl mientras buscaba rostros a quienes mereciera la pena dirigirse-. Una familia que en muchos sentidos vive aislada de la sociedad. Una familia con costumbres muy arraigadas y un régimen de vida muy estricto. En este caso, una familia acaudalada miembro de los Testigos de Jehová. No muy acaudalada, pero sí lo bastante. Entonces el asesino elige a dos de los hijos de la familia que por alguna razón ocupan una posición especial. Secuestra a los dos y, después de que se pague el rescate, asesina a uno de ellos. Para que la familia sepa que está dispuesto a todo. Después el asesino los amenaza con que en lo sucesivo está dispuesto a matar a otro de los hijos sin más aviso en caso de tener la menor sospecha de que se han aliado con la Policía o la comunidad, o de que intentan descubrirlo. La familia recupera al otro hijo. Son un millón de coronas más pobres, pero el resto de los hijos está a salvo. Y la familia calla su desdicha. Callan para evitar que las amenazas del asesino se materialicen. Callan a fin de poder vivir una vida más o menos normal.
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